Solo reuniéndonos en el Nombre del Señor Jesús, o mejor dicho, hacia su Nombre (Mateo 18:20), reconociendo su autoridad única y admitiendo por única guía la del Espíritu Santo (1 Corintios 12:13), los creyentes podemos congregarnos según la Palabra de Dios. Con este fin el Señor nos llama a salir “a él, fuera del campamento” (Hebreos 13:13), para separarnos de toda iniquidad y andar “con los que de corazón limpio invocan al Señor” (2 Timoteo 2:22), es decir, obedeciendo sus enseñanzas. Semejante posición será necesariamente mal comprendida por el mundo religioso; pero –y queremos hacer énfasis sobre este punto– la posición de los creyentes que se han apartado de este modo no es, bajo ningún concepto, la de un separatismo orgulloso y engreído. Somos conscientes de nuestras debilidades y de nuestras faltas.
En su infinita gracia, el Señor ha suscitado un testimonio de su Asamblea conforme a sus designios y lo ha sostenido a través de las pruebas y repetidos ataques del enemigo. Ahora la responsabilidad del testimonio incumbe a una nueva generación. Queridos hermanos, roguemos al Señor para que nos ayude a mantenernos fieles. Si descuidamos la vigilancia, corremos el riesgo de debilitar aquel testimonio tan precioso a los ojos de Dios. Velemos, pues, según nos exhorta la Palabra (Mateo 26; Marcos 13; 1 Pedro 5). Y no olvidemos que el poder con el cual nuestro testimonio será revestido dependerá de una estricta obediencia a toda la Palabra de Dios y de una completa separación del mundo bajo sus múltiples aspectos: social, político, científico, artístico o religioso, sin dejar por eso de pregonar la Buena Nueva a ese mismo mundo del cual hemos salido; lo cual no deja de constituir un verdadero problema, por cierto, pero cuya solución está en Cristo (1 Juan 5).
VELEMOS, y mantengámonos fieles en los detalles de nuestra vida cotidiana: delante del Señor, con nuestros hermanos, frente al mundo, llenos de humildad y amor según Dios. Seamos leales en nuestro andar colectivo, y antepongamos la obediencia a la Palabra antes que cualquier asunto.
Guardémonos del mundo; si nos unimos a él, no podremos vencerlo; y el que se hace “amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (Santiago 4:4). Cuidémonos también de nuestros propios corazones, juzgándonos diariamente para que el Espíritu Santo pueda obrar libremente en nosotros y guiarnos en todo.
VELEMOS. Leamos y meditemos la Palabra de Dios bajo la mirada del Señor, día tras día, individualmente y en el círculo familiar: es nuestra común salvaguardia contra los ataques del adversario que anda alrededor nuestro buscando a quien devorar, dispuesto a aprovechar cualquier descuido nuestro (1 Pedro 5:8-9). Algunos versículos leídos y meditados en oración han regocijado nuestros corazones en medio de las actividades cotidianas.
El Señor conoce nuestras dificultades; no nos pide que hagamos algo que esté más allá de nuestras fuerzas. Él quiere nuestros corazones. Además, la Palabra de Dios nunca se dirige a los sentimientos humanos; ella desea obrar en los corazones y en las conciencias. No seamos como el pueblo de Israel, del cual la Palabra dice: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).
VELEMOS Y OREMOS. Que nuestras súplicas y acciones de gracia suban continuamente delante del trono de nuestro Dios y Padre. Oremos intercediendo los unos por los otros, supliquemos por las asambleas, por nuestros hermanos y hermanas aislados, por nuestros hijos y parientes inconversos, por los pobres y afligidos, para que el glorioso Evangelio se extienda… Oremos.
La oración es el arma del combate de la fe; siempre está a nuestra disposición; como se ha dicho, ella es «la respiración del alma». Imitemos a Epafras, siervo de Cristo, quien siempre rogaba “encarecidamente… en sus oraciones” (Colosenses 4:12).
Si velamos sirviendo al Señor, nuestros corazones estarán llenos de la paz de Dios, que “sobrepasa todo entendimiento”, y de un gozo muy superior a todo lo que el mundo pueda ofrecernos, muy superior también al gozo que las circunstancias de la vida puedan darnos, porque es un gozo celestial y tiene su fuente en Cristo mismo.
Amados hermanos, para nosotros ha llegado la hora del servicio y del testimonio. Solo en la tierra tenemos la oportunidad de ser testigos del Señor, cual antorchas en medio de la noche; y esta oportunidad solo la tendremos una vez. ¡No la dejemos pasar! “La noche viene, cuando nadie puede trabajar…”.
Pronto ya no se nos pedirán semejantes frutos; cuando estemos en la gloria con el Señor para siempre, entonces nuestra porción eterna será la adoración.
Que esta esperanza nos santifique y nos anime a seguir velando, negociando nuestros “talentos”, sean pocos o muchos, mientras esperamos Su venida.
A aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amen
(Judas 24-25).
Adaptado