Jehová da una señal a Jerusalén. Se trata de un cinto con el cual Jeremías debe hacer lo siguiente: primero, ceñírselo sin lavarlo jamás; luego, esconderlo junto al Eufrates –a más de 400 kilómetros de distancia–; y finalmente, volver allí a recuperarlo para comprobar entonces que ya no sirve para nada. Luego le explica su significado espiritual. El cinto es un adorno; tiene su lugar cerca del corazón; además, formaba parte de la vestimenta de los sacerdotes (Éxodo 28:40); y Jeremías era uno de ellos. De ese modo, Dios había adherido estrechamente a sí mismo a ese pueblo que debía realzar Su gloria y servirle. Pero el orgullo y el culto de los ídolos habían vuelto a Jerusalén y a Judá tan inmundos e inútiles como un cinto podrido. Como este serían transportados a las orillas del Eufrates, a Babilonia (final del v. 19), a menos que se humillasen, tal como los más prominentes –el rey y la reina– son invitados a hacerlo como ejemplo. El versículo 23 nos recuerda que el pecado marca al hombre de manera indeleble. No podemos deshacernos de él así como un etíope no está en condiciones de aclarar su piel o un leopardo de borrar sus manchas.
Por la virtud de la sangre de Cristo, Dios puede quitar los pecados y dar un corazón nuevo.
Es precisamente lo que le ocurrió a un etíope cuya conversión nos cuenta el capítulo 8 de los Hechos.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"