Cristo volverá – y es el único que puede hacerlo
Muchos de los que saben algo acerca de la «doctrina» de la segunda venida de Cristo parecen tener la mente llena de señales y acontecimientos que creen ya cumplidos, que están verificándose o que se realizarán pronto. Es porque dichas personas se interesan por los «sucesos» en vez de hacerlo por la Persona misma que está viniendo.
Una madre viuda está en la terminal de buses con la mirada clavada en el horizonte. Ha oído decir que tres camiones regresarán con tropas, tras una victoriosa campaña militar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera ansiosamente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos de triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad de un simple espectador; pero ella espera a su propio hijo.
Cristo volverá como la estrella de la mañana – ¿por qué?
Puede ser que hoy sucedan cosas que nos indiquen que, según las palabras del profeta Malaquías, no está lejano el día en que “nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” para los hijos de Israel que temen a Jehová; mientras que, para los impíos, será “el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Malaquías 4:1-2).
Pero la esperanza inmediata del creyente no es ese “día grande de Jehová, cercano y muy presuroso…”, ni tampoco “el Sol de Justicia” sino –según las propias palabras de Jesús– “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16), Ahora bien, la estrella de la mañana despunta en el horizonte antes de la salida del sol y, algunas veces, un tiempo considerable los separa.
Precisamente entre la venida del Señor cual “estrella de la mañana” y el momento en que aparecerá como “Sol de justicia” caerán sobre la tierra los juicios descritos en el Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible personificación de suprema maldad y anarquía, el “hombre de pecado”, el “hijo de perdición”, “aquel inicuo: el Anticristo” (2 Tesalonicenses 2). Será el “tiempo de angustia para Jacob” (Jeremías 30:7) y el de la “gran tribulación” (Mateo 24:21-22); pero un residuo será preservado en medio de todo eso, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos echados en el horno por orden de Nabucodonosor (Daniel 3).
Entonces, los que falsamente aparentan ser cristianos, los que ahora no reciben “el amor de la verdad para ser salvos”, se verán abandonados por Dios, entregados a “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la iniquidad” (2 Tesalonicenses 2:10-12).
Se harán milagros e innumerables señales del carácter más espantoso, habrá abundancia de dolores, y lo que verán y oirán aterrorizará a los más valientes:
En aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos
(Apocalipsis 9:6).
Cristo podría venir hoy
Pero es necesario recordar que lo anunciado sucederá después y no antes del arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo olvidamos que él mismo viene pronto para reunir a su alrededor a aquellos a quienes rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al corazón de esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra esperanza celestial.
Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda venida del Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la consolación más eficaz para los discípulos abatidos, según vimos en Juan 14. Y cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribió su primera carta a los recién convertidos en Tesalónica –que enfrentaban pruebas y persecuciones– a lo que dijo acerca del retorno de Cristo añadió esta frase, corta pero significativa: “Consolaos los unos a los otros con estas palabras”.
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración divina, él les dirigió:
Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor
(1 Tesalonicenses 4:16-17).
Notemos que es el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre viviente, quien descenderá del cielo y al que debemos encontrar en las nubes. Al convertirse, los tesalonicenses supieron que “ese mismo Jesús”, quien los había salvado y librado de la ira venidera por su muerte y resurrección, iba a volver. La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían vuelto definitivamente) “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10). Su esperanza no estaba basada en algún acontecimiento profético, sino en la misma Persona del Hijo de Dios.
Hace algunos años encontré en una ciudad a un pequeñuelo de unos seis años que iba repitiendo una cancioncita, al parecer de su propia composición. Era breve, compuesta tan solo por tres palabras: «¡A las diez, a las diez, a las diez!…». Tantas veces la repetía, tan absorto parecía, que le pregunté qué significaba su estribillo. Después de unas cariñosas palabras, me abrió su corazoncito y me explicó que su madre se había ausentado de la casa hacía algún tiempo, pero que su padre había recibido una carta anunciando que ella volvería ese mismo día «a las diez».
Sobra decir que la pequeña copla no precisaba mayor explicación. La llegada de su madre llenaba el corazón del pequeño hasta hacerlo rebosar. Por cierto, había extrañado y lamentado mucho su ausencia, pero ahora estaba por volver, y esta noticia le colmaba de tanto gozo que repetía sin cesar: «A las diez, a las diez, a las diez».
Los creyentes esperan el retorno de Cristo – ¿por qué?
Ahora bien, ¿por qué habría de ser distinto para ti y para mí cuando oímos hablar del regreso del Señor? ¿Acaso no experimentamos la dulzura de su amor? ¿No fue él quien sufrió y murió por nosotros? ¿No nos ha guardado a lo largo del camino, desde el día que le conocimos, llevando nuestros dolores y restaurándonos después de muchas caídas? Difícilmente podríamos expresar la intensidad de su amor hacia nosotros. Amados hermanos, cuando pensamos en él, ¿no arden nuestros corazones con el deseo de verle?
Cuando pienso en ti, oh Señor,
en tu gracia y en tu amor,
mi corazón arde dentro de mí
ansiando ver tu faz, contemplarte a ti.
Hace poco una hermana en Cristo me decía: «Cuando pienso en la venida del Señor, mi corazón arde de alegría». Así tendría que ser para todos nosotros. Una niña de once años decía al volver de hacer un mandado: «Mamá, al cruzar la calle, veía las nubes correr tan de prisa que me paré para mirarlas, pensando que si el Señor volviera ahora mismo, querría ser yo la primera en verle». ¿Cuál era el secreto de la paz y felicidad de esta niña cuando sola, al anochecer, meditaba en el regreso de Cristo? Sencillamente este: conocía a la Persona esperada y confiaba en ella; la amaba aunque no la había visto; sabía que por la muerte expiatoria todos sus pecados habían sido, no solo perdonados, sino también olvidados por toda la eternidad.
Quizás alguien diga: «Aunque confío de corazón en su preciosa sangre, no puedo estar tan tranquilo al pensar que, de un momento a otro, Jesucristo puede venir». Esto se debe a que esta persona olvida que se trata del mismo Jesús, quien en otro tiempo, cansado del camino, le pidió de beber a la mujer samaritana; que se encontró con la viuda de Naín y le restituyó a su único hijo; que le permitió a la pecadora, en casa de Simón el fariseo, tocar Sus pies, regarlos con lágrimas, besarlos, y expresar así su amor por el Salvador.
Sí, es el mismo Jesús que dirigió esas maravillosas palabras de gracia y de perdón al ladrón en la cruz: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. ¡Él es quien ha de venir!
¿Quién es este que a encontrarme
viene con gran amor,
cual estrella de la mañana,
de la luz albor?
Es Aquel que en cruz cruenta
padeció una vez;
aun en gloria le conozco,
pues él mismo es.
¿Hacen falta pruebas? Leamos, pues, en Hechos 1:11, lo que los dos ángeles dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de dejarlos, al subir al cielo, y demostrarles de un modo real que él no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y hueso, al que podían tocar y palpar si acaso dudaban de sus palabras. Y los ángeles añadieron:
Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.
¡Veinte siglos en el cielo no lo han cambiado en absoluto! La misma Persona a quien Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que nosotros esperamos; y si hemos de “dormir” antes de que él vuelva, aquel que es “la resurrección y la vida”, quien dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy a despertarle”, nos despertará también en su venida, para que –al igual que Lázaro– nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.
¿Por qué, pues, deberemos temer al saber que tal Amigo viene en breve a llevarnos? “Ciertamente vengo en breve” es la feliz promesa que nos hizo. Ante semejante amor, nuestro afecto por él nos animará a exclamar:
Amén; sí, ven, Señor Jesús
(Apocalipsis 22:20).