Es verdad –y lo experimentamos cada día– que no podemos dar un paso hacia adelante con fidelidad sin las benditas compasiones y la divina ayuda de nuestro amado Señor y Salvador. Por otra parte, no hay nada en este mundo que contrarreste tanto la acción y los designios del enemigo como el hecho de que los creyentes deseen de todo corazón caminar en la senda estrecha de la obediencia a Cristo. Estemos seguros de que el testimonio del Señor es lo que más estorba e incomoda al adversario. Satanás no se preocupa mucho por los cristianos mundanos: ya los tiene, en cierta medida, presos en sus redes. Pero lo que no puede soportar, lo que le incomoda sobremanera, es que en este mundo de pecado haya testigos que deseen permanecer fieles al Señor; por eso se ensaña contra el testimonio; entonces hemos de redoblar la vigilancia. Nuestro enemigo –el de las almas– es un adversario implacable que nunca se da por vencido; las astucias, las mañas que emplea, los acechos que levanta para hacernos tropezar, para producir mellas en el testimonio, son innumerables “dardos de fuego”, nos dice la Palabra. Son, además, tanto más peligrosos que muchas veces su origen reside en nuestros propios corazones, si dejamos de someterlos a la bendita influencia del Espíritu Santo.
Sin duda alguna, uno de los ardides por los cuales Satanás intenta perjudicar a los creyentes (y al testimonio de nuestro Señor) es incitándoles a unirse en matrimonio con personas inconversas, esto es, que no hayan nacido de nuevo. Este peligro ya existía para los israelitas, pueblo de Dios, quienes eran frecuente y solemnemente exhortados a guardarse de las “mujeres extranjeras” (Esdras 10:2 y 11; Nehemías 13:26-27; meditemos también Josué 23:11-13). Para Israel, las consecuencias de unirse con mujeres extranjeras eran fatales. ¡Y fatales siguen siendo hoy para el creyente! Ya que nuestro deber es exhortarnos los unos a los otros, guiados por el Espíritu Santo y con amor, hemos pensado tratar el tan importante tema del casamiento de los creyentes y de la vida familiar
¿Cómo obra, pues, el enemigo para hacernos tropezar y deshonrar al Señor en tan capital circunstancia de nuestra vida? Lo hace dando en el punto sensible, es decir, engañando nuestros corazones para apoderarse de nuestros afectos. Por eso la Palabra de Dios, que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, nos exhorta:
Sobre toda cosa guardada, GUARDA TU CORAZON, porque de él mana la vida
(Proverbios 4:23),
es decir, de él viene el rumbo que toma nuestra vida. Ahí está el problema: tenemos que vigilar constantemente y cuidar mucho el principio y el rumbo que toman nuestros afectos y sentimientos, a fin de que tengan la plena aprobación del Señor; de ello derivarán importantes consecuencias para toda nuestra vida.
En 1 Corintios 7:39 tenemos la base del matrimonio cristiano: el creyente puede casarse “con quien quiera” en cuanto a las conveniencias personales, sean físicas, materiales u otras, pero con la condición absoluta y expresa “que seaen el Señor”. En el artículo que viene a continuación veremos el sentido que el autor da a esta expresión, pero ante todo implica que sea con un redimido de Cristo; por consiguiente, el creyente peca y deshonra al Señor si se une con un incrédulo (2 Corintios 6:14). Semejante exhortación puede parecernos inútil, si hemos comprendido nuestra posición en Cristo; no obstante, la Palabra es nuestra salvaguardia, y para nosotros es de suma importancia recordar sus enseñanzas en los días de declive espiritual a que hemos llegado.
Al dirigirse a los jóvenes creyentes, un hermano de edad, ahora en la presencia del Señor, escribía lo siguiente: “Examina la senda de tus pies...” (Proverbios 4:26). Quien ha recibido la vida de Dios por la fe, no puede casarse con alguien que, por su propia naturaleza, está muerto en sus delitos y pecados; aquel que ha sido lavado por la sangre de Cristo y ha sido revestido de Su justicia, no puede tomar por esposa a quien se encuentra en sus pecados y corrupciones. Quien tiene a Cristo como vida y objeto, no podrá encontrar ningún gozo espiritual en compañía de una persona –por amable que sea– que solo posee el “yo” por principio y el mundo por morada. Quien de un momento a otro espera ser transformado a semejanza de Cristo para estar con Él en la felicidad eterna, no puede caminar alegre y confiado con el que no tiene ninguna esperanza y que –a no ser que la gracia intervenga– se encamina hacia el juicio eterno. No hay, pues, ningún acuerdo posible, sino más bien oposición absoluta. Llevarlo a cabo es cumplir la propia voluntad (y la voluntad propia es iniquidad), pecar gravemente contra el amor de Cristo y herir su corazón amante y misericordioso. El creyente que se casa con un incrédulo tendrá que vérselas con la fiel disciplina del Señor: “Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segara” (Gálatas 6:7). Amargas experiencias corroboran este solemne versículo.
No cabe duda que la responsabilidad no siempre es la misma, y que a veces se debe tener en cuenta la ignorancia, la falta de enseñanza, los malos ejemplos; pero ante todo es una cuestión de afecto, de amor hacia Cristo. Hemos de pensar que si él dio su vida en la cruz para librarnos del pecado y del mundo, no es para que nos asociemos tan íntimamente con los que todavía pertenecen a este mundo que lo crucificó, ni para que vengamos a ser “una sola carne” (Génesis 2:24) con una persona muerta en sus delitos y pecados (¡qué inconsecuencia más grave!). Pensemos también en las consecuencias de tal desobediencia; semejante derrota es una triple victoria para el enemigo que ha logrado seducir a un creyente, éste deshonra a Dios, pues las uniones con inconversos –no lo olvidemos– debilitan mucho el testimonio del Señor y causan estragos en las filas de los santos. Por cierto, muchas veces Dios en su gracia produce el arrepentimiento y permite la restauración, pero ¡cuánto tiempo perdido, que se hubiera podido emplear en el servicio del Maestro!
Para probar nuestra fe, a veces Dios permite circunstancias en las cuales tenemos que “escoger” entre Él y el mundo, las cuales tenemos que aceptar o rehusar. Meditemos el hermoso ejemplo de Moisés, quien “REHUSÓ llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios” (Hebreos 11:24). Sin duda alguna, el Señor tomará en cuenta y recompensará grandemente el abnegado renunciamiento de creyentes piadosos que supieron rehusar cuando tuvieron oportunidades de formar un hogar con ventajas materiales envidiables, quizá, pero no “en el Señor”. ¡Que este pensamiento les anime para que sigan su camino dependiendo solo del Señor!
Amados hermanos, oremos al Señor para que nos guarde humildes y dependientes de él en todo; este es el secreto de la fidelidad. Que nos dé corazones sumisos y unidos a él a fin de que, cuando el enemigo intente atraernos al camino del abandono y de la desobediencia, sepamos escoger con santa energía el de la fidelidad y de la vida.
A los cielos y a la tierra llamo por testigos... que os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; ESCOGE, PUES, LA VIDA, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él
(Deuteronomio 30:19-20) .