Durante la guerra Franco-Prusiana y bajo al mando del Príncipe Federico, que más tarde llegó a ser emperador de Alemania, hubo un soldado que desobedeció las ordenes muy estrictas de la disciplina militar y a quién, por consiguiente, el consejo de guerra decidió fusilar. La angustia del condenado era muy grande, y al aproximar la hora de la ejecución, le mandaron el capellán. Este le habló diciendo: –¿Está usted dispuesto a morir?
–No, –replicó el prisionero– no lo estoy; pero no me aflige tanto esto como pensar en mi esposa y niños, en su tristeza, en su provenir, en la manera que les dejo, y en los años de pena y pobreza por los que tendrán que pasar. ¡No me queda tiempo para pensar en mi alma! ¡Estoy desesperado!
Había en el regimiento un hombre cristiano que se enteró de esto y, lleno de compasión, se dirigió al soldado diciéndole:
–Oye lo que voy a hacer. No tengo, ni esposa, ni hijos que me lloren, y como soy entrado en años no me importa morir, y porque soy ya salvo me alegraré al dejar esta vida para estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.
Habló al comandante y al capellán, que estaban muy conmovidos. Pero no pudiendo ellos decir nada, apelaron al general. Este apenas podía creerlo y le dijo: –¿Es verdad que usted quiere morir en lugar del reo?
-Sí, –contestó el buen compañero– sí que quiero; mi pobre amigo no está preparado para morir, y si muriese perdería su alma. Yo puedo morir en su lugar, puesto que para mí la muerte no es más que la entrada en la gloria, y además mis amigos pueden pasarse sin mí.
El general estaba perplejo, porque hasta entonces no se había presentado un caso semejante, y no podía autorizar la sustitución. Así, le dejó por unos cuantos días para presentar la cuestión al príncipe heredero. Este era un hombre verdaderamente noble. Se conmovió grandemente al oír la proposición y dijo: –Mi valiente amigo, no tengo autoridad para quitar la vida de un hombre inocente. Pero la tengo para perdonar, y en recompensa a usted, yo perdonaré la vida a este hombre; acepto su vida como si hubiese sido dada; vaya usted a decírselo al condenado.
Hay un versículo que dice: “El alma que pecare, esa morirá”. Nosotros también hemos infringido la ley divina como aquel soldado, y la paga de nuestra transgresión es muerte eterna. La voluntad de Dios es que ninguno perezca. Sin embargo, su misma justicia y santidad demandan que sea castigado el pecador. Entonces vino el Señor Jesús, que conoció el amor divino y se ofreció como sacrificio sobre el altar.
El príncipe heredero perdonó la vida de ambos solados, pero Dios no perdonó a su propio Hijo, a causa de su gran justicia, sino que permitió que fuese quebrantado y humillado hasta la muerte de cruz. El fue castigado para que nosotros tuviésemos paz, perdón y vida eterna.