La confesión auricular que se práctica en la iglesia oficial está muy lejos de tener el apoyo de las Sagradas Escrituras; unos cuantos pasajes de la misma que siempre citan los teólogos que la defienden, nada dicen en su favor cuando son correctamente interpretados, según las sanas leyes de la hermenéutica.
Vamos ahora a encarar al asunto desde su lado positivo examinando algunos pasajes en los cuales fácilmente podemos ver ante quien y como se confesaban las personas piadosas que figuran, ya en el Antiguo, ya en el Nuevo Testamento.
En la vida del rey David encontramos un caso ilustrativo. Cuando, reprendido por el profeta Natán se convenció de la enormidad de su culpa, no fue a confesarse ante el sumo sacerdote en Jerusalén, sino que derramó su alma angustiada ante el Dios invisible, confesando a él directamente su pecado y buscando el perdón que necesitaba. En los Salmos generalmente llamados penitenciales que escribió, nos da un modelo perfecto de confesión. Dice así: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad” (Salmo 32). “Porque yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Salmo 51).
El que de esta manera se confiesa tiene la satisfacción intima de saber que su culpa queda borrada y jubiloso hace suyas las palabras del Salmista: “Y tu perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32:5).
Al encontrarse frente a un Dios soberanamente Santo, siente la necesidad de ser limpiado de su culpa y de recibir la gracia necesaria para no volver a pecar, y pide un nuevo corazón, un nuevo espíritu de regeneración.
Muy diferente es la experiencia de la persona que hace de la confesión un caso meramente ceremonial y sacramental. El pecado llega a ser la norma de su vida, y la ilusión de que tiene un sacerdote ante quien puede acudir continuamente para recibir la absolución le hace indiferente a la santidad. Pecar, confesar, y volver a pecar de nuevo es todo lo que aprende de aquellos que le tienen separado de la verdadera doctrina cristiana.
Otro ejemplo de la confesión bíblica es la de Daniel en Babilonia. En su sublime oración que tenemos en el capítulo 9 de su libro, leemos así: “Y oré a Jehová mi Dios e hice confesión diciendo… hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente y hemos sido rebeldes”.
Esta confesión y súplica fue oída. Estando aún hablando Daniel, un ángel enviado de Dios vino, lo tocó, y pronunció palabras de aliento. Del mismo modo Dios escucha a todos los que le presentan sus preguntas y perplejidades.
Cualquier texto bíblico donde se halla la palabra confesión se usan a veces para sostener la confesión auricular, aunque en realidad diga todo lo contrario. Aquí tenemos un ejemplo: “Y eran bautizados por él en el Jordán, confesando sus pecados” (Mateo 3:6). Juan el Bautista estaba predicando el arrepentimiento en el desierto de Judea y bautizando en las aguas del Jordán. Los que querían participar de este acto reconocían públicamente que habían vivido lejos de Dios y que estaban dispuestos a enmendarse. Era una confesión abierta, diametralmente opuesta a la que práctica la iglesia oficial en secreto. No consiste en dar detalles minuciosos sobre la conducta personal que Dios ya conoce, sino en admitir y lamentar las faltas cometidas.
¿Cómo conseguían el perdón aquellas personas que vivían al principio del cristianismo? Interroguemos el Nuevo Testamento.
Marcos nos cuenta como trajeron a Cristo un hombre paralítico y que, no podían llegar a él a causa del gentío. Descubrieron el techo y entre cuatro bajaron el lecho en que yacía. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: “hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5).
Se hallaban presentes en esa ocasión muchos de los fariseos quienes se escandalizaron al oír hablar a Jesús de perdonar pecados, y dijeron: “¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?”. Esta vez los fariseos estaban en lo cierto. El pecado, que es siempre una ofensa contra Dios, solo puede ser perdonado por Aquel que recibió la ofensa. Ignoraban que él que ahí estaba entre ellos era el Hijo de Dios que había recibido del Padre la facultad de perdonar, de modo que pudo confirmar sus palabras con un milagro portentoso y asegurar así al paralítico de que recibía un perdón que era real y verdadero.
Lucas nos refiere como cierta mujer pecadora oyendo que Jesús estaba en la casa de un fariseo llamado Simón, entró y, postrándose a sus pies, derramó un vaso de alabastro lleno de ungüento, mostrando por medio de esa lección su arrepentimiento y el profundo amor que tenia al Maestro; fue entonces que oyó las palabras: “Tus pecados te son perdonados. Tu fe te ha salvado, ve en paz” (Lucas 7:48-50).
Cuando Cristo enseñó a sus discípulos la oración del «Padre Nuestro», les enseñó a buscar directamente en Dios el perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. No había ahí ningún sacerdote mediador que pronunciara palabras de absolución.
Al subir a los cielos se despidió de los suyos con estas palabras: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su Nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Lucas 24:46-47).
Fue, pues, la misión de los apóstoles predicar el perdón de pecados, pero no la de escuchar confesiones ni la de dar ellos la absolución.
La manera como cumplieron esta misión la vemos en los “Hechos de los Apóstoles”. En las calles de Jerusalén, Pedro predicaba al pueblo el arrepentimiento y aseguraba a los que le escuchan que recibirían el perdón de los pecados. Poco después, a raíz de la curación de un cojo, se encontró de nuevo frente a las multitudes y levantó su voz para proclamar que la muerte de Cristo fue en cumplimiento de las antiguas profecías y dice resueltamente:
Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados
(Hechos 3:19).
¿Dónde está el sacerdote que absuelve a estas almas?
En el capítulo 8 de los Hechos vemos que el apóstol Pedro reprendió severamente a Simón el mago por haber pretendido comprar el don del Espíritu Santo, y le dijo: “Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón”. Si Pedro hubiera tenido las ideas teológicas de la iglesia oficial, le hubiera dicho que se confesase con él, pero obró muy distintamente guiando a esa alma extraviada al Dios Vivo y Verdadero que podía darle un perdón real.
Hallamos después a Pedro hablando en casa del centurión Cornelio y, lejos de hablar de confesión y penitencia, habló de Cristo, de ese Cristo que obró nuestra redención y que le quiere recibir con los brazos abiertos. “Nos mandó –les dice– que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos. De este daban testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:42-43). Aquella gente que le escuchaba creyó, y sin sacerdote, pues Pedro no era ni sacerdote ni papa, y sin confesión a hombre alguno, recibieron el Espíritu Santo y todos fueron bautizados.
Del mismo modo obraba el apóstol Pablo. Salió este gran apóstol a predicar el evangelio y llegó a Antioquia de Pisidia. Entró en la sinagoga de los judíos y anunció a Cristo, diciéndoles: “Sabed, pues, esto varones hermanos: Que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificado, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39). Y en todos los casos la misma cosa: el arrepentimiento y la fe personal en Cristo, siempre; la confesión auricular, nunca. Esa práctica es puro invento de los hombres, posteriores a los apóstoles y a los primeros siglos del cristianismo.
San Agustín escribía en sus “confesiones”, libro X, capítulo 2: “¿Qué voy a hacer con declarar a los hombres las llagas de mi alma? ¿Pueden curarlas aquellos que tienen tanto descuido en corregir sus propias debilidades y tanta curiosidad por conocer las de los otros? San Juan Crisóstomo dijo: “Es admirable que Dios no solamente nos perdona los pecados, sino los perdona sin obligarnos a revelarlos. Solamente constriñe a contárselos a él, a confesarlos a él”. Y comentando un Salmo, dijo: “Confesad, declarad vuestros pecados, pero a Dios solo que los perdona”.
En nombre de la moral cristiana y de las eternas doctrinas del Nuevo Testamento protestamos contra la confesión auricular, invento del enemigo destinado a esclavizar las conciencias y a tener sumergidas en el espanto a las almas por las cuales Cristo murió, y en su lugar colocamos la verdadera confesión, la que hace a Dios, y con el apóstol Juan decimos: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
Acudan las almas directamente al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Acójanse con fe y de todo corazón a los méritos del sacrificio consumado en la cruz del Calvario. Abandonen toda confianza en sí mismo y en un sacerdocio que no tiene cabida en la Iglesia de Cristo. El perdón no se consigue por medio de tal práctica falsa que el Señor nunca estableció; pero se consigue acudiendo al Señor mismo que, con los brazos abiertos, está esperando al pecador que quiere refugiarse en su seno para librarse de la ira venidera y vivir aquí en la tierra disfrutando de su santa comunión.