La esfera de la acción divina, en cuanto a su relación con la redención, está más allá de los límites del reino de la muerte; y cuando Satanás ha agotado toda su potencia, Dios empieza a manifestarse. La tumba es el término de la actividad del diablo, pero allí comienza a manifestarse la actividad de Dios.
¡Gloriosa verdad! Satanás tiene poder de la muerte, pero Dios es el Dios de los vivos, y comunica una vida que está más allá del alcance y del poder de la muerte, una vida que Satanás no puede tocar. El corazón del creyente encuentra así un dulce alivio en medio de un mundo donde reina la muerte, y contempla sin temor a Satanás desplegando toda la plenitud de su poder. Puede apoyarse confiadamente sobre la potente intervención de Dios en la resurrección. Se detiene delante de la tumba que acaba de cerrarse sobre algún ser amado, y recoge, de la boca de Aquel que es “La resurrección y la vida”, la bienaventurada certeza de una gloriosa inmortalidad. Sabiendo que Dios es más fuerte que Satanás, el creyente puede esperar en paz la plena manifestación del poder superior de Dios, y esperando así, apropiarse la victoria de Dios y la paz asegurada que ella trae consigo. Los primeros versículos de este capítulo nos ofrecen un hermoso ejemplo de esta potencia de la fe.
“Un varón de la familia de Leví fue y tomó por mujer a una hija de Leví, la cual concibió, y dio a luz un hijo; y viéndola que era hermoso, le tuvo escondido tres meses. Pero no pudiendo ocultarle más tiempo, tomo una arquilla de juncos y la calafateó con asfalto y brea, y coloco en ella al niño y lo puso en un carrizal a la orilla del río. Y una hermana suya se puso a lo lejos, para ver lo que acontecía” (v. 1-4).
De cualquier manera que contemplamos esta escena, la vemos llena de un vivo interés. Vemos a la fe triunfando de las influencias de la naturaleza y de la muerte, permitiendo al Dios de la resurrección que obre en la esfera y según el carácter que le son propios. Sin duda alguna, el poder del enemigo se muestra también de una manera evidente, por cuanto fue necesario que el niño se encontrara en tal posición, posición de muerte en principio. Además, una espada traspasó el corazón de la madre cuando ve al hijo amado acostado en una pequeña tumba. Pero si Satanás podía obrar, si la naturaleza, encarnada en la madre, lloraba, el que vivifica los muertos estaba detrás de la nube sombría y la fe le contemplaba allí. “Por la fe Moisés, cuando nació fue escondido por sus padres por tres meses, porque le vieron niño hermoso, y no tuvieron el decreto del rey” (Hebreos 11:23).
Por este hecho, la noble hija de Leví nos da una santa lección. Su “arquilla de juncos, calafeteada con asfalto y brea”, proclama la confianza que ella tenía en la verdad que había alguna otra cosa que —como en otros tiempos para Noé, “el pregonero de justicia”— podía defender ese “niño hermoso” de las aguas de la muerte. En efecto, la arquilla de juncos, ¿era solamente la invención humana, creada por la provisión del corazón de la madre que alimenta la dulce, pero quimera, esperanza de arrebatar su tesoro de las manos despiadadas de la muerte por el agua? ¿No era más bien la fe quien la formo para ser un bajel de misericordia, para llevar con toda seguridad a “un niño hermoso” por encima de las sombrías aguas de la muerte, el lugar que le había sido destinado por decreto inmutable del Dios vivo? Cuando contemplamos a la hija de Leví, inclinada sobre la arquilla de juncos que su fe ha construido, dejando allí a su hijo, vemos en ella como la imagen de la fe que, elevándose atrevidamente por encima de este mundo de desolación y muerte, atraviesa, con su mirada de águila, las sombrías nubes que se ciernen sobre una tumba, viendo al Dios de la resurrección cumplir sus designios eternos, en una esfera donde las flechas de la muerte no pueden llegar jamás. Apoyada sobre “la Roca de los siglos”, espera en actitud de triunfo, mientras que las olas de muerte braman y se estrellan a sus pies.