Hace años que dos jóvenes polacos, aburridos de la idolatría y ceremonias inútiles de la iglesia de su país, la abandonaron, embarcándose por el mismo tiempo para los Estados Unidos.
Uno de estos dos jóvenes tropezó con un cristiano que le dio unos libritos evangélicos, por los cuales llegó a recibir una gran bendición en su alma. Deseando obtener más conocimiento del Evangelio, compró una Biblia, y por su lectura vino en conocimiento de que la salvación de Dios es de balde para todo aquel que la quiera, por medio de la obra consumada en la cruz.
El joven puso plena confianza en Cristo como su Salvador, llenándosele el corazón de paz y gozo, y enseguida comenzó a anunciar las buenas nuevas entre sus paisanos.
Este joven permaneció en los Estados Unidos y llegó a ser un obrero fiel del Señor entre los polacos que hay en aquel país.
Y ¿Qué se hizo del otro joven? Pues también tropezó con un sujeto, pero de diferente carácter, que le dio unos folletos, los cuales llegaron a serle una maldición. Le inocularon el veneno del anarquismo y le llenaron de un odio profundo contra el nombre de Dios, contra Cristo, contra la Biblia y de todo lo que fuera espiritual. Este hombre se llamaba León Czolgosz, y llegó a ser el asesino de William McKinley, presidente de los Estados Unidos.
¡Qué fines tan diferentes, aunque en sus principios tan parecidos, tuvieron los caminos de los dos jóvenes! El camino del primero le condujo a una vida de gozo y paz y utilidad en el servicio de Cristo, y le ha llevado a la gloria celestial. La senda del segundo le condujo a una vida de amargura y tristeza, al crimen del asesinato, y a la condenación y muerte de un reo.
Ahora bien, ¿Qué fue lo que hizo tan diferentes los caminos de los dos jóvenes? El Evangelio de Dios fue lo que hizo tan grande diferencia. Ambos jóvenes empezaron buscando mayor conocimiento. Los brillantes rayos del sol de la divina gracia alumbraron al uno, y llegó a conocer al Salvador de los pecadores, confió en él para obtener el perdón y lo consiguió por su preciosa sangre.
Sobre el camino del otro se acumularon las negras nubes del pecado y del ateísmo. No tuvo para sus oídos ningún encanto la dulce historia del amor de Dios. No se despertó en su corazón empedernido ningún deseo hacia un Salvador. Lleno de odio contra otros, no aprendió a aborrecerse a sí mismo para confesar su pecado a los pies de Cristo.
Y con respecto a este mismo Evangelio, ¿cuál es tu actitud, querido lector? Aceptando el Evangelio se transforma la vida, se salva el alma, se desahoga la conciencia, se alegra el corazón y se ilumina el porvenir. Desechando o descuidando el Evangelio se hace amarga la vida, se queda en peligro terrible el alma, se endurece el corazón, se cauteriza la conciencia y se extiende una oscura niebla sobre el horizonte del porvenir.
¿No es de suma importancia, pues, la pregunta: ¿Cuál es la actitud del lector con respecto al Evangelio?
Quizás se pregunte: Y, ¿qué es el Evangelio? El Evangelio es la buena nueva de la gracia de Dios. Su tema es Cristo, el Hijo de Dios, porque es él que ha traído la gracia de Dios al mundo. El Evangelio nos dice que él se entregó a la muerte de cruz a fin de que Dios, aunque es justo, pudiera salvar y bendecir a todo pecador que crea en él. El pecador que cree en Cristo y acude a él por la fe, puede decir: ¡Soy salvo! ¡Soy perdonado! ¡He llegado a ser un hijo de Dios! ¡Estoy ahora en el camino que me lleva al cielo!
¡Qué Dios haga que cada lector de este folleto reciba estas buenas nuevas en su corazón!