La grandeza del perdón de los pecados
La base sobre la cual Dios perdona
Es de suma importancia que el lector ansioso pueda entender este punto básico. Una conciencia despierta no hallará reposo antes de comprender claramente cuál es el fundamento del perdón. Puede tener un pensamiento vago de la misericordia de Dios, de su disposición a recibir pecadores y perdonarlos; puede saber que él es lento para la ira y grande en misericordia. Pero hasta que el alma comprenda cómo Dios puede ser justo y sin embargo justificar al pecador; cómo ha sido glorificado con respecto al pecado; cómo todos los atributos divinos han sido armonizados; hasta entonces, ignorará la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento.
Una conciencia convencida por la poderosa luz de la divina verdad, siente y se da cuenta de que el pecado jamás entrará en la presencia de Dios; que solo puede encontrarse frente al justo juicio. Entonces, mientras uno no conozca y crea la manera en que Dios ha obrado respecto del pecado, debe sentir intensa ansiedad. Así como el pecado es una realidad, la santidad de Dios es una realidad, la conciencia lo es también, y no lo es menos el juicio venidero. Todo esto merece nuestra detenida consideración. Debe satisfacerse la justicia, purificarse la conciencia y Satanás debe ser reducido a silencio.
¿Cómo puede ser hecho todo ello? Solo por la cruz de Cristo.
¡Esta es la base del perdón divino! El sacrificio de Cristo produjo el medio por el cual el justo Dios y el pecador justificado pueden establecer una dulce comunión. A través de ese sacrificio yo veo el pecado condenado, la justicia satisfecha, la ley ensalzada, el pecador salvado, el adversario confundido. La creación nunca exhibió algo semejante. En ella, la criatura disfruta de la manifestación de poder, de sabiduría y bondad; pero la más hermosa obra de la creación jamás presentó algo comparable a la gracia que reina por la justicia (Romanos 5:21), nada semejante a la gloriosa alianza de “la justicia y la paz”,
la misericordia y la verdad (Salmo 85:10).
Esto fue reservado a la obra del Calvario.
La difícil pregunta de cómo Dios puede ser justo y justificador, encuentra allí su gloriosa respuesta. La muerte de Cristo resuelve el problema. Un justo Dios trató con el pecado en la cruz, a fin de que un Dios justificador pudiese tratar con el pecador sobre una nueva y eterna base de resurrección. Dios no podía tolerar o pasar por alto ni el mínimo pecado, y sin embargo, ha podido quitar todas nuestras transgresiones. Condenó el pecado; desahogó contra Cristo su justa ira sobre el pecado, a fin de proveer eterno perdón para el pecador creyente.
Este emblema está como grabado sobre la cruz de Jesús: «Sea el pecado juzgado, pero el pecador salvado».
¡Preciosa verdad! Ojalá cada ansioso pecador la lea con los ojos de la fe. Es la verdad que puede conferir paz duradera al corazón. Dios ha quedado satisfecho en cuanto al pecado y esto me basta. Aquí mi culpable y abrumada conciencia halla dulce reposo. He visto mis pecados levantándose ante mí cual negra montaña, y amenazándome con la ira eterna; pero la sangre de Cristo los quitó todos de delante de la vista de Dios. ¡Ya han desaparecido, arrojados para siempre en las aguas del olvido divino; estoy libre! Tan libre como Aquel que sufrió la cruz por mis pecados, pero que ahora, sin ellos, está sentado en el trono.
¡Tal es la base del perdón divino! ¡Sólida base, por cierto! ¿Quién o qué puede moverla? La justicia se la ha apropiado; la conciencia turbada puede descansar sobre ella; Satanás debe reconocerlo. Dios se ha revelado como Aquel que justifica, y la fe avanza en la luz y el poder de tal revelación. Cuando los rayos de las glorias morales de la cruz brillan sobre el pecador, este ve y conoce, cree y acepta la verdad de que Uno fue muerto por sus pecados y resucitó para su justificación.
Le ruego, lector inquieto, que se afirme en la base del perdón y no siga adelante hasta que descanse en este inconmovible fundamento.
Razonemos juntos: ¿qué le impide a usted descansar sobre el sacrificio de Cristo? Dígame, ¿necesita su conciencia algo más satisfactorio que aquello que satisfizo la inflexible justicia de Dios? La base sobre la cual Dios se revela como Aquel que justifica con justicia, es suficientemente fuerte para que usted se mantenga firme en ella como pecador perdonado y justificado.
¿Qué contesta usted? ¿Está satisfecho? ¿Le basta Cristo o espera aún algo de usted mismo, de sus caminos, sus obras, sus pensamientos, sus sentimientos? Deseche tales ideas. Cristo es suficiente para Dios y puede serlo para usted también. Permita Dios que desde este instante usted descanse sobre la completa suficiencia del sacrificio de Cristo, único fundamento del perdón divino, y entonces, con interés y verdadera comprensión, pase a examinar nuestro segundo punto.
La extensión del perdón que Dios nos da
Muchos no tienen ideas muy claras acerca de este punto. No ven la amplitud de la expiación y no comprenden que ella se aplica a todos sus pecados. Les parece que Cristo solo llevó algunos de sus pecados (los que precedieron a su conversión) y están angustiados acerca de los pecados de cada día, como si esos pecados debieran ser quitados según otro principio que el aplicado a sus pecados de otrora. De modo que se sienten muy abatidos y seriamente preocupados. Y no puede ser de otra manera mientras no comprendan que, en la muerte de Cristo, tienen todo lo que les hace falta para obtener el completo perdón de todos sus pecados.
Es verdad que si un hijo de Dios peca, debe ir a su Padre celestial para confesar su pecado. Pero ¿qué dice el apóstol acerca del que así lo hace?
Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).
¡Fiel y justo! ¿Por qué no dice: «lleno de gracia y misericordia»? Porque habla sobre la base de que el asunto del pecado fue enteramente solucionado en la muerte de Cristo, quien ahora está en los cielos como nuestro Abogado. De otra manera, Dios no podría ser “fiel y justo” con respecto al perdón de los pecados. Todos los pecados del creyente fueron expiados en la cruz; si un solo pecado hubiese subsistido, sería suficiente para que el creyente se perdiera por la eternidad. Porque un solo pecado, por pequeño que parezca, no puede penetrar en los atrios del santuario de Dios. Por otra parte, permítame añadir que si así no fuera, ni confesión, ni ruegos, ni ayunos, ni ningún otro medio valdría para obtener el perdón.
Pero me parece escuchar esta exclamación del lector: «¡Cómo! ¿Quiere usted decir que Cristo perdonó mis pecados futuros?». A esto respondo que todos nuestros pecados eran futuros cuando Cristo los llevó en la cruz. Los pecados de todos los creyentes de los siglos transcurridos desde entonces eran futuros cuando él murió por ellos. Y si la idea de los pecados que podamos cometer en un futuro presentara alguna dificultad, la misma dificultad existiría con referencia a los que hemos cometido. Pero recordemos que toda la eficacia del sacrificio de Cristo está siempre presente ante Dios y que el alma del creyente puede hallar segura base en las benditas palabras de Romanos 8:34: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”. Si existen dificultades acerca de los pecados futuros es porque miramos a la cruz desde nuestro punto de vista en vez de hacerlo desde el de Dios. Contemplamos esa obra desde la tierra y no desde el cielo. Las Escrituras nunca hablan de pecados futuros. El pasado, el presente y el futuro solo son cosas humanas y terrenales; para Dios, todo es un presente eterno.
Todos nuestros pecados estaban ante el ojo de la infinita justicia en la cruz, depositados sobre nuestro Sustituto, como eterno fundamento de perdón. De modo que los creyentes, en cualquier momento de su vida, en cualquier punto de la historia, desde el instante en que llegó a sus oídos el grato mensaje del Evangelio hasta que lleguen a la gloria, podrán decir con claridad y decisión, sin reserva ni temor: “Echaste tras tus espaldas todos mis pecados” (Isaías 38:17). Y ello será la respuesta a la siguiente declaración de Dios:
Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades
(Hebreos 8:12).
Porque “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
Como ilustración tomemos el caso del malhechor en la cruz. Cuando él, como pecador convicto, dirigió la mirada de la fe hacia Aquel que estaba colgado a su lado, recibió en ese mismo momento la promesa de que estaría ese día en el paraíso de Dios, recibió el divino derecho de pasar de la cruz a la presencia de Dios. ¿Necesitó que se hiciera algo más por él, en él o con él para que fuera digno de entrar en el cielo? Ni lo pensemos.
Bien, supongamos que, en vez de ir al cielo, le hubiese sido posible bajar de la cruz y quedar en libertad. Pecador por naturaleza, habría seguido siendo propenso a pecar a través de sus pensamientos, sus palabras, sus hechos. ¿Habría perdido por eso su posición, su esperanza, su salvación? Imposible. Su posición era divina y eterna; todos sus pecados habían sido colocados sobre Jesús. Y aunque hubiese vivido luego durante cincuenta años en la tierra, en cualquier momento habría sido apto para entrar en el cielo, pues lo que había recibido en un momento era válido para siempre.
Si el creyente vuelve a pecar, ¿qué pasa entonces?
La verdad es que, si un pecador perdonado vuelve a pecar, su comunión queda interrumpida y solo puede ser restablecida por la sincera confesión de su pecado. “Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos…; pero si andamos en luz,… tenemos comunión… y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:6-7). Pero aunque la comunión sea interrumpida, la posición jamás puede perderse. Todo se cumplió en la cruz. Cada rastro de culpa y de pecado fue expiado por aquel único y sin igual sacrificio. Por él, el creyente es transferido de su posición de culpabilidad y condenación a una posición de justificación y perfecto favor. Es trasladado de una condición, en la que no tiene ni rastro de justicia a una condición, en la que no tiene el menor rastro de pecado ni la tendrá jamás.
Descansa sobre la gracia, está bajo la gracia, respira una atmósfera de gracia, y esto nunca será de otra manera ante la mirada de Dios. Si comete pecado (y ¿quién no peca?), debe confesarlo. Y ¿qué entonces? Hay perdón y purificación sobre la base de la fidelidad y justicia de Dios, las que han sido satisfechas en la cruz de Cristo. Todo se basa en la cruz: la fidelidad y la justicia de Dios, la abogacía de Cristo (1 Juan 2:1) nuestra confesión, nuestro amplio perdón, nuestra perfecta purificación, el restablecimiento de nuestra comunión, todo descansa sobre la sólida base de la preciosa sangre de Cristo.
Aparte de la extensión del perdón divino, existen otros puntos de gran importancia en conexión con el perdón de pecados, tales como la unión del creyente con Cristo, su adopción en la familia de Dios, su persona como morada del Espíritu Santo. Pero ahora debemos limitarnos al tercer punto de nuestro tema, el que se refiere a la manera en que Dios perdona.