El capítulo 34 se refiere al castigo de Edom, ese pueblo maldito, descendiente de Esaú. Será borrado por completo. En cuanto a su país, el monte de Seír, será reducido a perpetua desolación. Predicadores modernos se atreven a afirmar que Dios, en su amor, no puede condenar a ninguno. Semejante pasaje los desmiente solemnemente. En contraste, el capítulo 35 nos da una idea de lo que será la heredad de Israel (hermano de Esaú). Hasta el desierto llegará a ser un maravilloso jardín donde brillará sin nube “la gloria del Señor, la hermosura de nuestro Dios” (v. 2). Por eso, veamos el júbilo y la alegría que desbordan en este pequeño capítulo 35.
¡Pues bien! semejante perspectiva ¿no es apropiada para reanimar a los corazones más desalentados? (v. 3). Con más razón aun, así es la esperanza cristiana por excelencia: la venida del Señor para arrebatar a su Iglesia. No lo olvidemos y hablemos de ello con los demás creyentes. No hay medio más eficaz para fortalecer las manos cansadas por el servicio, así como las rodillas que han dejado de doblarse para la oración, y para animarnos a un andar sin desfallecimiento (comp. Hebreos 12:12). “Alentaos los unos a los otros con estas palabras”, recomienda también el apóstol Pablo (1 Tesalonicenses 4:18).
Hemos llegado, pues, al fin de la primera gran división profética del libro de Isaías.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"