La verdad acerca de la Iglesia o Asamblea de Dios es muy sencilla, como toda la Palabra de Dios, siempre y cuando no intentemos adaptarla a nuestros propios pensamientos.
El Señor eligió al apóstol Pablo para enseñar a los creyentes todo lo relacionado con la Iglesia. La gran verdad de la unión de los creyentes con Cristo en los cielos está contenida ya en la respuesta del Señor a Saulo cuando este iba camino a Damasco: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues…” (Hechos 9:5). Saulo aprendió, pues, que persiguiendo a los cristianos perseguía al Señor Jesús mismo.
Desde entonces, el Señor reveló al apóstol Pablo toda la verdad acerca de la Iglesia: su carácter celestial, la unión de todos los hijos de Dios, judíos y gentiles, en un solo cuerpo cuya Cabeza glorificada en los cielos es Cristo, así como todo cuanto se refiere al orden y administración de la misma:
“Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti” (Hechos 26:16; véase también Efesios, Colosenses, 1 y 2 Corintios.
En cada sitio donde Pablo anunciaba el Evangelio, los nuevos convertidos se reunían como miembros del cuerpo de Cristo y formaban la Iglesia o Asamblea de Dios en esa ciudad, pueblo o aldea. Así, cuando Pablo se dirigió a los corintios, escribió “a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos (es decir, santos por llamamiento divino) con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro” (1 Corintios 1:2).
Esta sigue siendo la posición de los creyentes que viven en determinado lugar; todos ellos forman la Asamblea de Dios en dicha localidad. ¡La verdad no ha cambiado! Pero, ¿cómo la entendemos, hermanos míos? ¿Cómo la ponemos en práctica
En las Escrituras vemos que los cristianos se reunían hacia el Nombre del Señor en cualquier lugar. La bendita persona de Cristo era el centro de sus reuniones y el único fundamento sobre el cual se congregaban, sin añadiduras humanas (Mateo 18:20; Hebreos 13:13). Y seguían en todo las enseñanzas del apóstol, tal como las conservamos en las epístolas (Romanos 6:17; 2 Timoteo 1:13). En la reunión de adoración, o culto propiamente dicho, el primer día de la semana (Hechos 20:7) participaban de la cena del Señor, tal como él la había instituido la noche que fue entregado; es lo que el Señor mismo recordó al apóstol Pablo en 1 Corintios 11:23-25. Al tiempo que hacían memoria del Señor Jesús crucificado por ellos, y por todos nosotros, también manifestaban la comunión en Su mesa, no solo entre ellos, sino con todos los creyentes del mundo entero, miembros del cuerpo de Cristo.
En la Palabra de Dios, la mesa del Señor es el lugar donde se lleva a cabo la plena comunión (véase, entre otras citas, 2 Samuel 9:13; Mateo 22:1-10; Apocalipsis 3:20). En 1 Corintios 10:15-16 el apóstol dice:
Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo. La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
Notemos, pues, que se trata de comunión, y no solo de recuerdo o simple memorial, aunque también lo sea. Y, ¿qué es la comunión?, preguntarán muchos. Tener comunión es tener parte en común de una misma cosa. Dicha comunión se realiza no solo con miras a la sangre y al cuerpo del Señor, sino entre todos los miembros del cuerpo de Cristo, la verdadera Iglesia, según leemos en 1 Corintios 10:17: “Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan”. Este pasaje presenta, pues, otra verdad muy importante, y algunas veces bastante descuidada: el pan sobre la mesa del Señor es la expresión de su cuerpo espiritual entero, compuesto por todos los creyentes nacidos del Espíritu, mientras en la cena representa el cuerpo de Cristo en la cruz, “molido por nuestros pecados” (Isaías 53:5). Así, pues, cada iglesia o asamblea reunida alrededor de la mesa del Señor es, en el sitio donde peregrina, la expresión local de toda la Iglesia. Allí se parte “el pan” y cada creyente participa de él como miembro del cuerpo de Cristo y no como miembro de determinada iglesia o denominación, y tampoco por haber cumplido ciertos ritos o requisitos, excepto este que es primordial: haber nacido de nuevo por obra del Espíritu Santo (1 Corintios 12:13). Para entender y practicar dicha unidad, un creyente que es recibido en una asamblea local, lo es en todas las demás asambleas reunidas sobre el mismo fundamento, con solo mostrar una carta de recomendación; porque este miembro del cuerpo de Cristo ha sido recibido en una asamblea local que representa la Iglesia en su totalidad, aunque esté compuesta por dos o tres, por doscientos, trescientos o más creyentes. No importa el número para que esa asamblea local sea una parte integrante del cuerpo de Cristo. Esto muestra claramente que las iglesias locales no pueden ser ni son independientes entre sí. Del mismo modo, si un miembro es excluido de una asamblea, lo es automáticamente de todas las demás. Basta escudriñar y meditar detenidamente pasajes como 1 Corintios 12:11-27 y Efesios 4:1-16 para que el Espíritu del Señor nos convenza de esa gran verdad de la UNIDAD del CUERPO. Amado hermano, lea ahora mismo estos pasajes y entenderá por qué “si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan. Vosotros, pues”, añade el apóstol, “sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular”.
Son verdades muy sencillas, que eran bien comprendidas en tiempos de los apóstoles en cada asamblea. Cosa digna de notar, en un escrito anónimo del año 95, titulado la «Didaqué» o «Doctrina de los doce apóstoles», todavía se menciona la magna verdad de la unidad del cuerpo expresada por el pan sobre la mesa del Señor: «Como este fragmento (el pan partido) estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (cap. 9:4).
Pero muy pronto todo esto fue estropeado por la mano del hombre, como todo lo que ha sido confiado a su responsabilidad. A pesar de ello, lo que es de Dios permanece firme: su Iglesia tal como él la considera en sus sabios designios, resultado de la obra de Su Hijo y edificada por él. La verdad encerrada en las Escrituras no cambia. Se trata de la Iglesia de Dios, y la Palabra de Dios tiene la misma autoridad hoy que en los tiempos apostólicos. De manera que si deseamos sinceramente acatar dicha autoridad, en la Palabra encontraremos los inmutables recursos para realizar lo que es la Iglesia según los pensamientos de Dios, y eso en medio de las ruinas y escombros de la iglesia profesante. Podemos aún, como aquellos discípulos reunidos en Jerusalén, perseverar “en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (Hechos 2:42).
Hoy en día, cuando los hijos de Dios se hallan dispersos y divididos en las más diversas congregaciones, con principios más o menos erróneos, el hecho de ser hijo de Dios en una misma localidad no es ya el único motivo que nos permite estar todos reunidos. ¿Qué necesitamos, pues, además de lo que había en aquella Iglesia primaveral, para poder congregarnos según la Palabra de Dios? La misma Palabra nos lo enseña.
El Señor permitió que falsas enseñanzas fuesen introducidas en una asamblea local cuando el apóstol Pablo todavía estaba en esta tierra, para que pudiera darnos la enseñanza bíblica que precisamos en estos días en que las falsas doctrinas abundan por doquier, y para que pudiésemos realizar lo que es la Iglesia, como en el principio, según la inmutable verdad de Dios.
La enseñanza que precisamos y que no era aún necesaria cuando Pablo reunía a aquellos que habían recibido el Evangelio, se encuentra en la segunda epístola a Timoteo.
En aquel entonces había cristianos que enseñaban errores; se habían apartado de la verdad y trastornaban la fe de algunos diciendo que la resurrección ya se había efectuado (2 Timoteo 2:18). El apóstol dice:
Pero el fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo (v.19).
En medio de la cristiandad en la que el mundo se ha introducido y donde resulta imposible conocer a todos los verdaderos creyentes, tenemos la preciosa seguridad de que el Señor los conoce. Esta es una cara o faceta del “sello”. La otra concierne a la responsabilidad de aquellos que invocan el nombre del Señor, y nos manda apartarnos de la iniquidad, es decir, de asociar este bendito nombre a la iniquidad o injusticia. En otras palabras, somos exhortados a limpiarnos de todo mal moral o doctrinal, “de toda contaminación de carne y de espíritu” (2 Corintios 7:1). Al hablar de “iniquidad”, la Palabra no se refiere solo a pecados groseros, sino a una enseñanza o doctrina injusta, contraria al pensamiento de Dios. ¿Acaso era justo decir que la resurrección ya se había efectuado? Esto trastornaba la fe de aquellos. Además, al negar la resurrección corporal, negaba la de Cristo, fundamento de nuestra fe (1 Corintios 15:12-17). La inmoralidad, la violencia y el crimen son pecados graves que provocan la indignación general; pero poner deliberadamente de lado el pensamiento de Dios claramente expuesto en Su Palabra para hacer valer el suyo propio es igualmente grave, aunque ofenda menos a los hombres. No se puede permanecer en comunión con semejante mal, manifestado bajo muy diversas formas en el seno de la cristiandad. Así como los vasos “para honra” no pueden ser utilizados por el Señor de la casa mientras estén mezclados con los vasos “para deshonra”, aquellos que invocan el nombre del Señor no pueden serle útiles mientras estén asociados o identificados con el error. Y la única manera de purificarse del error es apartarse de los que lo admiten, o de los que permanecen en comunión con los que personalmente consienten dicho error (2 Timoteo 2:20-21). Es, pues, preciso purificarse de ello y huir del mal bajo todas sus formas, y, en vez de quedarse solo (porque es menester apartarse del mal individualmente), seguir la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor. Solo el que obra de este modo será un “instrumento… útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra”.
Una vez separados del mal, los cristianos fieles vuelven a encontrar todas las doctrinas acerca de la Iglesia, las cuales han permanecido intactas en medio de la ruina espiritual. Pueden poner en práctica lo que en un principio enseñó el apóstol Pablo. ¡La verdad no cambia!
Es necesario separarse del mal para participar de la cena, en la mesa del Señor; el mal no puede estar en comunión con esta mesa. Si incluso creyentes que no profesan personalmente falsas doctrinas participan de una mesa en la cual se admite a otros que las propagan, se identifican con esta mesa y, al acercarse a una mesa limpia del mal, ponen a la misma en comunión con el mal. Esta verdad, que puede parecer “dura” para algunos, es claramente enseñada en 1 Corintios 10:19-22; allí vemos que al participar de la mesa de los ídolos y al mismo tiempo de la mesa del Señor, los corintios ponían esta última en comunión con la mesa de los demonios. Hoy en día, aunque no siempre tenemos que tratar con la grosera idolatría, el principio es el mismo, ¡la verdad no cambia! (véase también Hageo 2:11-13). Si admitimos a la mesa del Señor creyentes que profesan errores, ponemos esta mesa en comunión con el error, y al mismo tiempo a todas las asambleas establecidas sobre el terreno de la verdad. Es lo que muchos queridos hijos de Dios no quieren o no pueden comprender. Unos pretenden que lo referente a una iglesia no tiene nada que ver con las demás: es la independencia. Otros dicen: «Yo participo de la cena para hacer memoria de mi Salvador, no me preocupo por los demás», pero esto es negar la comunión. Ambas cosas son el fruto de la voluntad propia. Notemos de paso que la cena no es la cena del Salvador, sino la cena del Señor, de Aquel cuya autoridad reconocemos, al cual debemos estricta obediencia, porque somos suyos, habiendo sido rescatados a un precio muy alto (1 Pedro 1:18-19).
En un lugar, ciudad o pueblo, donde hay cristianos reunidos en varias denominaciones o sectas, los que se separan de todo mal, tanto moral como doctrinal (tras haberse examinado a sí mismos), para ser fieles al Señor, ¿formarán, acaso, la Iglesia de Dios en aquel lugar? ¡De ninguna manera!
La Iglesia en determinado lugar se compone de todos los verdaderos hijos de Dios conocidos o no que viven allí; pero los que, según la Palabra, se reúnen hacia el solo Nombre de Jesús, representan a esta iglesia local y también a la Iglesia universal, porque el cuerpo de Cristo es UNO (véase 1 Corintios 12:13; Efesios 4:4). En vez de creerse los únicos que forman la Iglesia de Dios en su localidad, cada vez que están reunidos alrededor de la mesa del Señor ven a la Iglesia local y universal expresada en el solo pan mencionado en 1 Corintios 10:17; en sus pensamientos y corazones abarcan a todos los verdaderos creyentes ausentes, y se afligen al no poder estar en comunión con todos ellos. Solo de este modo podemos realizar la preciosa verdad de la unidad del cuerpo de Cristo en medio de la ruina actual de la cristiandad responsable, en contraste con las «iglesias» o sociedades independientes unas de otras, y congregadas de modo opuesto a las enseñanzas de la Palabra de Dios.
El deseo de ser fiel al Señor debe ser más precioso para el corazón del redimido que el placer de fraternizar con todos los hijos de Dios sin distinción alguna, pero esto no le impide amarlos a todos. El hecho de estar separados es un motivo de tristeza, pero si es para obedecer al Señor, saber que se tiene Su aprobación y el gozo de Su presencia nos anima. Si invocamos el nombre del Señor –lo cual implica reconocer su autoridad en todo, su señorío–, debemos guardar toda su Palabra y no negar su nombre, el del Santo y del Verdadero (Apocalipsis 3:7). Debemos aceptar incluso ser incomprendidos hasta por nuestros propios hermanos. ¿Quién fue menos comprendido que el Señor? Podemos estar satisfechos si somos comprendidos por él.
Obedecer primero, y gozar luego, debe ser la norma del creyente, en vez de buscar el gozo fraternal a expensas de la verdad. El Señor tendrá en cuenta el sufrimiento provocado ante la imposibilidad de andar, sin distinción alguna, con todos los hijos de Dios.
El apóstol Juan dice: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos” (1 Juan 5:2). Mientras muchos dicen: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando andamos todos juntos, poco importa la manera en que interpreten la Palabra de Dios y el valor que le den, ya que todos somos hermanos y estaremos juntos en el cielo». El amor no se puede separar de la obediencia a la Palabra de Dios, a sus mandamientos. Dicha obediencia será la manifestación del verdadero amor para con Dios y para con sus hijos (véase Juan 14:21-23).
Debemos amar a todos nuestros hermanos; el amor fraternal no tiene límite, pero realmente es triste no poder manifestarlo andando con todos ellos (el amor fraternal y la comunión son, pues, dos cosas distintas, aunque no opuestas).
Es necesario humillarnos ante el actual estado de división y desobediencia, y tomar nuestra parte en esa ruina de la iglesia y de la división de tantos hijos de Dios, porque todos, al nacer de nuevo, forman parte del cuerpo de Cristo, de esta Asamblea indivisible en cuanto a su posición ante Dios. Esto nos guardará del orgullo espiritual al cual estamos fácilmente expuestos si nos aislamos en nuestros pensamientos y en nuestros corazones.
¡Que el Señor nos conceda a todos andar en la verdad durante el breve tiempo que nos separa de Su venida, cada día más próxima!