Un siervo del Señor dijo: «Se reconoce al cristiano por el uso que hace de su tiempo libre». Para la mayoría de nosotros, los días, las semanas y los meses están llenos de actividades educativas o laborales, para ganar el pan diario; empleamos legítimamente la mayor parte de nuestras actividades para responder a nuestras necesidades materiales. Pero cada semana nos quedan algunas horas libres. ¿En qué las empleamos?
¿Hemos meditado algún momento en los temas tan serios que encierran estas preguntas? ¿Cuál es la razón de ser de nuestra vida? ¿Por qué nos hallamos en la tierra? ¿Qué quedará cuando todas las cosas de esta tierra hayan pasado?
Queridísimos hermanos y hermanas, podemos servir “a Cristo el Señor” (Colosenses 3:24) en todos nuestros quehaceres diarios. ¿No queremos también servirle en el tiempo libre que él nos da, fuera del de las actividades cotidianas?
Algunos emplean los momentos libres o los recursos suplementarios en cosas frívolas e inútiles. Atraídos por falsas ilusiones engañosas, olvidan el valor del tiempo que pasa; no han comprendido o han olvidado que la vida es un don precioso que Dios nos ha concedido, del que tendremos que dar cuenta. Otros se imponen una actividad tan grande que su existencia es semejante a una carrera desenfrenada, sin un instante de descanso. Dejarse absorber de tal manera por las cosas de esta vida, sin reservar un momento para orar y leer la Palabra, es un gran peligro. Así se alejan de la fuente de bendición, abriendo paso a la sequía que amenaza con agotar sus almas, o que las llevará a lamentables caídas.
Lo más importante no es la cantidad de tiempo libre, sino cómo lo empleamos. Nuestra alma necesita alimento, nuestro cuerpo precisa reposo, o quizás, al contrario, ejercicio. Pero a nuestro alrededor hay tantas almas sedientas de verdad, que no nos será difícil entrar en contacto con una u otra, guiados por el Señor, para hablarles de lo que él ha hecho por nosotros. Lo esencial es, pues, organizar nuestro tiempo libre, previendo con discernimiento lo que haremos de él, dirigidos por el Señor.
Pero también es preciso detenernos para hacer, tal vez, una pausa. Cuando el sol lanza sus fuertes y ardientes rayos sobre el camino, cuando la pesadez se apodera de nuestros ojos, cuando sentimos la garganta seca, los pies adoloridos y caminamos con dificultad, ¡qué alivio poder sentarnos un instante a la sombra de un árbol frondoso!
Entonces recobramos la fuerza y el ánimo. ¿Por qué tantos creyentes que empezaron a caminar alegremente en la senda estrecha, de repente se cansaron y desfallecieron? Porque en su debido tiempo no hicieron una pausa para descansar en el fatigoso desierto. Quizá ni siquiera se acuerdan del lugar secreto donde, anteriormente, encontraron reposo y alimento en abundancia.
Daniel caminaba con Dios, pero “se arrodillaba tres veces al día” en su cámara (Daniel 6:10). Allí hacía un alto. Con toda seguridad, Daniel fue uno de los hombres más ocupados de su tiempo, pues el rey Darío le había confiado el gobierno de todo el reino. Y nosotros, ¿encontraremos tiempo para detenernos unos instantes a los pies del Señor?
David decía:
Sé para mí una roca de refugio, adonde recurra yo continuamente
(Salmo 71:3).
Pedro oraba en la azotea en pleno mediodía (Hechos 10:9). Estos hombres sabían que después de haber recorrido parte del camino, debían detenerse para recobrar fuerzas y buscar la voluntad del Señor antes de proseguir su camino.
¿Nos es realmente imposible reservar algunos minutos, una o dos veces al día, para aislarnos en nuestra habitación y hablar con Dios? Consideremos, ante todo, al Señor Jesús. ¡Cuántas veces lo vemos a solas con Dios! Aquí y allá, en el desierto o en la cumbre de un monte solitario, lo vemos haciendo una pausa, en un aparente descanso. ¡Bienaventurada comunión del hombre perfecto con su Padre!
A pesar de nuestro anhelo de terminar con éxito unos estudios, una carrera, o de progresar en nuestra profesión, no permitamos jamás que estas cosas nos absorban a tal punto que no podamos dedicar unos momentos para estar a los pies del Señor buscando su comunión, sirviendo al prójimo, o dando a nuestro cuerpo el descanso necesario. Tampoco echemos a perder esas horas libres de las cuales disponemos. Pidamos al Señor la sabiduría que nos falta para servirle como conviene. Es el único medio que nos permitirá, no solo empezar bien nuestra carrera, sino también continuarla y terminarla para Su gloria.
Un siervo de Dios dijo: «Cuando siento que me falta tiempo para orar, al empezar un día muy atareado, oro más tiempo que de costumbre. ¿Por qué? Simplemente porque el hacerlo me da más fuerza».
En nuestra vida todo depende de la bendición de Dios. Nunca olvidemos que nuestra vida es una sucesión de días, y que el día de mañana no nos pertenece. Dios no nos promete semanas o años de vida, nos da un día tras otro; solo el instante presente es nuestro. Nuestra existencia se compone de detalles; si sabemos ser fieles un día tras otro, nuestra vida, en su conjunto, será un rayo de luz.
Para ello, queridos hermanos, leamos la Palabra y oremos sin cesar. Doce horas tiene el día, doce también la noche. Si no reservamos un solo minuto para leer o para orar, no digamos, entonces, que somos cristianos.