Las líneas que siguen tienen por objeto alentarnos en la lectura de la Palabra de Dios; pero, ante todo, llamar nuestra atención sobre la condición indispensable que nos permita sacar provecho de ella para nuestras almas y para la gloria de Dios. Bien podemos sentirnos humillados al ver cuán poco sabemos discernir la profundidad y perfección de las Escrituras. A medida que leemos la Palabra, sus maravillas van desplegándose delante de nosotros, y cada vez más nos damos cuenta de que apenas llegamos a pasar de la superficie de esta revelación divina.
La Palabra de Dios trae la salvación al pecador y responde a todas las necesidades y a cuantas situaciones y dificultades en las que pueda hallarse el creyente. Uno de sus rasgos también es que, por adelantado y con perfección suprema, da la respuesta a todos los ataques que se han dirigido o se puedan dirigir contra ella. Es perfecta, como lo es Dios mismo; en cierto modo podemos identificarla con Dios, como nos autoriza a hacerlo Hebreos 4:13. Tendremos que rendir cuentas a Dios por no haber honrado y amado su Palabra, como es digna de serlo… ¿La leemos con regularidad? ¿Es ella nuestro alimento diario? ¿Le damos, en nuestros hogares, el sitio de honor que merece? ¿No ocurre, a veces, que la leemos como leeríamos cualquier otro libro, como si fuese suficiente conocerla exteriormente para poder recibir todo lo bueno que tiene?
La Palabra de Dios es viva y eficaz en su conjunto. Cada versículo se relaciona con otros, y para descubrir el lazo que los une a todos, necesitaríamos el discernimiento de Dios mismo. A lo largo de los siglos, ha agotado cuantos esfuerzos se han hecho para pretender analizarla. ¡Cuántos hombres, cristianos o no, han querido estudiarla como lo hubieran hecho con un libro cualquiera! Mas no es ése el método conveniente a seguir con este libro.
Para leer las Sagradas Escrituras, para penetrar en este infinito de la revelación de Dios, tenemos un recurso, uno solo, y no hay otro: LA AYUDA DEL ESPIRITU SANTO. Es el único medio, ¡no lo olvidemos! Cuanto más leemos la Palabra, tanto más lo sentimos, e inversamente, cuanto menos la leemos, tanto menos lo sentimos.
El Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios
(1 Corintios 2:10).
Cuando el Espíritu Santo no obra en nosotros para revelarnos las páginas del Santo Libro, este queda cerrado a toda comprensión para nuestras almas. Un capítulo leído sin Su auxilio es un capítulo cuya lectura podemos considerar perdida por el momento. Es posible que la memoria haya retenido algo, y que más tarde el Espíritu Santo se sirva de ello para nuestro provecho espiritual. Por esto, pues, hay que recomendar la lectura de la Palabra a todos, aun a los incrédulos y a los niños desde su infancia. Timoteo conoció las Sagradas Escrituras “desde la niñez” (2 Timoteo 3:15); ello no quiere decir que se hubiese convertido desde su infancia, pero indica que si el espíritu, la memoria de un niño, de un joven, están influidos por la Sagrada Escritura, es algo positivo. A menudo el Espíritu Santo se sirve de materiales acumulados, retenidos solamente por la memoria, para más tarde cumplir una obra de vivificación. “La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).
Esto quiere decir que si al presente queremos hacer progresos, solo tenemos un recurso, y este no se halla en nuestro propio espíritu, aunque fuese un prodigio de inteligencia para profundizar en las verdades humanas. La esfera de los pensamientos de Dios está cerrada al hombre natural, sea culto o no, al que la Palabra llama, sin dureza pero con toda verdad, “el hombre natural” o animal (1 Corintios 2:14). Cuando el Espíritu Santo no nos dirige en la Palabra de Dios, nos falta toda fuerza y poder, toda ayuda, y no sacamos de ella ningún provecho.
En unos versículos notables de la primera epístola a los Corintios el apóstol nos muestra el papel y la acción del Espíritu Santo: las cosas de Dios son reveladas, enseñadas, y se reciben por él (1 Corintios 2). Eso es una verdad de suma importancia. Por la gracia de Dios, esta verdad ha sido mantenida hasta hoy entre los hermanos. Pero si llegase un día en que –abandonando este terreno– pasasen al de la simple actividad del espíritu humano, se hallarían expuestos a todos los extravíos de sus propios espíritus, y ¡bien sabemos lo que ha resultado de ello en la cristiandad!
Pero esta verdad de la acción práctica del Espíritu Santo en el creyente va ligada a una condición importantísima de la que nos olvidamos demasiado a menudo, es decir, que el Espíritu Santo obra en nosotros solo SEGUN NUESTRO ESTADO MORAL presente, de manera que nuestros progresos en las cosas de Dios se hallan condicionados por este estado moral. Dios no revela su pensamiento a un hijo suyo del cual sabe que si bien oirá la orden, no la obedecerá o hará lo contrario; confía su secreto al que va a obedecer.
La comunión íntima de Jehová es con los que le temen
(Salmo 25:14).
Un padre no abre su corazón ni confía sus secretos a un hijo desobediente. Si nos hallamos en buen estado moral, nuestro corazón es dócil, y el Espíritu Santo puede tomar lo que es de Cristo y comunicárnoslo para enriquecer nuestras almas; la Palabra es, entonces, para nosotros la “palabra implantada” (Santiago 1:21).
Amados hermanos y hermanas, velemos mucho acerca de nuestro estado moral, si es que queremos leer la Palabra con provecho. Ella misma nos santifica y nos ayuda a mantener este estado. Si nos hallamos en mal estado moralmente, oremos y no dejemos de confesar la falta. De todos nosotros, ¿quién no abrió un día la Palabra y tuvo que confesar: «¡No encontré nada, mi corazón quedó a secas, como una tierra no regada!». ¿Acaso la Palabra de Dios ya no es buena? ¿No es ya el pan de Dios? ¿Dónde está, pues, la causa de tal sequedad? Se halla en mí y no en la Palabra. En mí hay algo que impide la comunión, y debo confesarlo a Dios. Es lo que debo hacer ante todo, y lo que la Palabra llama la rectitud (Salmo 37:28; 51:10). El alma se acerca a Dios con rectitud, confiesa sus faltas, y no pretende estar en buen estado si no lo está en verdad. Ante todo, tenemos que conducirnos rectamente delante de Dios, para que pueda revelarnos sus pensamientos. Eso consiste en abrirle nuestro corazón y decirle, si alguna falta ha interrumpido la comunión con él: «Te confieso mi falta, te la declaro con toda verdad». “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Es el perdón gubernativo, práctico.
Tengamos cuidado para estar de acuerdo con Dios, cada día de la semana, y para discernir si, en alguna cosa, él no nos aprueba; así es como obra y se demuestra la piedad, y solo haciéndolo así podremos gozar de la Palabra. Un siervo del Señor dijo, dirigiéndose a un grupo de creyentes: «No siempre puedo preguntarle al médico cuál es la verdadera causa de mi debilidad corporal; a menudo no la conoce; pero el Señor sabe siempre, con certeza, la causa de mi flaqueza espiritual. Nos la enseñará con seguridad. Quizá tengan que aplicar en alguna parte un hierro candente, ¡no vacilen!». Estas palabras, ¿no nos recuerdan las del mismo Señor en Mateo 18:8-9: “Si tu mano o tu pie te es ocasión de caer, córtalo y échalo de ti”? El mismo hermano añadía: «A menudo tenemos que consultar el barómetro de nuestro estado moral».
Si no me siento feliz en el Señor, si encuentro solo aridez en la Palabra, hay una causa, y nunca está del lado de Dios. Ciertamente tendré que juzgar algo en mí. Si lo hago con rectitud, volveré a encontrar la libertad de la comunión con Dios, y él me abrirá nuevamente su Palabra. No olvidemos nunca, hermanos, que la vida cristiana es una vida de detalles. ¡Somos tan propensos a dejarnos llevar por cualquier pasión! ¡Cuán expuestos estamos a empezar bien por la mañana y terminar mal por la noche! ¡Tristemente, bien podemos empezar una hora con el Señor y acabarla lejos de él!
Que el Señor nos conceda el saber mantenernos en un buen estado moral, examinándonos delante de él. Entonces las cosas de Dios podrán llenar nuestros corazones, y leeremos su Palabra con gozo y provecho. Queridos hermanos y hermanas, ¡animémonos a ir por este camino!
Primeramente, leamos cada día la Palabra; individualmente y en familia busquemos la presencia del Señor, no dejemos de congregarnos (Hebreos 10:25). Si abandonamos la lectura y meditación de la Palabra, no nos engañemos: como se ha dicho, haremos una Biblia de nuestro propio corazón, y las páginas del Santo Libro estarán cerradas para nosotros. Leamos, pues, la Palabra; hagámoslo con oración y juzgándonos a nosotros mismos. Si lo hiciésemos fielmente, nos sentiríamos siempre felices, henchidos de un gozo celestial, beberíamos sin descanso del manantial de las aguas vivas y nuestro testimonio, individual como en asamblea, sería para la gloria de Dios.
Por último, que la esperanza puesta delante de nosotros nos aliente. En este mundo, para abrirnos la Palabra, el Espíritu Santo tiene que ayudarnos a rechazar todo lo que está en contra de nosotros: nuestra carne, las cosas terrenales. En el cielo ciertamente Cristo llenará nuestros corazones. ¡Que esta esperanza nos ayude a santificarnos y así podamos “escudriñar las Escrituras”, liberados de nosotros mismos, en plena comunión con nuestro Dios y Padre y con nuestro amado Salvador!