A menudo que son víctimas de grandes penas y calamidades que se dan a pensar sobre el misterio del dolor, preguntan: ¿Por qué es que tantas personas piadosas sufren grandes adversidades mientras que los impíos gozan de perfecta salud y prosperidad?
Muchos cristianos han tenido la experiencia de grandes sufrimientos y a veces han estado perplejos y dudosos en presencia de la adversidad. Quizás un ser amado tiene que pasar por una larga y penosa enfermedad, ellos han orado por su cura, han suplicado para que el dolor intenso fuera fatigado, pero la enfermedad siguió, no hubo mejoría ni descanso en el dolor hasta que llegó la muerte a liberar del sufrimiento. Muchos siervos útiles del Señor han sido privados de trabajar en la obra por faltarles la salud y podrán preguntar con Job de la antigüedad: “¿Por qué escondes tu rostro y me cuentas por tu enemigo?” (Job 13:24).
Nunca podrá dársele una solución satisfactoria y completa al problema del dolor hasta que los misterios que encierran esta vida sean revelados en la ciudad celestial. Entre tanto nosotros los cristianos vivimos por la fe de que Dios en su perfecta sabiduría y en su perfecto amor hace todas las cosas para el bien de sus hijos. Sabemos por experiencia que el dolor tiene sus propósitos beneficiosos. Un mundo sin sufrimientos sería un mundo sin simpatía, sin sacrificio, sin paciencia y sin valor. A menudo los hombres ignoran el esplendor del amor dado en el servicio y en el sacrificio que el amor ha demandado. Esta compasión y deseo de combatir, pero si puede mitigar su amargura. ¿No hemos oído exclamar a los que sufren: “Qué agradecido estoy porque han compartido mi dolor”? Mucho de lo que es bueno y hermoso encuentra en el sufrimiento una oportunidad única para su manifestación, de manera que nos se puede decir que todo el sufrimiento de la vida es cosa perdida.
Por medio de la suficiencia de la gracia de Dios, muchos de aquellos que sufren, han sido testigos brillantes de la realidad de Dios y de su constante amor. Conozco grandes víctimas del sufrimiento que son mucho más felices que otros que no han conocido un día de dolor. Millares de santos en todas las edades han visto el amor y la bondad de Dios detrás de sus sufrimientos. Ellos saben que el dolor ha purificado, refinado, enriquecido y ensanchando sus almas. El sufrimiento los has hecho crecer en gracia y aprender lecciones muy preciosas; también ha sido el medio para que ellos hiciesen una consagración completa a la voluntad de Dios, y esto les ha hecho poseedores de una paz más profunda y de un mayor gozo. Ellos han encontrado un nuevo significado en la oración; y sus ojos han sido abiertos para ver las verdades de la Palabra de Dios. Con el Salmista muchos que han pasado por la escuela del dolor pueden decir: “Bueno es para mí el haber sido afligido, a fin de que aprenda tus estatutos” (Salmo 119:71).
Visité a una anciana cierto día, cuyas circunstancias eran de las peores, habiendo estado en cama durante 20 años. La encontré llena de alegría y agradecimiento. Me dijo que la causa de su gozo estribaba en haber encontrado al Salvador. “Si no hubiera sido por esta enfermedad”, me dijo “yo hubiera seguido siendo una mujer mundana e impía”. Felices son aquellos que pueden discernir los propósitos de Dios en medio de sus tribulaciones, y que por experiencia pueden decir con certeza en tiempo presente: “Sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien” (Romanos 8:28).
Al mirar hacia la cruz del Calvario y con los ojos de fe contemplar a Aquel que “llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24), descubrimos mucha luz en el problema del sufrimiento. Meditando en el sacrificio de la cruz y entendiendo algo de su significado y de su misterio, nuestras dudas se disipan, nuestras quejas cesan, y el alma se llena de amor y alabanza. Si nosotros sufrimos, Dios ha sufrido infinitamente más. El sufrió por causa del pecado, de la revelación e ingratitud de los hombres. Dios sufrió la perdida de su unigénito Hijo amado, enviándole a este mundo para hacer el sacrificio expiatorio por los pecados de los hombres. ¿Quién es capaz de comprender los sufrimientos que padeció Dios cuando, mirando desde los cielos, vio a su Hijo perseguido, aborrecido, escupido, azotado y crucificado? ¿Cuál no sería el dolor del corazón amante del Padre cuando de los labios del Hijo ascendió a los cielos aquella terrible exclamación de angustia y desolación: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). No podemos dudar el amor y la bondad que hay en este mundo de dolor cuyo sufrimiento es causado por el egoísmo, necedad y pecado de los hombres, cuando pensamos en lo que Dios ha sufrido por nosotros. “En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:10). Aunque nuestros sufrimientos sean muy grandes, comparados con los que Dios sufrió por causa de nuestro pecado y desobediencia, los de él son infinitamente mayores.
Es cierto que el sufrimiento era menos problema para los cristianos primitivos que lo que es para nosotros hoy. El mundo invisible y externo era más real para ellos, por consecuencia el sufrimiento perdió mucho de su aguijón. Comparando ellos su sufrimiento presente con el gozo y la gloria de la eternidad, parecía tan trivial y pasajero. Podían decir con el apóstol: “Por que esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17). Viviendo a la luz de lo eterno, el sufrimiento para los primeros cristianos dejo de ser un problema. Ellos no pasaron el tiempo, ni gastaron sus energías y pensamientos cavilando por qué Dios no los libraba de la persecución del sufrimiento y del martirio. Ellos consideraban estas cosas como amigos más bien que como a enemigos. Los sufrimientos eran el medio por el cual las cosas de la eternidad parecían más reales y verdaderas. Y con el apóstol Pablo podían decir: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18).
Si nosotros viviésemos menos para las cosas de este mundo y más para las que son de arriba, si el cielo fuese para nosotros tan real como lo era para nuestros antiguos padres en la fe, encontraremos nuestras cargas de sufrimiento más ligeras, y nuestros suspiros se convertirán en alabanza. Un anciano creyente me dijo una vez que aun en los sufrimientos mas intensos, y en el dolor de las largas horas de la noche, el gozo del Señor era tan grande que tenía que esforzarse para reprimirlo.
Para algunos esto parecía extraño, pero no es así para los que han aprendido a gozarse en el Señor “siempre”.
Mientras más vivimos para este mundo, más profundamente arraigamos nuestras vidas en sus placeres y sus tesoros, y el misterio del dolor será insufrible y las cargas insoportables. Por el contrario, mientras más vivimos en la esfera de lo eterno y descansamos en la certeza de las promesas de Dios, veremos menos problemas en nuestras penas, y más ligera nos será nuestra carga. Solamente en nuestros Señor Jesucristo, en su sacrificio por el pecado, en su revelación, en sus promesas eternas, en sus propósitos santificadores para nosotros, puede verse el sufrimiento en su verdadero significado.