Las primeras y postreras palabras del Señor en la gloria

El silencio extático de los discípulos del Señor, cuando la nube de gloria lo apartaba de la vista de ellos, fue interrumpido por la voz de dos hombres en vestiduras blancas, los cuales dijeron: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Sobre ligeras alas, desde las mismas puertas de la gloria en donde el Señor había entrado, habían venido ellos, trayendo el primer mensaje suyo, como del Cristo ascendido y glorificado, a sus siervos sobre la tierra. De suerte que simultáneamente con la ocupación de Su lugar a la diestra de la Majestad en lo alto se hacía sobre la tierra el anuncio de su regreso a ella. Antes de que el Espíritu santo viniese a morar en los discípulos, y a guiarlos a todas aquellas benditas verdades que fueron después reveladas; antes de que una palabra del Evangelio fuese predicada por ellos a las multitudes de hombres pecadores, fue hecho este anuncio: El Señor vendrá otra vez.

Este hecho debía llamar la atención y posesionarse del alma del cristiano con gran poder, porque prueba cuán importante es para el Señor esta segunda venida, que debía ocupar el primer lugar en los pensamientos de los que le amaban.

Transcurrieron sesenta años, y el último de aquellos hombres amados cuyos oídos oyeron aquel primer mensaje del Señor en gloria estaba para partir. Pero antes de que concluyese su servicio sobre la tierra, le fue dada la revelación de cosas que habían de venir. Las últimas palabras de esta revelación, las cuales proceden del Señor, para cerrar las Escrituras, fueron una confirmación de aquel primer anuncio: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20).

Sí. Las primeras y las postreras palabras del Señor en la gloria a sus siervos sobre la tierra fueron acerca de su venida otra vez.

Una de las cosas más extrañas en la historia de la Iglesia es que esta esperanza de la vuelta del Señor fue una esperanza perdida durante siglos, y que estas palabras declaradas por el Señor en la plenitud de su amor hacia los suyos, para animarlos durante su ausencia, hayan sido atesoradas y comprendidas tan limitadamente. Es muy extraño aun ahora, desde que la verdad de esto ha sido ministrada de una manera tan clara, el que ésta afecte tan poco las vidas de aquellos que saben algo de ella, y que han recibido su doctrina. Sin embargo, no tenemos que ir muy lejos por la solución de cosa tan extraña; está revelada en las palabras del Señor a la asamblea de Éfeso: “Tengo algo contra ti, que has dejado tu primer amor” (Apocalipsis 2:4).

Una esperanza viva

Para que la verdad sea efectiva no debe ser meramente una doctrina en la mente, sino una esperanza en el corazón. “Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:3). Para esto Cristo debe ser supremo en los afectos. La pregunta «¿qué pensáis vosotros del Cristo?» es todavía la gran prueba de nuestro estado y la medida de nuestra actitud con relación a toda la verdad de Dios. Hemos visto a una joven prometida a bordo de un buque anticipando el fin del viaje y, cuando el puerto de su destino se presenta a la vista, ella es la primera en la cubierta, que con el anteojo de larga vista escudriña el muelle, buscando et rostro del que poseía su corazón. Qué alegre excitación se veía en ella, cuando al fin le descubría, fiel su palabra, esperándola para recibirla. La esperanza de encontrar al que había de ser su esposo era una gran realidad para ella, porque lo amaba y sabía que también él le amaba a ella.

Aquí es donde ha fallado la Iglesia. Otras cosas en vez de Cristo han llenado su corazón. Ha dejado ella su primer amor, y por lo mismo ha dejado de anhelar y de esperar a su Señor; y habiendo fallado en esto, ha fallado en todo lo demás.

Pero lo que ha sido perdido por la mayoría puede restaurarse al individuo, porque el Espíritu Santo de Dios está aquí todavía para hacer del amor de Cristo una realidad para todos los que suspiran por él. El Señor mismo hace un llamamiento admirable al afecto de sus santos en el capítulo final del Apocalipsis cuando dice: “Yo soy la raíz del linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana” (v. 16). Procura que el corazón sea despertado por esta presentación de Sí mismo, y que, al unísono con el Espíritu, la esposa diga: “Ven”.

Notadlo bien: es la Esposa la que dice: “Ven”. Pone de manifiesto un corazón no dividido, plenamente poseído por Aquel que se dio a Sí mismo para ganarla, respondiendo a Su fuerte e inmutable amor sin reserva. Esto no es verdad de la Iglesia hoy día; será verdad de ella cuando sea arrebatada a la gloria. Pero puede ser verdad de cada uno de nosotros ahora. Pero ¿cómo llegará a ser verdad de nosotros? Al rendimos a la dulce influencia de Su amor, al dejar que Sus palabras: “Yo te he amado” (Apocalipsis 3:9), penetren en nuestras almas, y al verle nosotros levantándose en la oscuridad como la estrella resplandeciente de la mañana; así llegará a ser verdad de nosotros.

El conocimiento de Su amor será nuestra corona, la cosa más escogida que poseamos, y esto lo retendremos firmemente, porque será más brillante y mejor para nosotros que lo más brillante y lo mejor que un mundo veleidoso pudiera ofrecer.

He aquí yo vengo pronto; retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona

ha dicho Él (Apocalipsis 3:11). Contestemos nosotros: “Amén; así sea. Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).