Los milagros de sanidad

No es posible, en el limitado espacio de un artículo, hacer un examen, aunque sea somero, de todos los pasajes bíblicos que se relacionan con la sanidad en el Nuevo Testamento. Pero trataremos de exponer algunas conclusiones derivadas de todos ellos en conjunto.

Los milagros de sanidad hechos por el Señor y registrados en los cuatro evangelios tenían por objeto autenticar las palabras de Jesús de que él era el mesías de Israel. Estaba profetizado en el Antiguo Testamento que él haría tales obras (Isaías 35:5-6). Él vino y se anunció a su nación como su mesías, ofreciéndoles el reino de largo tiempo prometido y confirmando su predicación y su mesianismo con los milagros que le seguían. Véase Mateo 4:17, 23-24; 9:35.

Juan el Bautista, al caer en la cárcel, mandó a dos discípulos suyos a preguntar a Jesús si él era el Cristo o si debían esperar a otro. El Señor no contestó categóricamente sino que en la misma hora sanó a muchos de enfermedades y plagas y espíritus malos y a muchos ciegos les dio la vista y les dijo a los discípulos de Juan: “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Lucas 7:18-22). Juan sabía, por las Escrituras del Antiguo Testamento, que el mesías cuando viniera haría estas cosas, y estos milagros hechos por Jesús delante de sus discípulos eran la mejor evidencia de que él era el Cristo.

Los doce apóstoles, al ser enviados por el Señor a predicar el Evangelio del reino a la nación de Israel, recibieron potestad de él para hacer también estas obras confirmativas (Mateo 10:1-8). Pero fíjese que esta predicación y estas señales estaban limitadas a la nación de Israel (los judíos) como puede verse por los versículos 5 y 6 de Isaías 35.

Los gentiles no tenían parte en estas bendiciones como lo demuestra el caso de la mujer sirofenisa en Mateo 15:21-28. Los milagros de sanidad efectuados por los apóstoles y registrados en el libro de los Hechos también tenían un carácter confirmativo.

Se estaba estableciendo una cosa nueva en el mundo, el cristianismo, por la predicación de los apóstoles. Ellos predicaban la muerte y la resurrección de Cristo; aseguraban que Cristo vivía sentado a la diestra de Dios, con poder. Entre los judíos se negaba la resurrección de Cristo (Mateo 28:12-15; Hechos 25:19), por tanto se necesitaban obras sobrenaturales para confirmar el mensaje que daban los apóstoles acerca de la persona de Cristo, de su muerte y resurrección sobrenatural. Estos milagros eran autenticadores de la predicación de los apóstoles (Hechos 4:29; 5:12; 14:1-3; 19:11-12). Nótese que eran maravillas y señales las que hacía Dios y por medio de los apóstoles. Las maravillas y las señales no son cosas comunes, ni son para topos los tiempos. Están sujetas a ciertas circunstancias de tiempo y de lugar y hasta de personas por medio de las cuales han de operarse.

No hay indicio en las Escrituras de que estas maravillas habrían de seguir por toda la presente dispensación, al contrario, los indicios son que no continuarían, como veremos más adelante.

Cuando Dios introduce una nueva dispensación en el mundo, siempre manifiesta su poder en obras sobrenaturales que quedan como un testimonio histórico para las futuras generaciones. Al sacar el pueblo de Israel de Egipto e introducir la dispensación de la ley, Dios hizo señales y maravillas por medio de Moisés. Estas señales eran de carácter judicial, en armonía con él carácter de la dispensación que iniciaban, pero no se repitieron en el curso de la historia del pueblo de Israel; quedaron como un testimonio histórico en el libro del Éxodo.

El libro de los Hechos es el Éxodo del Nuevo Testamento. Aquí vemos a Dios sacando a su Iglesia del mundo, al principio de la dispensación de la gracia, y obrando señales y maravillas por mano de los apóstoles. Estas maravillas y señales también están en armonía con el carácter de la dispensación que introducen. Son obras de carácter benéfico, y también han quedado como un testimonio histórico en el libro histórico del Nuevo Testamento. Estas eran además señales de apóstoles para confirmar su predicación y autenticar su apostolado. Los doce apóstoles originales fueron enviados a la circuncisión (los judíos) y su apostolado y su predicación fueron confirmados por maravillas y milagros (Gálatas 2:6-9; Hebreos 2:3-4).

Ya sabemos que Pablo fue escogido para el apostolado entre los gentiles (la incircuncisión). Su apostolado también fue confirmado, aunque escogido el último, por señales (Romanos 15:15-19). El apostolado de Pablo fue puesto en duda o menospreciado por los Corintios y él apela a las señales de apóstol que en él se manifestaron, como en los doce, para autenticarlo (2 Corintios 12:11-12). “En nada he sigo menos que aquellos grandes apóstoles”, dijo él.

Hemos demostrado por las Escrituras que estas eran señales de apóstol y confirmativas de la predicación para establecer el cristianismo en el mundo. Una vez que el cristianismo fue establecido definitivamente en el mundo como una cosa de origen divino, cesaron estas señales y estas maravillas.

Al fin de la era apostólica ya habían cesado estas obras. Pablo tenía un aguijón en la carne, una enfermedad. Oró tres veces al Señor que se la quitase y el Señor contestó: “Bástate mi gracia”. Aquella dolencia física era una gran bendición para Pablo (2 Corintios 12:7-9). Epafrodito fue a Roma desde Filipos a llevar una ofrenda de los filipenses al apóstol Pablo, que estaba preso, y allí enfermó gravemente. La enfermedad corrió su curso natural hasta el restablecimiento. Epafrodito no fue objeto de un milagro de sanidad por parte del apóstol (Filipenses 2:25-30).

Timoteo era un joven enfermizo. Estaba siempre enfermo y padecía del estómago. Pablo, antes que hacer un milagro en él, le recetó un remedio para su enfermedad (1 Timoteo 5:23). Trófimo, un siervo de Dios y compañero útil de Pablo en el ministerio. Tuvo que ser dejado por el apóstol enfermo en Mileto. Tampoco fue objeto de un milagro de sanidad por parte de Pablo (2 Timoteo 4:20).

Al principio de la era apostólica, leemos en los Hechos 19 que sudarios y pañuelos que habían estado en contacto con el cuerpo de Pablo eran llevados a los enfermos y les sanaban. Al fin del ministerio de Pablo, estas virtudes habían cesado en él como puede verse muy bien por los casos precedentemente citados.

Yo no niego que el Señor, cuando esta es su voluntad, sana milagrosamente a su pueblo en respuesta a la oración de fe. Pero esto es muy distinto a que se levante un hombre diciendo que tiene el don de sanidad —según se manifestaba por medio de los apóstoles— invitando a todos los enfermos para ser sanados. Para esto último no hay garantía alguna en la Palabra.

La salud del cuerpo es una bendición temporal. El Señor está haciendo una obra más importante hoy, salvando las almas por la predicación del Evangelio.

Esta es una bendición eterna. El mayor milagro es el cambio de un pecador en una nueva criatura.