El “testimonio de nuestro Señor” es algo que existe en la tierra aun en un tiempo de ruina espiritual, como el que estamos atravesando en la cristiandad. En 2 Timoteo 1:8 el apóstol dice a su verdadero hijo en la fe:
Por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor.
No le dice que no se avergüence por ser un testigo del Señor, ni tampoco del testimonio que el mismo Señor, el testigo fiel por excelencia (Apocalipsis 3:14), ha manifestado, aunque dicha afirmación constituya una preciosa verdad. En este pasaje el apóstol se refiere al testimonio colectivo rendido al Señor en esta tierra. Si nuestro testimonio individual es importante y apreciado por Cristo, el testimonio colectivo tiene igual valor y es de mucho precio ante sus ojos. Es muy significativo que esta exhortación del apóstol Pablo se encuentre en la segunda epístola a Timoteo, que encierra las normas necesarias para guiar al verdadero cristiano en tiempos de ruina espiritual.
Consideremos ahora la exhortación contenida en el capítulo 2:19-22. Aquí nos encontramos con tres cosas:
APARTARSE DE LA INIQUIDAD, es decir, de toda injusticia hecha a Cristo, sea pecado moral o doctrinal.
LIMPIARSE DE LOS VASOS DE DESHONRA introducidos en la casa de Dios en la tierra, la cual ha venido a ser de este modo una “casa grande” donde se encuentra toda clase de mal.
SEGUIR la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor.
Notemos bien este tercer punto; el apóstol no dice: «Sigue estas cosas individualmente, andando piadosamente y permaneciendo fiel al Señor, porque en el estado actual de las cosas ya no es factible un testimonio cristiano colectivo». Al contrario, nos presenta una compañía de fieles invocando al Señor de todo corazón.
El corazón no puede estar “limpio” si no ha sido previamente “purificado”, como nos lo indica el mismo sentido de la palabra. Y somos purificados por la obediencia a la verdad, es decir, a la Palabra de Dios:
Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad
(1 Pedro 1:22-23).
De modo que un corazón puro es en primer lugar un corazón sometido en todo a la Palabra de Dios, a la Verdad. El apóstol dice a Timoteo: ¡Anda con ellos!
Es una artimaña del enemigo, el maligno, valerse de la ruina existente para insinuar a los hijos de Dios que ya no se puede realizar un testimonio colectivo. La Palabra de Dios es completamente ajena a semejante pensamiento. En efecto, ella jamás presenta la piedad individual y los progresos espirituales individuales como algo que deba llevar al creyente a aislarse del conjunto de los santos. En 1 Pedro 2:1-5 dice que debemos desechar toda malicia, externa e interna, a fin de que la leche espiritual no adulterada de la Palabra pueda obrar un crecimiento para salvación, “si es que habéis gustado la benignidad del Señor”, añade el apóstol. Semejante estado del alma es sumamente bueno, pero ¿acaso tiende a individualizar al cristiano, apartándolo del conjunto de los demás creyentes? De ninguna manera; al contrario, anima al creyente a acercarse a Cristo, la Piedra viva, con todos los santos, piedras vivas, juntamente edificados como casa espiritual, un sacerdocio santo para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo.
Volviendo al título que encabeza estos reglones: El “testimonio de nuestro Señor”, notemos que el testimonio es una cosa, y los testigos que dan fe del mismo son otra. El testimonio subsiste a través de los siglos, hasta la venida de Cristo; en cuanto a los testigos, se suceden unos a otros con las generaciones de los creyentes, como aquellos muchos sacerdotes en el capítulo 7 de Hebreos, que no podían permanecer a causa de la muerte. Por desgracia, también hay cristianos que, tras haber profesado ser testigos, se han apartado del testimonio. Pero este último permanece, y el Señor sabrá levantar testigos, nuevos convertidos que reemplazan a los anteriores.
En Mateo 10 tenemos un ejemplo de la diferencia que existe entre un testimonio atravesando los siglos y los testigos sucediéndose para dar fe del mismo. El Señor envió a los doce discípulos y les dio autoridad para que cumplieran una misión en medio del pueblo judío, para anunciar a las ovejas perdidas de la casa de Israel que el reino de los cielos se había acercado. Luego habla de las persecuciones que padecerían los testigos después de su partida; por último, en los versículos 21-23, les predice lo que acontecerá en los últimos tiempos, antes de su venida como Hijo del Hombre. Aquí el Señor omite el largo periodo en que Israel está disperso entre las naciones y fija su pensamiento en el testimonio empezado entonces, pero que no terminará hasta que él venga en gloria. Jesús dijo a los doce que estaban delante de él: “No acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (v. 23). Por supuesto, el Señor sabía muy bien que los doce no acabarían esta misión, y veía desfilar anticipadamente todos los testigos que se sucederían para cumplirla; pero los testigos del fin eran representados en su pensamiento por los discípulos que enviaba en aquel momento. Aquí tenemos, pues, un notable ejemplo del testimonio que atraviesa todas las épocas y de testigos que desaparecen para dar lugar a otros.
El pensamiento erróneo de que un testimonio colectivo ya no es factible a causa de la ruina obligaría a los cristianos, siendo consecuentes consigo mismos, a dejar de celebrar colectivamente la cena del Señor, porque, según la Palabra de Dios, no puede celebrarse de otro modo, es decir, en medio de la congregación donde la Mesa del Señor es levantada sobre la única base bíblica de la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (1 Corintios 10:16-17; Colosenses 1:18). Pero en ninguna parte las Escrituras mencionan una época en la que se podría dejar de celebrar la cena en la Iglesia o Asamblea de Dios. En 1 Corintios 11:26, después de haber enseñado sobre la institución de la cena del Señor, el apóstol Pablo añade: “Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga”. No dice: hasta que podamos hacerlo, sino: “hasta que él venga”. Por cierto, el testimonio colectivo manifestado al Señor permanecerá hasta el momento en que él venga; y hasta aquel momento el Señor tendrá, pese al estado de ruina espiritual, testigos sentados a su Mesa, según su pensamiento, para anunciar su muerte y su resurrección, proclamando asimismo que su Iglesia, su Cuerpo, es uno.
Es de suma importancia notar aquí el valor que el Señor concede a la Iglesia de Dios en la tierra. La necesidad de dicha reunión nace el mismo día de la resurrección de Cristo (Juan 20:19); el Señor la sella con su presencia personal en medio de sus apóstoles; y vemos que el mismo hecho se repite ocho días después. En Hechos 1:13-25 hallamos a los discípulos reunidos inmediatamente después de que el Señor subió al cielo. En el capítulo 2, estando todos congregados en uno, el Espíritu Santo fue derramado sobre ellos. Al final del mismo capítulo leemos que “se añadieron aquel día como tres mil personas”, después de la predicación de Pedro. Estos miles “perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones” (v. 41-42). Y en el versículo 47 leemos que “el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos”. El residuo de aquel entonces era añadido a ese nuevo cuerpo establecido en la tierra: la Asamblea o Iglesia cristiana, escapando así al juicio que caería sobre la nación judía. Pronto esta Iglesia llegó a ser una multitud (capítulo 6). Después de la persecución originada a partir del martirio de Esteban, la obra se extendió a toda Palestina, según está escrito: “Las iglesias tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” (cap. 9:31).
Luego la obra se extendió a los gentiles, formándose la iglesia en Antioquía (cap. 11), la cual llegó a ser un importante centro de donde la luz de Cristo brillaba entre los paganos. En el capítulo 13 vemos a Pablo y Bernabé enviados desde Antioquía por el Espíritu Santo, con el fin de evangelizar a los gentiles. Y, cosa notable, aunque pasaban de ciudad en ciudad, y a menudo eran obligados a cambiar de sitio debido a las persecuciones, no solo hubo muchas almas convertidas, sino que en todas partes se formaron iglesias. En su viaje de regreso, los apóstoles pasaron nuevamente por cada ciudad, fortaleciendo a los discípulos y designando ancianos en cada iglesia. No consideraron necesario examinar cómo andarían estos nuevos convertidos antes de ser constituidos en asambleas, porque empezaron a reunirse tan pronto se convirtieron; lo mismo ocurrió después.
En Hechos 20:7, en el último viaje antes del cautiverio del apóstol Pablo, estando con sus compañeros en Troas, leemos: “El primer día de la semana, reunidos los discípulos para PARTIR EL PAN…”. Los discípulos se reunían, pues, el día del Señor, día de su resurrección, con el propósito tácito de “partir el pan” en memoria de Él, proclamando asimismo la Unidad del Cuerpo de Cristo (1 Corintios 10:16-17).
Por astucia del diablo, la gran verdad bíblica de la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ha sido completamente perdida de vista por la mayoría de los cristianos durante largos siglos, dando como resultado el lamentable estado de ruina y desunión que vemos con dolor en el seno de la cristiandad profesante. Rogamos encarecidamente al lector creyente meditar a la luz del Espíritu Santo estos pocos pasajes: 1 Corintios 12; Efesios 4:1, 16; Juan 17:20-23; 1 Corintios 10:16-17 y siguientes; Romanos 12:4-5.
En aquella época los redimidos se reunían en todas las localidades o sitios mencionados en la Palabra de Dios y en todo lugar. En cualquier sitio donde había una iglesia no se hallaba una sola alma convertida que no fuese miembro de la misma iglesia. Convertirse y ser parte integrante de la iglesia era una sola y misma cosa. Cuando, por ejemplo, el apóstol Pablo escribe a los corintios, no dirige su carta a los hijos de Dios que moran en Corinto, sino a la Iglesia de Dios que está en Corinto. Todos los santos de dicha ciudad se encontraban en ella (la Iglesia), excepto, desde luego, los casos de disciplina. Esto era la realización del pensamiento del Señor en cuanto a la reunión de todos los santos en la tierra. ¿Ha cambiado para nosotros dicho pensamiento hoy en día? De ninguna manera; es el mismo para todos los tiempos, hasta la bendita venida del Señor; la Palabra que encierra dicho pensamiento es viva y “permanece para siempre” (1 Pedro 1:23, 25).
Hemos dicho que en los tiempos apostólicos no hubiera podido hallarse una sola alma convertida que no fuese incorporada a la iglesia de su localidad. Si debido a la ruina existente en medio de la cristiandad hoy encontramos una cosa completamente diferente, esto no ha cambiado el pensamiento de Dios. Todos los hijos de Dios de determinado lugar, pueblo o ciudad, tendrían que estar reunidos juntamente y formar allí la iglesia de Dios. Desgraciadamente, las cosas no son así; sin embargo, si algunos creyentes en dicho lugar se reúnen sobre la base de la unidad del Cuerpo de Cristo, en el solo Nombre del Señor Jesucristo, ellos representan la Iglesia de Dios en aquel sitio, con los privilegios y la responsabilidad inherentes, y constituyen entonces una iglesia de Dios, aunque, por no estar integrada por todos los verdaderos creyentes de aquel lugar, no podrá llamarse la iglesia de Dios, lo cual sería obrar con orgullo y negar prácticamente el estado de ruina en que nos encontramos. Sin embargo, hasta su venida, el Señor mantendrá estas pequeñas agrupaciones para testimonio de su Nombre, con las características de Filadelfia: “Aunque tienes poca fuerza, has guardado MI PALABRA, y no has negado MI NOMBRE” (Apocalipsis 3:8). Hasta su venida, su declaración sigue siendo infalible: “Porque donde están dos o tres congregados EN MI NOMBRE, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Conste de paso que no dice: «donde se reúnen en mi nombre», sino “donde están dos o tres congregados en mi (solo) nombre”, ya que debe ser obra del Espíritu.
Nuestra salvaguardia en estos tiempos de ruina espiritual es asirnos firmemente a la Palabra, A TODA LA PALABRA DE DIOS. El enemigo insinúa muy sutilmente que ciertas partes del Nuevo Testamento no tienen hoy la misma actualidad que en aquel entonces. Sin embargo, sucede lo contrario: todos los escritos apostólicos tienen para nosotros la misma y permanente autoridad. Como vimos en Hechos capítulo 2, los miles reunidos perseveraban en la doctrina y en la comunión de los apóstoles, en el partimiento del pan y en las oraciones. Los apóstoles eran los depositarios y guardianes de la verdad; era preciso escucharlos. Su enseñanza, por cierto, era oral, pero desde que ellos desaparecieron siguen enseñándonos por medio de sus escritos inspirados, y aún podemos oírlos y perseverar en su doctrina. Querer reunirse, como se hace hoy en día, para el partimiento del pan y las oraciones, dejando deliberadamente de lado los escritos de los apóstoles acerca de la congregación de todos los hijos de Dios, no es más que una imitación fraudulenta de la verdad. Es de suma importancia para nosotros, y mayormente hoy en día, mantener toda la verdad de dichos escritos apostólicos, sin dar preferencia al uno o al otro, porque la Palabra de Dios es un TODO que debe permanecer hasta el fin.
En 1 Juan capítulo 4 hay un pasaje digno de nuestra mayor atención. Juan, el último apóstol sobreviviente, quedó para vigilar sobre la Iglesia en un tiempo de decadencia; y en cuanto a la meta de su ministerio revelado en sus escritos, permanece hasta la venida del Señor, según leemos en Juan 21:22. En el capítulo 4 de su epístola, Juan empieza por indicar cuál es la piedra de toque para probar los espíritus (en el sentido de principios y doctrinas), a fin de saber si son de Dios. En el versículo 6 añade: “Nosotros somos de Dios; el que conoce a Dios, nos oye; el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error”. Todos los cristianos entendidos están de acuerdo en que la palabra “nosotros” no se refiere aquí al conjunto de los creyentes, sino a los apóstoles. En el mismo sentido se debe entender la expresión “tengamos” y “nos” del capítulo 2, versículo 28, de dicha epístola. Así, pues, el que conoce a Dios escucha a sus apóstoles; este es el “espíritu de verdad”, mientras el que no es de Dios, no los escucha; esto es “el espíritu de error”. Hemos recordado, pues, que hoy en día, podemos escuchar a los apóstoles, guardando sus escritos, esto es el ESPÍRITU DE VERDAD; no obedecer a todos sus escritos es manifestar “EL ESPÍRITU DE ERROR”.
Hay otra cosa notable en el pasaje de l Juan 4:6. Es de suponer que cuando Juan escribió esta epístola, los demás apóstoles ya no estaban en esta tierra. Sin embargo, notemos que Juan no dice: «Yo soy apóstol de Dios…», sino que, mediante la palabra “nosotros”, se asocia a los demás apóstoles, reconociendo como cosa presente sus enseñanzas y autoridad. Recordemos, pues, que hoy tenemos a los apóstoles por medio de sus escritos inspirados, y que escuchándolos y perseverando en su doctrina, conoceremos más a Dios y seremos dirigidos por el “espíritu de verdad”.
Prestemos atención, hermanos, a lo que el apóstol Pablo dice a Timoteo, su amado hijo en la fe: “RETÉN LA FORMA de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 1:13). Y un poco más adelante: “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios…” (2 Timoteo 3:14-17). De modo que Timoteo sabía que la doctrina del apóstol, añadida a las “Sagradas Escrituras” (el Antiguo Testamento) que conocía desde su niñez, formaba parte de “toda la Escritura… inspirada por Dios”.
El apóstol Pedro, después de haber afirmado que somos renacidos de simiente incorruptible por la Palabra viva y permanente de Dios, la cual según Isaías capítulo 40 permanece para siempre, añade: “Y esta es la Palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (l Pedro 1:23-25). Lo que Pedro, junto con los demás, les había anunciado formaba parte de la Palabra que “permanece para siempre”.
Después de haber colocado las cartas del apóstol al nivel de las Escrituras, Pedro termina su segunda epístola con las siguientes palabras: “Así que vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:17-18).
El apóstol Juan termina su primera epístola con estas palabras: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero; y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (l Juan 5:20).
A su vez Judas, “hermano de Jacobo”, termina su pequeña pero importante epístola con la siguiente exclamación:
A aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén
(Judas 24-25).
Recordemos que nuestra protección consiste en guardar firmemente la Palabra, nada más que la Palabra, TODA LA PALABRA DE DIOS.