Filemón

Estudio sobre la epístola a

Tity y Filemon

EL AMOR EN EJERCICIO EN LA VIDA DIARIA

Si estudiamos la epístola de Judas, veremos que, de todas las epístolas del Nuevo Testamento, ninguna tiene una aplicación más amplia que aquélla, ya que va dirigida, no a cristianos llegados a un cierto grado de madurez, sino a todos los llamados en general, a todos los que pertenecen al Señor. La epístola a Filemón es, en este aspecto, la contrapartida de la de Judas. No hay en el Nuevo Testamento otra epístola que sea tan individual. No quiero decir que vaya dirigida a un individuo, ya que los tres primeros versículos nos prueban lo contrario, sino que esta epístola contiene exhortaciones totalmente individuales que no conciernen más que a una sola persona: Filemón.

Al considerar las diversas epístolas individuales del Nuevo Testamento podremos convencernos de lo que acabamos de afirmar. Las epístolas a Timoteo van dirigidas a un individuo. En la primera, el apóstol recomienda a su querido compañero de obra no sólo una cierta conducta personal, sino también la conducta que incumbe a todos los cristianos en la casa de Dios que es la Iglesia del Dios vivo. La segunda epístola forma el complemento de la primera, ya que considera a la casa de Dios en un estado de desorden y el apóstol da a Timoteo instrucciones para que, sea él, sean los creyentes, sepan lo que tienen que hacer o guardar, de lo que tienen que separarse y a lo que tienen que unirse en estos tiempos peligrosos.

En la epístola a Tito encontramos algo parecido: el apóstol se dirige al individuo, pero en relación con el orden y la santa doctrina entre los creyentes. Su objetivo es, pues, el conjunto de la Iglesia.

Tenemos aún las dos pequeñas epístolas de Juan (la segunda y la tercera). Van dirigidas a individuos; la segunda a una mujer, para que sepa a quiénes deben rechazar –ella y sus hijos– en medio de la confusión introducida en la Iglesia. El propósito tiene, pues, un alcance general. La ruina era evidente; había necesidad de que cada uno supiera de qué tenía que separarse. No se trataba solamente de mantener la sana doctrina, sino de evitar a los hombres que abandonaban la verdad. De la misma manera, en la tercera epístola, dirigida a Gayo, el propósito es general. Gayo tenía que saber a quién debía recibirse, en medio del desorden reinante, y más aun, como en la segunda epístola, a quién había que rechazar. El propósito de estas dos epístolas, como también el de la segunda a Timoteo, es, pues, la conducta de uno o varios cristianos, en medio de la cristiandad, la cual, desde el punto de vista de su responsabilidad, es una iglesia en ruinas.

En la epístola a Filemón no encontramos nada parecido; no se hace ninguna mención a la influencia que éste pudiera ejercer a su alrededor. Aquí se trata de circunstancias absolutamente individuales y que parecen no contener mucha instrucción para un lector superficial. El tema es un acontecimiento que no se ha presentado en el transcurso de nuestra existencia. Sin embargo, este hecho particular es empleado por el Espíritu de Dios para darnos a conocer verdades de mucha importancia en cuanto a nuestra vida y conducta personal.

He aquí el hecho: Filemón tenía un esclavo, Onésimo, que había huido de su casa, probablemente llevándose algo y tomando, como se suele decir, un préstamo forzoso. Onésimo se había refugiado en Roma, donde, al relacionarse con el apóstol Pablo, prisionero, había sido convertido, llegando a ser más tarde su compañero y leal siervo durante su cautividad. Ahora, Pablo lo devolvía a su amo. Ésta es toda la historia. ¿Valía la pena que el Espíritu Santo nos conservase esta epístola sobre un hecho tan particular? Bien, queridos amigos, si no tuviéramos la epístola a Filemón, precisamente sobre las circunstancias ordinarias de la vida nos faltarían enseñanzas. ¿Cómo vivir según Cristo los acontecimientos de la familia, de la casa, la existencia ordinaria de cada día? Salvo esta epístola, no encontramos otra, en el Nuevo Testamento, que tenga este único propósito; de ahí su inmenso valor.

Leamos las otras epístolas; todas nos presentan, al mismo tiempo que la persona y la obra de Cristo como su fundamento, también grandes doctrinas sobre las cuales está edificada nuestra fe, así como cuáles serían las consecuencias del abandono de estas verdades. Tenemos epístolas, como la dirigida a los romanos, que presentan la justificación del pecador y la liberación del creyente; otras, como las dirigidas a los corintios, que presentan la organización de la Asamblea de Cristo y el ministerio; la carta a los efesios, la que nos habla de la posición de la Asamblea en Cristo en los lugares celestiales y de la unidad de su cuerpo aquí en la tierra; la epístola a los colosenses, la que tiene por tema la Cabeza resucitada de la Asamblea y que conduce nuestros corazones y nuestros pensamientos hacia el Cristo, escondido en el cielo en Dios; las enviadas a los tesalonicenses, las cuales nos hablan de la segunda venida del Señor. Sin terminar esta enumeración, podríamos decir que las epístolas nos presentan sea la persona de Cristo, sea los grandes principios de la verdad que se desprenden de su obra y las exhortaciones de que son la consecuencia de ellos.

En la epístola a Filemón no encontramos nada parecido: sólo circunstancias de un día, un hecho ocasional; pero, en medio de estas circunstancias, vemos la vida de Dios que se manifiesta, una vida de amor práctico que se desarrolla mucho más maravillosamente que los acontecimientos, los cuales en apariencia tienen una importancia pasajera.

¿No tenemos precisamente necesidad de esto? Normalmente, en nuestras vidas tenemos que enfrentarnos mucho más con las pequeñas cosas que con las grandes. Con mucha frecuencia debemos mostrar el carácter de Cristo en las dificultades diarias, ocurridas para irritarnos, o para indignarnos contra aquellos que nos hacen sufrir injustamente, por lo cual tenemos necesidad de conocer el secreto para poder vivir según Cristo en estas circunstancias en las cuales el corazón es a menudo ofendido y los afectos heridos y rechazados.

Lo que se nos dice de Filemón nos lo muestra como un hombre muy piadoso, y no podemos dudar que no haya ejercido, por gracia, una influencia cristiana a su alrededor, pues su casa había llegado a ser el lugar de reunión de la asamblea local. Se desvivía por los demás y los corazones de los santos se veían reconfortados continuamente por su devoción hacia todos. Podemos comprender que tal hombre, al ver que uno de sus esclavos –a quien sin duda había testimoniado tanta solicitud como a los otros– huía de su casa, causándole daño por alguna infidelidad, podemos comprender, repito, que su corazón estuviese lleno de indignación. Estos sentimientos pueden ser legítimos, pero, ¿existe en estas circunstancias un medio para mostrar el verdadero carácter de Cristo?

Observemos primeramente que, cuando se trata del perjuicio de nuestros intereses, nos dejamos llevar mucho más por los sentimientos de irritación que cuando la misma falta ha sido cometida en perjuicio de otros. ¿No es verdad que, durante meses, años quizás, nos acordamos del daño que nos han causado, en lugar de borrar todo resentimiento de nuestra memoria, y que este resentimiento se muestre incluso en relación con nuestros hermanos y hermanas en Cristo?

Tenemos, pues, necesidad de la epístola a Filemón para saber cómo podemos ser liberados de pensamientos amargos o indignos del Señor. Bien, queridos lectores, que Dios nos permita leer esta epístola con oración, para poder extraer de ella el secreto de cómo debe ser nuestra vida cristiana individual y diaria.

Este secreto, apresurémonos a decirlo, es simplemente el amor.

Remitentes y destinatarios

Sí, la epístola a Filemón está llena de amor del principio al fin. El amor nos es mostrado en todas sus facetas.

Consideremos a Pablo en primer lugar. Pablo era un apóstol y, como tal, tenía el derecho de mandar. Poseía una autoridad, conferida por el Señor, merced a la cual podía decir: “Quiero que esto sea así y no de otra manera”; y los cristianos debían someterse a su palabra. En el caso de Filemón, hubiera podido prevalerse de esa autoridad para exigir que Onésimo volviese a ser admitido. ¿Qué hace? ¿Se sirve de sus derechos? ¿Se presenta en su dignidad de apóstol para hacerse obedecer? No, él es “Pablo, prisionero de Jesucristo” (v. 1), y más adelante (v. 9): “Pablo ya anciano”. Da muestra de su dependencia, de su debilidad. Un prisionero, cargado de cadenas, un anciano, no puede reivindicar su poder. Además, este anciano estaba debilitado prematuramente (ya que tenía apenas sesenta años en el momento de su muerte) a causa de sus innumerables sufrimientos por el Evangelio y como consecuencia de la solicitud que sentía cada día por todas las asambleas (lea 2 Corintios 11:23-28). Si Pablo, en lugar de presentarse en su debilidad, hubiera impuesto una obligación a Filemón, toda la enseñanza de esta epístola se hubiera perdido. En lugar de esto, él toma por amor el último lugar.

Versículos 1-2: “Pablo, prisionero de Jesucristo, y el hermano Timoteo, al amado Filemón, colaborador nuestro, y a la amada hermana Apia, y a Arquipo nuestro compañero de milicia, y a la iglesia que está en tu casa”.                                                                                 

Aquí Pablo se asocia, como en otras epístolas, al “hermano Timoteo”, el cual también tenía autoridad para actuar como delegado del apóstol, pero aquí se encuentra ligado, como simple hermano, al apóstol prisionero. Después invoca la comunión cristiana para producir en Filemón todos los frutos de la gracia. Reúne, por así decirlo, a todos los santos de la casa de Filemón, incluida Apia, su mujer, y los une unos a otros. Arquipo, “compañero de milicia” del apóstol, probablemente obraba en la asamblea. El término de “colaborador” dado a Filemón y a otros (v. 24), es más general. Cada cristiano que se preocupaba por la obra del Señor, aun aquellos que sólo podían combatir por ella mediante sus oraciones, era un compañero de obra del apóstol. Nosotros podemos serlo también, preocuparnos por los mismos intereses que Pablo, presentar a Dios, como él, las necesidades de las almas, tomar parte en el Evangelio como él. Tales son los que el apóstol asocia a Filemón en su saludo, para dirigirse seguidamente y de una forma directa a aquel que es el jefe de familia.

El amor cristiano por todos los santos

Hemos visto que esta carta, si bien se dirige a varias personas, tiene un carácter eminentemente individual, ya que trata de la prosperidad personal de los santos, de la manera en que deben rendir testimonio y que debe dominar toda su vida cristiana, todo lo cual como ya queda dicho, puede lograrse por medio del amor. El apóstol empieza por éste cuando se dirige a Filemón:

Versículos 3-5: “Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Doy gracias a mi Dios, haciendo siempre memoria de ti en mis oraciones, porque oigo del amor y de la fe que tienes hacia el Señor Jesús, y para con todos los santos”.

Estaba lleno de reconocimiento hacia Dios, porque, cuando pensaba en Filemón, podía dar gracias de que el amor obrase en su corazón. Este amor por todos los santos, ¿no es lo importante que somos llamados a volver a encontrar en el día de hoy? ¿O será tal vez lo que nos caracteriza aún en medio del estado miserable en el cual ha caído, en nuestros días, el testimonio de Dios? ¿El apóstol podría aún dar gracias a su Dios al conocer el amor que está en cada uno de nosotros?

Un punto importante, que vemos repetirse uniformemente en las epístolas, es que el apóstol, en vez de considerar los defectos de los cristianos, piensa siempre en primer lugar en lo que hay de bueno en ellos. Les previene, les reprende de parte de Dios, pero nunca empieza una epístola con exhortaciones. Aun cuando le era necesario subrayar una cantidad muy grande de desórdenes que tenían lugar en Corinto, en la asamblea de Dios, cuando no podía decir: “Doy gracias a Dios por lo fieles que sois”, dice: “Gracias doy a Dios… que nada os falta en ningún don”. En nuestra carta, como en todas las otras ocasiones, reconoce lo que la gracia ha obrado y lo que Filemón es para el Señor. Da gracias porque ha encontrado en este fiel discípulo una cualidad predominante y que le distingue de los demás. Esta cualidad es el amor:                                                                               

Versículo 5: “Oigo del amor y de la fe que tienes hacia el Señor Jesús, y para con todos los santos”.

¿Por qué este amor hacia todos los santos era tan vivo en Filemón? Porque era la consecuencia de la fe y del amor que tenía hacia el Señor Jesús. Esta fe, que es la porción de todo cristiano, no es aquí, como en la epístola de Judas, la doctrina cristiana, sino lo que la gracia ha puesto en su corazón para asir a Cristo, ese don que permite al alma adueñarse del objeto que Dios coloca ante ella. Pero la fe de Filemón le había conducido de entrada al centro del amor. Esta fe no era, como para tantos creyentes, una fe que responde únicamente a las necesidades del pecador que acepta a Jesús como su Salvador. Su fe había captado la misma esencia divina, el amor en la persona de Cristo. Filemón, al seguir la dirección de su fe y remontarse al amor de Cristo, lo había recibido en su corazón por medio del Espíritu Santo, y de allí, este amor se había derramado sobre todos aquellos que pertenecían al Señor. Tal es el secreto de nuestra vida cristiana individual “Oigo del amor y de la fe que tienes hacia el Señor Jesús, y para con todos los santos”.

¡Del amor para con todos los santos! De todo corazón quisiera, queridos amigos, que en este momento dejáramos de lado las doctrinas, pues esta epístola no contiene ninguna; que tampoco nos detuviéramos a considerar nuestro testimonio colectivo, ya que otras partes de la Palabra nos hablan muy a menudo de él, sino que deseo que esta epístola produzca, en cada uno de nosotros, el amor práctico que corresponde a los pensamientos de Dios; y si, al leerla, este efecto moral no se produjera en nuestros corazones, nos sería inútil continuar con la lectura.

El amor de Filemón se dirige a todos los santos. Cuando se trata de nuestras relaciones personales entre nosotros, me pregunto: ¿Hay uno solo de nuestros hermanos que no tenga una parte igual de afecto en nuestros corazones? ¿O acaso estos corazones contienen desconfianza, frialdad, amargura, resentimientos o animosidad contra los miembros de la familia de Dios? ¿O pensamos quizá que lo que nos caracteriza es un amor que deriva de la fe en Cristo y que desborda hacia todos los santos, o solamente hacia aquellos que se reúnen con nosotros? Por parte de Cristo, cada uno de nosotros es objeto del mismo amor, inmutable y perfecto. ¿Hemos sacado nuestro amor de esta fuente? Respondamos como si nos encontráramos delante de Dios y, si no obramos así, humillémonos delante de él, para que su gracia pueda remediar nuestro estado.

Pero el amor de Filemón no iba dirigido solamente a aquellos que habitaban en su casa o a sus conocidos; era mucho más vasto, pues se extendía a todos los santos, sin excluir a ninguno. Este amor lo había obtenido de la fuente: el corazón de Cristo. Desde aquel momento su corazón, como el de su Maestro, podía recorrer el mundo entero y extenderse hasta doquier hubiera santos.

El apóstol no habla aquí del amor que se dirige a los pecadores para anunciarles el Evangelio. De éste, dice en otra parte: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Corintios 5:14), pero aquí, se trata de los santos. Desgraciadamente, este amor entre los cristianos se ha enfriado de tal manera que hoy no quieren oír hablar más que del amor que lleva a los hombres las buenas nuevas de salvación. No conocen más que las simpatías naturales que les unen a los miembros de las sectas que ellos mismos han formado, y cuando sus corazones cristianos ocasionalmente procuran traspasar estos límites, vuelven pronto atrás, llevados por prejuicios sectarios que tienen más poder sobre ellos que la libertad del Espíritu.

El amor de los santos y el amor por los pecadores, lejos de estorbarse el uno al otro, deberían andar juntos. La Asamblea o Iglesia de Dios que encontramos en todas las epístolas de Pablo, era el gran tema de la solicitud del apóstol. Cuando anunciaba el Evangelio, aun corriendo peligros y padeciendo sufrimientos de toda clase, su corazón se gozaba profundamente en vez de entristecerse y, si él sembraba con lágrimas, cosechaba con cantos de triunfo (véase Salmo 126:5-6). Pero, cuando se trataba de la Iglesia, su corazón sufría. La preocupación por todas las asambleas le asediaba todos los días. Si llegaba a su conocimiento que los santos, en cualquier lugar que fuera, andaban según los pensamientos de Cristo, se arrodillaba y daba gracias; si estaban en peligro o andaban mal, se ponía de rodillas de nuevo, pero llorando, y combatía por ellos con sus oraciones.

Nosotros tenemos que imitar su ejemplo, pero, ¿no hemos de reconocer con humillación que nuestra comunión con Cristo, en su amor para con todos los santos, está muy lejos de la de Filemón? ¿Debemos limitarnos a esta comprobación? No, este amor, si se ha perdido en la Iglesia, considerada como un todo, puede ser reencontrado individualmente después de un profundo juicio de nosotros mismos. Un corazón quebrantado, que tiene necesidad de misericordia, está listo para comprender y apreciar las riquezas del amor de Cristo para manifestarlas a continuación.

Versículo 6: “Para que la participación (comunión) de tu fe sea eficaz en el conocimiento de todo el bien que está en vosotros por Cristo Jesús”.

Filemón estaba en continua comunión de fe con Pablo. La fe era el punto de partida de los dos; por ella, tenían un común objeto. Filemón encontraba en Pablo un corazón íntegramente para Cristo Jesús. Aquí está el secreto del amor fraternal; procede de la comunión que tenemos con Cristo. Por otra parte, el apóstol reconocía que el gran corazón de Filemón abarcaba a todos los santos, y añade:

Versículo 7: “Pues tenemos gran gozo y consolación en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos”.

Observemos una vez más el papel que el amor desempeña en esta epístola. El resultado de la actividad de Filemón en el amor, es que los corazones de los santos, su ser más íntimo, eran confortados. Queridos amigos, ¿nuestro amor tiene este carácter? ¿Sembramos a nuestro paso, renunciando completamente a nosotros mismos, en una total devoción hacia los hijos de Dios, este perfume del amor de Cristo que vivifica, reanima, refrigera las almas de todos nuestros hermanos? ¿El apóstol podría decir de cada unos de nosotros ?

Los corazones de los santos son confortados por ti, hermano (v.7).

¡Hermano! Cuánto me gusta esta palabra dulce y tierna, que expresa tan bien el vínculo vital que nos une en Cristo, que muestra nuestro origen y nuestra meta común; término tanto más íntimo aquí cuanto no va acompañado, como en otros lugares, del adjetivo “amado” para hacerlo resaltar. Comprendo, por medio de esta sencilla palabra, todo lo que había de profundo en los sentimientos del corazón del apóstol hacia Filemón

Tema principal de la carta a Filemón

Versículos 8-9: “Por lo cual, aunque tengo mucha libertad en Cristo para mandarte lo que conviene, más bien te ruego por amor, siendo como soy, Pablo ya anciano, y ahora además prisionero de Jesucristo…”

Nos encontramos aquí ante dos principios. Los dos pueden producir obediencia. El primero es la autoridad. Los padres y las madres lo saben bien, ya que por este principio obligan a sus hijos a obedecer. El apóstol tenía, como lo hemos visto anteriormente, una autoridad que le daba el derecho de exigir la obediencia de los cristianos. Era perfectamente libre de utilizar este derecho en el caso de Filemón. Pero lo abandona para dar paso al amor. Si hubiese mandado a Filemón que recibiera a su esclavo fugitivo, no habría permitido que los sentimientos del corazón de su hermano se manifestasen. Este último hubiera obedecido, sin duda, pero esta obediencia no habría podido cambiar el resentimiento que posiblemente tenía hacia su esclavo ingrato e infiel.

El segundo principio que produce la obediencia es el amor. Filemón, como lo hemos visto, lo conocía y lo practicaba, pero el apóstol le compromete aquí a estar de acuerdo con sus propios sentimientos, en la dificultad actual. “Te ruego por amor…”. No hay nada como el amor para producir en los hijos de Dios una conducta conforme a los sentimientos de Cristo. Si, por su propia naturaleza, la autoridad toma siempre el primer lugar, el amor ocupa siempre el último. Pablo ruega a Filemón. Él, el gran apóstol de los gentiles, revestido de la dignidad de un enviado de Dios, él, cuya vida había glorificado a Cristo, por lo cual era digno de veneración y respeto, acude a Filemón con súplica. “Más bien te ruego por amor” –dice– “siendo como soy, Pablo ya anciano, y ahora, además, prisionero de Jesucristo” (v. 9). No un apóstol, sino un anciano, un prisionero. Por un anciano se siente piedad, se desea servirle de sostén. Por un prisionero se siente pena, si bien Pablo no se estimaba prisionero de los hombres, sino de Jesucristo. El apóstol olvida su dignidad, se humilla por amor a los pies de Filemón, y no obstante toda su epístola es un socorro, una ayuda que concede a este querido siervo de Dios. Tal es el carácter por medio del cual podemos ganar los corazones de nuestros hermanos y hacerles capaces de ser la imagen de Cristo aquí en la tierra, produciendo en ellos sentimientos que estén de acuerdo con Aquel que es manso y humilde de corazón (Mateo 11:29-30).

Súplica a favor de Onésimo

El apóstol llega ahora a su súplica en relación con Onésimo. Aquí, os sorprenderéis, como yo, de un pasaje del Deuteronomio: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere a ti de su amo. Morará contigo… en el lugar que escogiere en alguna de tus ciudades, donde a bien tuviere; no le oprimirás” (Deuteronomio 23:15-16).

El apóstol hace aquí totalmente lo contrario de lo que la ley ordenaba. Onésimo era un esclavo fugitivo que se había refugiado en casa de Pablo. La ley mandaba, en estas circunstancias que el esclavo permaneciese en casa de aquel que le había recibido, porque, estableciendo que el corazón del hombre era malvado, no quería permitir una ocasión de venganza a las pasiones e instintos crueles del amo. Pero aquí, el apóstol dice: “El cual vuelvo a enviarte”. ¿Por qué esta contradicción?

Con el reinado de la gracia todo había cambiado. La ley, lo contrario de la gracia, no podía suponer una nueva naturaleza y el amor de Dios vertido en el corazón del hombre por medio del Espíritu Santo. Bajo la gracia, todas la relaciones tomaban otro carácter. La vida nueva, en el cristiano, conocía y podía practicar el amor. El apóstol mismo, tan lleno de amor, había podido comprobarlo en Onésimo, el esclavo convertido, quien se había consagrado enteramente a él; lo conocía en la conducta de Filemón, cuyo amor había confortado los corazones de los santos. Por medio de la vida divina se había establecido un vínculo entre el apóstol, Filemón y Onésimo. Pablo, pues, podía contar con este amor en los demás, pues su amor estaba lleno de confianza: todo lo creía, todo lo esperaba (1 Corintios 13:4-7). ¿Cómo poner en duda el amor en el corazón de Filemón? ¿Cómo no obrar según ese principio, y ya no según la ley, con este fiel servidor de los santos?

      Versículos 10-11: “Te ruego por mi hijo Onésimo (significa provechoso), a quien engendré en mis prisiones, el cual en otro tiempo te fue inútil, pero ahora a ti y a mí nos es útil” y también en el versículo 20: “Sí, hermano, tenga yo algún provecho de ti en el Señor”. 

El provecho que él quería obtener de Filemón era hacerle recibir a Onésimo, pero estaba tan seguro de su amor, que le dice: “El cual vuelvo a enviarte; tú, pues, recíbele como a mí mismo” (v. 12). Filemón había “confortado los corazones de los santos”, su amor trataba siempre de ayudarles, les había animado, alentado, ayudado en sus diversas necesidades. El apóstol no le pide lo mismo para él personalmente; no desea nada para sí mismo. Tenía necesidad de verse confortado, en la cárcel, por los testimonios de amor que recibía de diversas partes, pero cuán poco numerosos en suma, para aquel que había dedicado su vida a Cristo, a su obra y a sus rescatados; pero, cuando habla a Filemón, no piensa más que en Onésimo. Este esclavo, infiel y fugitivo, considerado por el mundo de entonces como un vil animal, salvo por las ventajas materiales que podían sacarse de él, le considera como sus propias entrañas, lo que había de más íntimo en sus afectos. Es que la fe había nacido en este corazón y el apóstol había sido el instrumento de esta conversión; es que Onésimo había venido a ser un hijo de Dios y un hijo de Pablo, el cual lo había engendrado en sus prisiones. Las relaciones materiales habían desaparecido para dejar paso a las espirituales. Onésimo era un hombre nuevo. Por eso, el apóstol puede decir: “Recíbele como a mí mismo” (v. 12) y más adelante: “Conforta mi corazón en el Señor” (v. 20), no dudando ni un instante de la obediencia de Filemón al llamado del amor (v. 21).

¿No es maravilloso poder asistir al desarrollo de los afectos cristianos en una alma? Aprendemos a conocerlos de una manera muy particular en esta epístola a Filemón. Que el Señor nos permita ver estos frutos de la vida divina los unos en los otros.

El apóstol dice a continuación:

Versículos 13-14: “Yo quisiera retenerle conmigo, para que en lugar tuyo me sirviese en mis prisiones por el evangelio; pero nada quise hacer sin tu consentimiento, para que tu favor no fuese como de necesidad, sino voluntario”.

¡Cómo prescinde de sí mismo, sin intentar mantener sus privilegios y su autoridad! Él, el gran apóstol, se sienta, por decirlo de alguna manera, a los pies de Filemón para escuchar su opinión. Así es la verdadera humildad. Para nosotros, que no tenemos nada de esta autoridad apostólica, humillarnos no debería ser cosa difícil. Pero el amor ocupa tal lugar en el corazón de Pablo que se humilla por debajo de Filemón, y hasta de Onésimo, esclavo indigno, para poder servir al uno y al otro. Sabe que, por coacción, uno es obligado a someterse, pero que por ella no se produce ningún ejercicio de corazón; y que el amor, al humillarse, sólo puede hacer brotar amor. Pablo quería que lo que proponía a Filemón no fuese fruto de la coacción, sino un acto de buena y libre voluntad hacia su esclavo fugitivo.

No hay esclavo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos

Versículos 15-16: “Porque quizás para esto se apartó de ti por algún tiempo, para que le recibieses para siempre; no ya como esclavo, sino como más que esclavo, como hermano amado, mayormente para mí, pero cuánto más para ti, tanto en la carne como en el Señor”.

De esta manera, a lo largo de toda esta carta vamos encontrando el amor. Pablo quiere que Filemón tenga a Onésimo para siempre, tanto en la carne como en el Señor. Había un vínculo según la carne entre un amo y su esclavo, porque este último formaba parte de la casa de su amo, pero ¿qué representaba esta unión comparada con la que hacía de Filemón y Onésimo hermanos en Cristo? El uno tenía que poseer al otro, no por un tiempo, sino para siempre. Dios había tenido un propósito: se había servido de la ingratitud y de la infidelidad de Onésimo hacia su buen amo, para ponerle en contacto con el Evangelio y convertirle, y ahora el apóstol lo devuelve a Filemón para que se formasen entre ellos nuevos lazos que no pudieran ser rotos ni por la muerte, lazos eternos.

Creo, queridos hermanos, que en nuestras relaciones mutuas olvidamos a menudo la importancia de estos lazos. Hermanos y hermanas en Cristo tienen relación sobre la base de la amistad según la carne, más bien que sobre la de la comunión, formada por el Espíritu Santo entre los miembros de la familia de Dios, entre los miembros del Cuerpo de Cristo. Tal cosa no debería ocurrir nunca, pero esto no significa, por supuesto, que si vemos a una alma que hace progresos en el amor, en la piedad, en la consagración a Cristo, en el conocimiento y la sumisión a la Palabra, nuestro corazón no pueda gustar, de una manera especial, la comunión con ella. Esto lo vemos en las relaciones del mismo Señor Jesús con sus discípulos; también lo vemos en esta carta. Pablo estaba unido de una manera particular a Filemón, porque era un hombre muy devoto y piadoso; pero tenemos que cuidarnos mucho, en la asamblea de Dios, contra los vínculos contraídos por una comunidad de gustos, de educación, de posición social, los cuales no deberíamos preferir sobre los lazos eternos en el Señor.

“Como hermano amado”. Este esclavo había llegado a ser, por medio de su conversión, el amado hermano de Filemón, objeto de un afecto especial, como él lo era de Pablo.

Versículo 17: “Así que, si me tienes por compañero, recíbele como a mí mismo”.

¡Qué palabras tan conmovedoras las del apóstol: “Si me tienes por compañero”! Él concede a Filemón el primer lugar, el lugar de dignidad en la asociación y pone tal precio a su afecto que toma voluntariamente la segunda posición. Además, le pide que reciba a su esclavo como a él mismo, el apóstol, sabiendo muy bien cómo Filemón le recibiría a él. Aprecia inmensamente el carácter producido por la gracia y por la vida de Dios en Onésimo, antes abyecto y degradado, y aprecia igualmente el carácter de Filemón.

Versículos 18-19 (primera parte): “Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta. Yo Pablo lo escribo de mi mano, yo te lo pagaré”.

En esto vemos que Pablo supone que Onésimo ha defraudado a Filemón, apropiándose de algo que pertenecía a su amo.

Estas palabras: “Lo escribo de mi mano”, son muy contundentes. Muy a menudo, el apóstol escribe de su propio puño saludos o toda una epístola, para garantizar y acreditar su contenido. Aquí asume ante Filemón la entera responsabilidad por los actos que Onésimo hubiera podido cometer. ¿No vemos aquí una figura del carácter de Cristo, quien asumió ante Dios la plena y entera responsabilidad por nuestros actos? Pagó nuestra deuda hasta el último céntimo. Tales sentimientos en el apóstol provenían de un corazón que estaba en comunión con el del Señor y que conocía el valor de su sacrificio en favor de los suyos. Vivía tan cerca del Salvador que era capaz de reproducir el Modelo. ¿No hacía lo mismo Esteban cuando, bajo los golpes de aquellos que le apedreaban, veía a Jesús y hablaba como él? El apóstol no quiere forzar a Filemón y no le impone nada, sabiendo que no faltará a su deber; por eso dice:

Versículos 19 (segunda parte) y 20-22: “Por no decirte que aun tú mismo te me debes también. Sí, hermano, tenga yo algún provecho de ti en el Señor; conforta mi corazón en el Señor. Te he escrito confiando en tu obediencia, sabiendo que harás aun más de lo que te digo. Prepárame también alojamiento; porque espero que por vuestras oraciones os seré concedido”.

Antes de terminar, queridos amigos, quisiera hacerles una pregunta: ¿Qué es lo que les hace pensar que Filemón obedeció a lo que el apóstol le escribió? Esta carta no nos informa nada sobre este punto, y no obstante ustedes responderán: “Nadie me lo ha dicho, pero lo sé”. ¿Por qué lo saben? ¿Por qué sacan ustedes esta conclusión? Es que tal certeza la tienen debido al amor y no tienen ninguna duda a este respecto. Es imposible, cuando ustedes ven a estos tres hombres (el apóstol con un corazón ardiente de amor, Filemón lleno de amor y Onésimo sirviendo a Pablo por amor, como un hijo sirve a su padre, después consintiendo en volver a su amo para tomar de nuevo su yugo, si él lo decide así), es imposible, digo, que la respuesta de ustedes sea otra. Filemón escuchó al apóstol porque les unía un vínculo de amor. Nuestras relaciones mutuas no tienen otro secreto: nuestra conducta personal sólo debe ser regida por el amor. Dondequiera que falta, la ruina moral será irremediable; allí donde se debilita, Cristo es deshonrado y nuestro testimonio pierde todo su valor.

Saludos y conclusión

Versículos 23-25: “Te saludan Epafras, mi compañero de prisiones por Cristo Jesús, Marcos, Aristarco, Demas y Lucas, mis colaboradores. La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén”.

Epafras, en los pasajes donde es citado, tiene el carácter de siervo de Jesucristo o de compañero de actividad del apóstol. Marcos, que había sido restaurado después de haber causado la separación de Pablo y Bernabé, era compañero de obra del apóstol así como Aristarco y Lucas. Lucas, el médico amado, había servido al apóstol en casi todos sus viajes misioneros. Fue él quien escribió el maravilloso evangelio que nos habla del carácter humano del Salvador. Demas, también citado con Lucas en la carta a los Colosenses, terminó mal, ya que desgraciadamente Pablo dice de él: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2 Timoteo 4:10). ¡Qué final para un compañero de obra del apóstol! Había amado al mundo y había abandonado a Pablo, prisionero de Jesucristo. ¿No es una seria advertencia para nosotros? El testimonio a favor del Señor es incompatible con el amor al mundo. Si bien este servicio exige renunciamiento, es acompañado de tan ricas bendiciones y de tan preciosas promesas que sólo una incalificable liviandad podría hacerlo abandonar. Además, las fuerzas para cumplirlo crecen a medida que avanzamos y la frescura espiritual se renueva hasta el fin, cuando el corazón se dedica a Cristo, a su persona y sus riquezas insondables, a Cristo, el amor por excelencia, en su fresca, radiante y suprema belleza.

¡Demas abandonó este camino! ¡Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo nos mantenga en él y sea con nuestro espíritu! Amén.