¡Es una solemne página de la historia de Israel! En otro tiempo Jehová había escogido para sí una morada en medio de su pueblo (Deuteronomio 12:5). Había venido a ocuparla en gracia para felicidad de los suyos, pero ellos eran responsables de mantener en ella la santidad que conviene a su casa (Salmo 93:5). Mas en ese santo templo –como suprema provocación– se habían dado cita las peores abominaciones. Sí, Israel había hecho todo lo necesario para alejar a Jehová de su santuario (cap. 8:6). Por eso ¡ahora Dios se va!, pero véase con qué conmovedora lentitud lo hace, por etapas, para hacernos sentir toda la tristeza que le produce esa partida y como para decirle a Israel: ¿No me retendrás?
En primer lugar, la gloria se queda en el umbral del santuario (v. 4; cap. 9:3). Luego se eleva y se detiene todavía en la puerta oriental de la casa de Jehová, como si no pudiese decidirse a dejarla (v. 19).
Creyentes, no olvidemos que somos el templo de Dios y que su Espíritu habita en nosotros (1 Corintios 3:16-17). Si ese templo (nuestro corazón) llega a estar lleno de ídolos, el Espíritu, entristecido, no obrará más, la comunión con Dios se interrumpirá. Él es un “Dios celoso” que no puede soportar que se le quiera hacer compartir nuestro afecto (2 Corintios 6:15).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"