El trabajo cotidiano constituye, por muy diversos aspectos, una enseñanza continua para el cristiano, por penoso que nos pueda parecer, tanto si se trata de las tares de la mujer en la casa, o del hombre en la fábrica, taller, oficina o campo, si se cumple bajo la mirada de Dios. El trabajo no es el objeto de nuestra vida, sino el medio de subsistencia. Debe ser tranquilo: “Trabajando sosegadamente”; y efectuado con buen ánimo, no como quien lo hace para los hombres, sino para el Señor: “Porque a Cristo el Señor servís” (2 Tesalonicenses 3:12; Colosenses 3:24).
Es frecuente oír a personas que se quejan de su trabajo, como si fuera una carga insoportable. Aspiran a tener más tiempo libre y quisieran verse librados de los horarios fijos o de los determinados reglamentos, etc. Otras, parecen ejercer su tarea como si llevaran una cruz. Con todo, aunque fuera así, que nuestro trabajo fuera para nosotros como una cruz, no olvidemos que Dios puede emplearlo para formarnos, y que nada vale tanto para nuestra experiencia y progreso espiritual como el peso de una cruz.
Sí, querido lector cristiano, una vida llena de facilidad es de poco provecho espiritual para el creyente. Aceptemos nuestro trabajo con paciencia, aunque sea penoso y fastidioso, y hagámoslo todo para el Señor, lo cual significa hacerlo lo mejor posible. Este será el medio de dar testimonio como cristianos, cumpliéndolo con gozo y de buena voluntad (Efesios 6:7), guardando nuestro espíritu y nuestro corazón ocupados en Aquel a quien servimos, aun pareciendo servir a los hombres, y aunque nos parezca que tengamos motivos para quejarnos de ellos.