Estaba un incrédulo pronunciando un discurso ante una concurrencia numerosa. Se esforzaba por persuadir a sus oyentes que no hay Dios, ni demonio, cielo ni infierno, resurrección, juicio ni vida venidera. “Echen de ustedes”, dijo él, “sus Biblias, ni tampoco escuchen lo que les dicen los ministros”. A todos recomendaba el deber de adoptar lo que llaman el libre pensamiento y de libertarse de todos esos cuentos de viejas, como él lo había hecho.
De repente se le acercó una pobre anciana. Abriéndose paso por entre los oyentes, y situándose delante de él, le miró en la cara y le preguntó: “Caballero, ¿es usted feliz?” el orador le miró con desdén y no se dignó darle una contestación. “Caballero”, repitió ésta, “exijo que usted conteste a mi pregunta: ¿es usted feliz? Usted quiere que arrojemos nuestras Biblias; nos aconseja no creer tampoco lo que los ministros de Cristo nos dicen de él; usted nos manda adoptar sus opiniones propias e imitarle. Ahora bien, antes de emprender este camino, tenemos el derecho de saber que ventaja nos reportará. “¿Se siente usted verdaderamente feliz?”.
Así tomado de incrédulo, el orador trató de dar contestación a la pregunta de la anciana. Tartamudeando y mal de su grado, trató de explicar su opinión, aduciendo al recurso de escurrir el bulto de dar rodeos. “No he venido”, dijo “a hacerles un sermón sobre la felicidad”. Pero no le sirvió; pues la anciana seguía insistiendo en que contestase su pregunta. Confuso y avergonzado, se retiró a hurtadillas como pudo el orador. Su conciencia no le permitió dar la respuesta que hubiese deseado, y tuvo que confesar a sí mismo que no poseía la felicidad.
Querido lector mío, ¿es usted feliz de veras?
El preso salta de alegría cuando se le lee el documento auténtico de su indulto, y cuánta ha de ser la felicidad de un alma cautiva del pecado cuando puede cantar: “¡Libre estoy, libre estoy, por la sangre de Jesús, libre estoy!”.
No tiene limites el gozo del deudor insolvente cuando tiene la seguridad de que su deuda ha sido pagada por completo; y ¿cuál será el gozo de usted cuando llegue a conocer que Cristo pagó toda su inmensa deuda de pecado? “Todo fue pagado ya. Nada debo yo. Salvación perfecta da, quien por mí murió”.
El esclavo libertado se arroja a los pies del bienhechor que ha quebrado sus cadenas; y ¿no se alegrará aquel que sepa que es rescatado por el precio que el Señor Jesús pagó en el Gólgota, con gozo inefable y glorioso?
Querido lector, si usted no conoce a Cristo como Salvador, usted es un preso, un deudor insolvente o un esclavo, y bien sabe usted que no es feliz de veraz. ¿Quiere usted experimentar lo que es la felicidad verdadera? Acérquese ahora mismo al Salvador con fe sencilla en la virtud de su muerte para limpiarle de todo pecado, y pronto ya exclamará usted conmigo:
Grande gozo hay en mi alma hoy,
Porque Cristo me salvó:
Las cadenas rotas están,
Jesús me libertó.