Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!
(Gálatas 4:6).
El Espíritu de Dios viene a morar en nosotros como consecuencia de haber sido hechos hijos de Dios, y es lo que precisamente distingue o diferencia a un cristiano de los santos del Antiguo Testamento. Los creyentes judíos fueron, en efecto, vivificados, y nacieron de nuevo (véase Juan 3:5), pero el Espíritu de Dios no moraba en ellos, “pues aún no había venido el Espíritu Santo; porque Jesús no había sido aún glorificado” (Juan 7:39). Él obró, plasmando las cosas por Su poder, porque él es quien despertó y vivificó tanto a los santos de la antigua dispensación como a los cristianos. Él les invistió asimismo de poder para la marcha y el servicio; pero su descenso desde los cielos como persona divina para morar en los creyentes y en la Iglesia, como en un templo, es consecuencia del sufrimiento, la resurrección y la ascensión de Cristo. En cierto modo, aquella distinción está claramente marcada en una oración del salmista: “No me eches de delante de TI, y NO QUITES DE MÍ TU SANTO ESPÍRITU” (Salmo 51:11); mientras el apóstol Pablo, cuando escribe a los Efesios, dice: “Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis SELLADOS PARA EL DÍA DE LA REDENCIÓN” (Efesios 4:30).
Obrando por su influencia con el corazón del salmista, era posible para este perder aquel poder bendito; mientras que los creyentes ahora, a pesar de que podemos entristecer al Espíritu, estamos sellados por él, hasta el día de la redención. Así como la presencia del Espíritu Santo sobre la tierra, en la casa de Dios, caracteriza al cristianismo, del mismo modo su morada en los hijos de Dios los distingue de los creyentes de todas las dispensaciones pasadas. El Espíritu Santo es quien nos une a Cristo, haciéndonos “miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30; 1 Corintios 12:13). Y este vínculo, esta posición como miembros de su cuerpo, no fue posible hasta que Cristo hubo sido glorificado y tomó asiento, como Cabeza, en los cielos.
Hay varios aspectos destacados de la morada del Espíritu en el creyente, que quisiéramos apuntar brevemente:
I. Como testigo. La presencia del Espíritu Santo sobre la tierra es el testimonio de una redención total, ya realizada. Poco antes de su partida, nuestro Señor prometió enviar “otro Consolador” (Juan 14:16-17, 25-26; 15:26-27; 16:7-14), y dijo claramente a sus discípulos: “Yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49). Por lo tanto, el derramamiento del Espíritu Santo el día de Pentecostés fue la señal infalible del cumplimiento de la redención, o mejor, fue la prueba de que Dios había aceptado y estaba satisfecho por la obra cumplida de Cristo. “Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad” (1 Juan 5:6).
Pero aquí hablamos más bien del Espíritu como de Aquel que mora en los hijos de Dios y como, según vimos, el que “da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (véase Romanos 8:15-16; Gálatas 4:6-7). En este aspecto, da testimonio a las almas, individualmente, de una redención llevada a cabo, como veremos al tratar el siguiente punto, y por lo tanto, cada hijo de Dios deber saber, por este seguro testimonio, que es salvo. Pero se nos preguntará: ¿Cómo se manifiesta dicho testimonio?
El mismo hecho de su presencia en nosotros nos da ese testimonio; pero por su presencia, el Espíritu crea en nosotros afectos propios de nuestro parentesco, engendra en nosotros deseos de gozar del amor del Padre, nos capacita en la santa intimidad de nuestro lugar y posición filial. Para clamar ¡Abba, Padre!, aplica a nuestras almas la palabra en la cual hemos confiado, revelándonos el parentesco y las bendiciones que nos pertenecen como hijos de Dios y, por consiguiente, da un claro e inequívoco testimonio a nuestro espíritu. Por cierto, no se trata de un testimonio audible, solo lo percibe nuestro espíritu; pero no por eso es menos real ni menos verdadero, sino que es un secreto vivo entre Dios y nosotros.
No olvidemos que el poder y la claridad de Su testimonio dependerán de ciertas condiciones. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). En otras palabras, ser guiados por el Espíritu de Dios es prueba de que somos hijos de Dios. Así es como nuestro espíritu discernirá claramente Su testimonio de que somos hijos de Dios: si somos llevados a andar en sencillez, obediencia y dependencia, como fruto del amor. Pero si nuestra conducta le entristece, en vano esperaremos Su testimonio, porque nuestras faltas no confesadas habrán silenciado Su voz. Dios no puede tolerar, pues, que sus hijos anden descuidadamente, basando la seguridad de su salvación sobre nuestra calidad de hijos; pero el Señor nos recuerda que si somos suyos, seremos guiados por el Espíritu y que él dará testimonio, enseñándonos a clamar: ¡Abba, Padre!
II. Como sello. Esta verdad se nos presenta en varios pasajes de la Escritura: “Y el que nos confirma con vosotros en Cristo, y el que nos ungió, es Dios, el cual también nos ha sellado” (2 Corintios 1:21-22). “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13); y en la misma epístola somos exhortados a no contristar al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuimos “sellados para el día de la redención” (4:30). El Espíritu Santo dado para morar en los creyentes es, asimismo, el sello. Es decir que Dios nos “marca”, toma posesión de nosotros como de algo suyo, y declara por el Espíritu que está en nosotros que somos su propiedad. El sello no solo indica quién es el dueño del objeto sobre el cual está impreso, sino que constituye una garantía y una protección.
Por eso la Escritura dice que los creyentes hemos sido sellados hasta el día de la redención. Somos amparados por el sello hasta que el Señor vuelva para llevarnos con él. Por lo tanto, solo los creyentes somos sellados; y no se es sellado mientras uno no sea del Señor, mientras no haya sido librado de su servidumbre por medio de la muerte y resurrección de Cristo, hasta que estemos, no solamente seguros, sino salvos.
III. Como arras. Dos de los pasajes anteriormente citados hablan del Espíritu como de las arras o prenda. “Dios… el cual también nos ha sellado, y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Corintios 1:22). “En él (Cristo) también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13-14).
Este último pasaje define con mayor exactitud el carácter de las arras. Tal como es impartido ahora, el Espíritu Santo se considera como “las arras de nuestra herencia”; constituye las primicias de lo que heredaremos en y por medio del Señor Jesucristo.
Del mismo modo que, al efectuarse la compra de una finca, parte de la suma estipulada se entrega en el acto como las arras del trato concluido, así Dios nos da gratuitamente el Espíritu que mora en nosotros, como prenda de nuestra herencia, asegurándonos por medio de ello la posesión de todo cuanto nos prometió, y obligándose (por así decirlo) a cumplir Su propia y fiel palabra; porque las arras son tanto una promesa como compromiso. Pero el Espíritu Santo es más, porque como vimos, es también el sello, asegurándonos para la herencia y certificándonos que Dios nos pondrá en posesión de ella, para alabanza de su gloria.
IV. Otros aspectos. El hecho de analizar con todo detalle las operaciones del Espíritu Santo que mora en nosotros nos llevaría fuera del límite que nos hemos impuesto en estas páginas. Por lo tanto, solo podemos indicar brevemente que él es nuestra única fuente de poder para el culto (Juan 4:23-24; Filipenses 3:3), para la oración (Romanos 8:26-27; Efesios 6:18; Judas 20), para la marcha o conducta (Romanos 8:14; Gálatas 5:16-26), para el servicio (1 Corintios 2:4; 1 Tesalonicenses 1:5; etc.), para conocer la verdad (1 Corintios 2:9-16; Juan 16:13; 1 Juan 2:20-27), para el crecimiento espiritual (Efesios 3:16-19), etc. Como el espíritu caracteriza nuestra existencia ante Dios (porque no estamos en la carne, sino en el Espíritu), es el manantial de poder para todas las actividades de nuestra vida espiritual, sean estas dirigidas hacia Dios o hacia los hombres.
¡Cuánta bendición hay en ello! Porque es precisamente al experimentar nuestra flaqueza y nulidad cuando podemos aprender a depender del Señor, y si lo hacemos, el Espíritu de Dios se verá libre para obrar en nosotros según su voluntad.
Ahora es de suma importancia no confundir, como a veces ocurre, la obra del Espíritu en nosotros con la obra de Cristo por nosotros. Como decía un hermano: «Siempre estamos dispuestos a buscar algo en nosotros que sirva de base para establecer nuestra paz interior. Estamos dispuestos a considerar la obra del Espíritu en nosotros antes que la obra de Cristo por nosotros, como el fundamento de nuestra paz. Es un error...
El Espíritu Santo no hizo la paz, Cristo la hizo. No se dice del Espíritu Santo que él sea nuestra paz, pero sí de Cristo. Dios no envió al Espíritu Santo para “anunciar la paz”, mas lo hizo “por medio de Jesucristo” (compárese Hechos 10:36; Efesios 2:14-17 y Colosenses 1:20). El Espíritu Santo revela a Cristo, ayudándonos a conocerle, a gozar de él, a nutrirnos de él. Da testimonio de Cristo tomando de lo suyo y dándonoslo a conocer. Es el poder de comunión, el sello, el testigo, la prenda, la unción. En pocas palabras, sus operaciones son vitales para el alma. Sin él nada podemos ver, oír, conocer, experimentar, gozar, testificar de Cristo. Esto está claro, comprendido y admitido por cualquier verdadero cristiano que esté bien instruido en la verdad. Mas, a pesar de todo ello, la obra del Espíritu no constituye el fundamento de la paz, si bien nos capacita para gozar de ella».
La base o fundamento de nuestra paz es, pues, Cristo –Cristo en su obra cumplida, realizada en la cruz. Él “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación. Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 4:25; 5:1).
Notemos, por lo tanto, que el fundamento de nuestra paz está fuera de nosotros, y que la morada del Espíritu Santo, como ya se indicó, es consecuencia del hecho de haber sido hechos hijos de Dios.
Nunca seremos demasiado sensibles al hecho de que, siendo creyentes, albergamos al Espíritu de Dios en nosotros; ni demasiado solícitos en no contristarle con obras de la carne (véase Efesios 4:29-32). De allí también aquella solemne pregunta del apóstol: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios 6:19-20). Y sus exhortaciones. “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”.
Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu
(Galatas 5:16, 25).