Bajo el reinado de Josías, el sacerdote Hilcías (algunos admiten que era el padre de Jeremías: véase cap. 1:1) había encontrado de nuevo el libro de la ley en el transcurso de la restauración del templo (2 Crónicas 34:14). Este libro incluía el Deuteronomio, en cuyo temible capítulo 28 (véase en particular el v. 64) eran anunciadas todas las consecuencias de la inobservancia del pacto. Asustado, Josías se había apresurado a renovar ese pacto en nombre del pueblo (2 Reyes 22:8 y sig.; 23:1-3). Nuestro capítulo muestra cómo el mismo fue violado cada vez más. “Y no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:16, al final). Desde entonces, Dios cierra sus oídos a las oraciones y manda al profeta que no interceda más por el pueblo (v. 14; cap. 7:16).
Jeremías es el representante de un fiel remanente perseguido, pero a través de él evocamos al Cordero lleno de dulzura, objeto de conspiraciones para destruirle “con su fruto”,
Para que no haya más memoria de su nombre
(v. 19; comp. Génesis 37:18; Lucas 10:3).
Tal era el vano propósito de los hombres y el de Satanás, quien los inspiraba. Porque el invariable pensamiento de Dios es que el hermoso nombre de Jesús sea honrado para siempre (Filipenses 2:9). Y respondemos a ello cada vez que comemos el pan y bebemos la copa en memoria de él (1 Corintios 11:25-26).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"