Al pasar delante de una puerta entreabierta, el capellán de un hospital vio a un enfermo que permanecía inmóvil, cubierto con las frazadas hasta la barbilla. Entró y, después de haberle manifestado su simpatía, le hablo del Redentor, del socorro que Cristo ofrece al hombre con el fin de llegar a ser su mejor Amigo, sostenerle y acompañarle hasta la muerte.
El paciente no parecía prestar mucha atención, pero finalmente preguntó: –¿Puede él hacer algo por mí?
- Por cierto. Puede salvar a aquel que confía en él. “Venid a mí”, son sus palabras. Téngale confianza y usted encontrará en él a un Salvador para el presente y para la eternidad.
El capellán le habló aún largo rato y de repente el enfermo dijo: –Quiero aceptar a Jesús como mi Salvador. Fue como si el cielo hubiese bajado a ese cuarto. El capellán sacó entonces un Nuevo Testamento de su bolsillo y leyó en alta voz unas líneas escritas después de la última página impresa: –“Creo que soy pecador, pero que Cristo ha muerto por mí y lo acepto como mi Salvador personal”. Ahora tiene que firmar.
–Sí, lo acepto como mi Salvador, pero, vea: no puedo afirmar… no tengo brazos.
Emocionado, el capellán murmuró: –Perdóname, no lo sabía.
–Oh, no importa, no tengo piernas tampoco. Mi bombardero estalló y perdí brazos y piernas. El piloto prosiguió: –Tengo tres niños, y a menudo me pregunto que podré hacer aún en la vida. No puedo ya trabajar. Por eso le pregunté si Cristo podrá hacer algo por mí. Ahora me parece que todo es distinto.
Contestando al pedido del enfermo, el capellán sacó algunos Nuevos Testamentos de sus bolsillos: –Póngalos sobre mi mesa; ahora hay algo que puedo hacer por Cristo. Muchas personas vienen a verme. Déjelos allí, señor, y haré lo demás.
Al día siguiente, le médico-jefe fue a ver al piloto y lo halló mas animado. –¿Qué pasó? ¿Se siente mejor?
–Sí, mucho mejor desde la visita del capellán y a causa de este pequeño libro. El médico tomó el Nuevo Testamento en la mano.
–¿Quiere leerme el versículo 16 del capítulo 3 del evangelio de Juan? Fue lo que me leyó el capellán. El médico se puso a leer: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.
–Así es, Sr médico; soy un “aquel”, creí en Jesús, mi Salvador, y desde entonces me siento mejor.
Como tenía una profunda simpatía por el inválido, el médico escuchó con atención… y Cristo, presente en ese cuarto de hospital, tomó posesión de su corazón.
El aviador mismo se había apodado Pulgarcito. Cuando alguien pasaba por el corredor, él llamaba: “¡Hola! Venga a ver a Pulgarcito”, y aprovechaba la oportunidad para presentar el Evangelio.
Su estado físico mejoraba a medida que su moral se fortalecía. Hizo tan grandes progresos que se dispuso que le fueran colocados miembros ortopédicos. Conociendo su perseverancia –dijo el médico-jefe– suponemos que llegará a caminar y a utilizar un poco sus brazos artificiales.
Al enterarse de aquella decisión, el piloto se quedó un rato silencioso; luego dijo: –¡Sería demasiado hermoso! ¿Podría caminar e ir a contar lo que Dios hizo por mí? ¿Sería posible que Pulgarcito llegase a ser un pequeño predicador del Evangelio?
Dios le concedió esa gracia al hombre que había dicho en su desesperación: ¿Puede él hacer algo por mí? Entonces, como Job, el piloto pudo decir: “Yo conozco que todo lo puedes” y agregar como Jeremías: “Ni hay nada que sea difícil para ti”.
Amigo lector tiene el libre empleo de todos sus miembros, ¿Qué uso hace usted de ellos? Y si, por el contrario, usted padece una penosa dolencia, que pueda, como el apóstol Pablo, oír al Señor que le dice: “Bástate mi gracia” y glorificarle aun en su grande prueba.