Aquí se llama a Jerusalén “la ciudad derramadora de sangre”. Todas las clases eran culpables. Los príncipes, como lobos, habían derramado sangre, transgredido la ley de todas las maneras y destruido las almas (v. 6, 27). Los sacerdotes habían violado la ley (v. 26); los profetas mentirosos habían saqueado las cosas preciosas y devorado las almas (v. 25, 28); finalmente, el pueblo cometía robo y oprimía al afligido y al pobre (v. 29). En vano Jehová había buscado a alguien “que hiciese vallado”, y que, como Moisés, “se pusiese en la brecha” delante de él a favor de la tierra (v. 30; Salmo 106:23).
Esa doble función corresponde a las consignas del creyente:
velar y orar.
Velar para impedir la penetración del mal y del mundo en la asamblea y en nuestro corazón. Interceder por el testimonio del Señor.
La importancia que Dios atribuye a la separación de los suyos todavía es subrayada en el capítulo 23. Bajo la figura de los crímenes de Ahola (Samaria o las diez tribus) y Aholiba (Jerusalén y Judá), Dios nos habla de alianzas culpables de Israel con países vecinos: Egipto, Asiria, Babilonia y de su castigo por medio de ellos. Cuando un creyente establece vínculos con el mundo, a menudo recibe su castigo por mano de este último.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"