La venida del Señor

Cristo volverá – y para qué lo hará

Es importante entender que, por cuanto su propia nación rechazó y crucificó al Mesías, Dios reveló al apóstol Pablo lo que la Escritura llama el “misterio”, “oculto desde tiempos eternos” (Romanos 16:25) y “escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9). Este plan que existía en el corazón de Dios –además de lo revelado en el Antiguo Testamento– consistía en preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que se formaría por la unión “en un solo cuerpo” (la Iglesia) de judíos y gentiles salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada en el cielo: “Y él (Cristo) es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga (él) la preeminencia”.

El Padre “sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo”. Porque nosotros somos “miembros del mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio”. “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos… Grande es este misterio: mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia”. (Véase Colosenses 1:18; Efesios 1:22-23; 3:6; 5:30, 32). Principió el cumplimento del designio divino en el día de Pentecostés, cuando los discípulos reunidos en el aposento alto fueron bautizados en “un solo cuerpo” por el Espíritu Santo.

Para que comprendamos mejor este asunto conviene notar que, cuando se rechazó al Señor, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del Antiguo Testamento referentes a las bendiciones del pueblo de Israel y de la tierra en general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del reinado del verdadero Hijo de Isaí: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (cap. 11:6-9).

El capítulo 35:1-2 del mismo libro nos dice: “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa… La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro”.

Y Amós retrata estas bendiciones como sigue: “He aquí vienen días, dice Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente…” (cap. 9:13-15). Mientras que Miqueas añade: “Y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra” (cap. 4:3).

Porque la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar
(Habacuc 2:14).

Si observamos atentamente estos pasajes y los comparamos con otros semejantes, veremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino la consecuencia de los juicios que precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que “hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasarán de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:18).

Cristo volverá por su Iglesia; después reinará sobre Israel y el mundo entero

Al volver, pues, al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir dos series de bendiciones prometidas:

  1. las que se relacionan con la Iglesia;
  2. las que se vinculan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las unas de las otras.

Para dar cumplimiento a la primera serie vendrá el Señor no con los atributos de un Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca, cual esposo lleno de amor (Génesis 24). Por el contrario, para dar cumplimiento a la segunda serie de bendiciones, vendrá como David, cual poderoso conquistador, para tomar posesión de su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la Iglesia y el Rey de Israel.

La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de Jesucristo; dos estaciones –por así decirlo– del mismo viaje. Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a sus santos (o sea, a cuantos han depositado su fe en él para ser salvos) y llevarlos arriba, a las mansiones celestiales. Luego, pasado un breve período, volverá con ellos con poder y gloria para establecer su reino.

Explicación de las profecías sobre el retorno de Cristo

Tomemos un ejemplo para ilustrar esta parte del tema. Paseando por el campo cierta mañana, vemos un charquito de agua, lo evitamos y, sin pensar más en él, seguimos caminando. Unos días después, al pasar por el mismo lugar, el charco ha desaparecido, el agua ya no está: hasta las últimas gotas se evaporaron. ¿Qué sucedió? Sencillamente que el sol, brillando con toda su fuerza, las atrajo a lo alto. Nadie las vio subir, sin embargo, ¡subieron! Más tarde notamos las mismas gotas, pero enteramente transformadas ahora en hermosísimas gotas de rocío que constituyen la admiración de todos.

Así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que “durmieron” en él, mientras que los que vivamos seremos transformados para subir juntos a su encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los inconversos nos verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición de todos los creyentes, redimidos por la sangre de Cristo, manifestará lo que ha pasado. “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios” (Hebreos 11:5). Es precisamente lo que sucederá con la Iglesia: casi secretamente arrebatada, volverá a aparecer en gloria con Cristo cuando él se manifieste “y todo ojo le verá” (Apocalipsis 1:7).

El mismo Señor presenta claramente estas dos fases de su venida en el capítulo 25 de Mateo. En la parábola de las diez vírgenes describe un aspecto de las mismas; y en la de las ovejas y los cabritos, el otro. En el primer ejemplo, las vírgenes prudentes, con sus lámparas bien provistas de aceite, entran con el Esposo al lugar de las bodas; mientras que, en el segundo, se ve salir al Rey para juzgar. Fijémonos en este contraste. En la primera parábola, los salvos (bajo la figura de las vírgenes prudentes) entran a las bodas, van al cielo, mientras que malvados, incrédulos y los que llevan el nombre de cristianos sin ser salvos (las vírgenes fatuas), quedan en la tierra, quedan atrás para sufrir luego el juicio.

En la segunda parábola, los malos van al suplicio eterno, mientras que los justos quedan en la tierra para gozar de las bendiciones del reino milenario. En el primer caso, los santos entran y se cierra la puerta; en el segundo, el cielo está abierto y los santos salen.

Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los cielos una vez que la Iglesia entre allí. Los santos, representados por los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran –postrados delante del que está sentado en el trono– diciendo: “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación…”. En el capítulo 19:7 leemos:

Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado.

¡Qué contraste más grande con lo descrito en Mateo 25:11! En este pasaje del primer evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento de los que quedaron fuera; mientras que, en Apocalipsis 19, percibimos los acentos de gozo triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cuál de estos dos grupos estás? ¡Piénsalo bien, es una pregunta solemne de cuya respuesta depende tu condición eterna! ¿Perdido o salvo? ¿Fuera o dentro? ¿Cuál es tu estado? ¿Dónde estás tú?

“Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”, prosigue el capítulo 19 del Apocalipsis (v. 11-16), donde vemos salir con sus ejércitos al Señor de los señores, el Rey de los reyes. “De su boca sale una espada aguda, para herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso”.

Habrá dos resurrecciones: una para los salvados y otra para los perdidos

Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos y la de los malvados; o, según el Señor las llama: “la resurrección de vida, y la resurrección de –o para– condenación”. La primera, la de los salvos, se divide en tres fases:

  1. Cristo, “primicias de los que durmieron es hecho” (1 Corintios 15:20).
  2. Los creyentes que resucitarán –según vimos– cuando el Señor venga a buscar a su Iglesia (1 Tesalonicenses 4:16; 1 Corintios 15:52).
  3. Los que están mencionados en Apocalipsis 20:4-6: “Y vi las almas de los decapitados por causa del testimonio de Jesús y por la Palabra de Dios, los que no habían adorado a la bestia… y vivieron y reinaron con Cristo mil años”.

Esta es la resurrección primera. “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección”.

La segunda resurrección, la de los malvados, será después de los mil años del reinado de Cristo, según lo vemos claramente por este texto: “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años” (Apocalipsis 20:5). Al final de esa era de paz y de justicia, cuando ya no estén la tierra y el cielo actuales, entonces los muertos “grandes y pequeños” serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus obras: será la resurrección de condenación (Juan 5:29).

El que no se halló inscrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego
(Apocalipsis 20:14-15).

Y el que recibió esta revelación añade: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”, de los que Pedro dice: “en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13). “Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido”. Así, hasta el versículo 8 del capítulo 21 del Apocalipsis que hemos empezado a citar, tenemos una descripción del estado eterno.

¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el don del Espíritu Santo que nos las hace entender! “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!” (Romanos 11:33).