¿Quiere usted descubrir algo?

Hace poco apareció en un diario una carta escrita por un ateo en la cual se mofó de los que creen en Dios. En dicha carta el escritor dijo que la renombrada científica francesa, Marie Curie, descubridora del elemento radio, era una atea. Asimismo afirmó que uno de los eminentes médicos que asistían la familia real británica, también era un ateo. De este modo, el escritor incrédulo quería insinuar que si estos personajes tan sabios eran ateos, luego las personas que creen en Dios y en su Hijo Jesucristo nuestro Salvador son, ni más ni menos, unos pobres necios.

Parecería que aquel señor nunca había oído hablar del famoso médico, Sir J. Simpson, el que descubrió el cloroformo, o del Sir J. Weir, otro médico de brillante actuación, que hace poco se retiró después de 50 años de asistencia a la misma familia real.

Estos distinguidos médicos no eran menos intelectuales que aquellos citados por el escritor ateo, sino ambos eran cristianos convencidos y fervientes testigos de su fe en Cristo. Entonces no hay motivo por qué creer las afirmaciones absurdas de los incrédulos que porfían en repetir la vieja mentira: «Todos los eminentes científicos son ateos».

El uso del cloroformo ha salvado a incontables millones de enfermos de insoportable dolor bajo el escalpelo del cirujano. Pero Simpson hizo muchos otros descubrimientos importantes que contribuyeron al adelanto de la ciencia médica. Un día un amigo suyo le preguntó: «Doctor, ¿cuál es el más notable descubrimiento que usted haya hecho?». El insigne médico contestó: «Mi mayor descubrimiento fue cuando supe que yo era un pecador, y que el Señor Jesucristo murió para ser mi Salvador».

Millones de otras personas, de todos los rangos, sabias y no sabias, han hecho este mismo descubrimiento, y han podido decir con toda confianza: «Yo sé que mis pecados son perdonados, porque Cristo murió por mí».

Estimado lector, ¡este descubrimiento está al alcance de usted también!

La Biblia, que es la Palabra de Dios, da testimonio del asombroso amor de Dios, pues dice que “él no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Romanos 8:32). Sí amigo, Dios entregó a su Hijo amado a la muerte de cruz a fin de que usted y yo fuésemos salvados de las funestas consecuencias de nuestra insensata incredulidad y pecado.

Todo el mundo ha merecido la condenación de Dios, es decir, la separación de todo bien eterno durante toda la eternidad en el infierno. Sin embargo, “no envió Dios a su Hijo al mundo para que condene al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17). “Dios mostró su amor para con nosotros en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). Sí, Cristo mismo sufrió todo el castigo en lugar nuestro, a fin de que todo aquel que confíe sinceramente en él reciba la salvación eterna, sin dinero y sin precio.

Los que no quieren aceptar esta salvación son culpables de un desprecio que Dios no puede perdonar, e inevitablemente continuarán bajo la condenación de Dios. Por el contrario, todo aquel que reconozca su pecado ante Dios, y crea únicamente en el Señor Jesucristo por el perdón, recibirá la remisión de todas sus ofensas, porque

La sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado
(Juan 1:7).

Esta maravillosa salvación infunde la paz para con Dios en el corazón durante toda la vida presente, e imparte certidumbre para siempre jamás. ¡Quiera Dios que usted, estimado lector, haga este descubrimiento tan bienaventurado!