En el campo de batalla, los enfermos se abrían camino, cargados con un soldado moribundo –voy a morir– decía el malherido, déjenme. Con aflicción depositaron su carga.
Poco tiempo después, calmándose el combate, un oficial recorría el campo de batalla. Vio al moribundo y se le acercó: –¿Qué podría hacer por usted? –Nada; se lo agradezco, pero voy a morir –¿No puede hacer nada?, ¿Quiere que se escriba a sus padres, a sus amigos? –No tengo a nadie. Pero si usted quiere, coja en mi mochila una Biblia; léame al final del capítulo 14 del evangelio de Juan, un versículo que habla de paz.
El oficial cogió el libro en la mochila y leyó: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo”.
El moribundo escuchaba, bebía cada palabra. Jesús da la paz, jamás la podría uno adquirir por sus propios medios, es preciso recibirla como dádiva. Esa paz la ha hecho en el Gólgota: Allí expío nuestros pecados, nos ha reconciliado con Dios. La conciencia está apaciguada, el corazón está en reposo. Ya no hay turbación, ya no hay miedo. Todos estos pensamientos se agolpaban en su mente.
Se dirigió al oficial: –le doy las gracias. Esta paz, la tengo. Ya falta poco y estaré junto a mi Señor. Ya no necesito nada. Quédese con este libro, me ha llevado a Jesús, y también le llevará a usted a él… su voz era tan débil que el oficial tuvo que acercar su oído a los labios del moribundo, y pronto se apagó. Había entrado en el reposo.
El oficial puso la Biblia en su bolsa y volvió al campamento. Había visto caer muchos soldados, nunca había asistido a semejante partida: Un hombre que muere en toda paz, sin el menor miedo, sabiendo a donde va. Había visto morir a su madre, una cristiana, y su final había sido igualmente apacible. No lo podía olvidar. Oh ¡cómo sonaba falsa la risa burlona de sus compañeros al lado de tan dulce paz! ¿Qué cosa tenían ellos para sus últimos momentos? Temor, angustia, incertidumbre. “Esta paz, dijo a sí mismo, la tengo que conocer”.
Buscó a Dios, y Dios se dejó hallar. Pidió la paz, y Dios se la dio.
En algún lado en el campo de batalla se veía por mucho tiempo una pequeña tumba en la cual estaban grabados el nombre del soldado y el de su regimiento. El mismo oficial la estaba cuidando fielmente. Mando grabar allí estas palabras: “Vida te demandó, y se la diste, largura de días eternamente y para siempre” (Salmo 21:4). El también había pedido la vida, la vida eterna. Dios se la dio.
Y usted, lector, ¿Tiene usted esta vida “para siempre”? Si no la tiene, venga a Aquel que la posee y que dice: “Yo les doy vida eterna” (Juan 10:28). Es Jesús, el Hijo unigénito de Dios. Nunca ha rechazado a nadie.
¡Profundo gozo! Cristo es el camino que lleva a la suprema meta. Jesús perdona. No hay nadie a quien rehúse la salvación.