Andar por la fe

Capítulo 11 de la epístola a los Hebreos

Andar

Andar por la fe

La fe, el principio vital

Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve… Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía
(Hebreos 11:1-3).

En el mundo no se puede negar la existencia de un principio que obra de forma vital, y que en todo tiempo ha incitado vivamente el odio y la oposición del hombre. Siempre ha sido así, desde los días de Abel hasta hoy. Este principio vital es la fe.

El mundo siguió su curso y continúa haciéndolo en torno nuestro. Sin embargo, en medio de ese torbellino de pasiones, luchas e intereses, hubo y hay un móvil que se mantiene y que despierta la hostilidad y el desprecio del mundo. Es la historia de esa ciudad donde moramos, y es asimismo la de Caín y Abel. Siempre ha sucedido así desde el principio y en todos los países; por doquier, el pueblo de la fe ha sido el blanco de la enemistad del hombre, pero Dios reconoce a ese pueblo como Suyo: “Otros experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno…” (Hebreos 11:36-38).

Dios nos presenta aquí la historia de ese pueblo desde Su punto de vista. No interviene de manera extraordinaria; los deja ir “de acá para allá… pobres, angustiados, maltratados”. Dios no se ocupa del mundo (como institución u organización), sino que lo deja seguir su propio camino. Pero aunque actualmente permite esto, no siempre será así: “Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8:11). Caminan según sus propios pensamientos, “siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2). Este no es el mundo de Dios.

El Señor se entromete tan poco en él, que cuando sus propios hijos, aquellos a quienes Dios reconoce, son “angustiados” y “maltratados”, no interviene inmediatamente. El mundo abandonó a Dios, y Dios no reconoce al mundo. Esto lo vemos en el mensaje al ángel (o mensajero) de la asamblea en Esmirna: “No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:10). ¿Cómo puede ser esto? ¿No podía Dios intervenir? Notemos que hay esperanza para una escena posterior: “Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”.

Si alguien quiere andar con Dios, debe hacerlo por la fe. Anda, pues, en medio de un mundo que no reconoce ni los derechos ni la existencia de Dios, y en el cual Dios no interviene, un mundo que va madurando para el juicio. Dios envía un testimonio, y en la medida en que seamos fieles a Su testimonio, el príncipe de este mundo nos perseguirá. “Mas os digo que Elías ya vino”, dice el Señor, “y no le conocieron; sino que hicieron con él todo lo que quisieron. Así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos” (Mateo 17:12). Este es el carácter de “la corriente de este mundo”. Dios puede dirigir todo por medio de una providencia secreta, y dominar; pero el carácter del mundo es tal como se ha expuesto. La fe tiene su testimonio propio y lo mantiene, sabiendo que Dios no reconoce al mundo: “Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir, porque has tomado tu gran poder, y has reinado. Y se airaron las naciones, y tu ira ha venido, y el tiempo de juzgar a los muertos, y de dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos, y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra” (Apocalipsis 11:17-18). Mientras tanto, es preciso vivir por la fe en las cosas que no se ven.

De manera particular, esto constituía una prueba para los hebreos. Su religión era esencialmente visible. Eran guiados por un sistema establecido; tenían un templo visible, unos sacrificios, un sacerdocio y un conjunto de ritos que llenaban los sentidos. En cuanto al Mesías, también esperaban verlo; pero cuando lo vieron realmente, lo aborrecieron y lo condenaron a muerte, y aquel Mesías subió al cielo. Haciéndose, pues, cristianos, perdían cuanto tenían y no ganaban nada que fuera palpable para la carne. Por lo tanto, estaban constantemente tentados a negar a un Mesías que no se veía, para volver a las cosas que se veían (o sea, al culto judaico con todo su esplendor).

En el capítulo 11 de la carta a los Hebreos el autor resume y muestra que, durante el transcurso de la historia del hombre, quien quiera que hubiese alcanzado buen “testimonio”, lo había recibido mediante la fe. Los hombres nos toman por locos. Como definición de la locura, uno podría imaginarse a un hombre que, con la mayor perseverancia, persiguiese un objetivo que nadie viera o creyera real. La autoridad del creyente es la Palabra de Dios. Desde el momento en que obra apuntando a un objetivo visible, deja de actuar como cristiano. En este sentido, Cristo vivió la vida de la fe.

Esta vida de la fe que nos es presentada en la epístola a los Hebreos no es la salvación o la paz hallada por medio de la fe. Solo hay una excepción (o que puede serlo en cierta medida): la de Abel; pero, por lo demás, la fe es considerada como el poder por medio del cual caminaban esos santos o creyentes.

La fe aplicada a la paz del alma; y la fe como poder para caminar

Cuando hablamos de fe, podemos considerarla como la fe en un testimonio; por ejemplo, cuando alguien me cuenta algo y creo lo que esa persona me dice. Pero también puedo tener fe en esa persona de otra manera: poniendo mi confianza en ella; a menudo confundimos estas dos cosas. Así, por una parte existe el testimonio de Dios (debo creer lo que él ha dicho) y, por la otra, la confianza en Dios, que es el poder en mi andar.

Lo que nos otorga la paz es el hecho de recibir y aceptar el testimonio de Dios (es creer lo que él ha dicho); en cambio, para poder caminar necesitamos confiar en él. Sin embargo, no debemos confundir la confianza en Dios con la fe en su testimonio. Estas dos cosas se pueden ver en Abraham; Dios lo llamó y, mostrándole las estrellas del cielo, le dijo: ¡“Así será tu descendencia”! Y Abraham “creyó a Jehová” (Génesis 15:5-6). Cuando el sacrificio de Isaac, no se recibió un testimonio, pero Abraham creyó en Dios (Hebreos 11:17-19).

Yo, siendo pecador, consciente del pecado, ¿cómo puedo confiar en Dios? Lo conozco como un Dios santo, que aborrece el mal; entonces, ¿cómo puedo tener confianza en él? No me atrevería a presentarme ante él cargado con mi pecado. ¿Qué me puede servir de ayuda? No es negar la santidad de Dios, por supuesto; tampoco se trata de que yo pueda quitar o dejar el pecado; sin embargo Dios me dice que mi pecado es quitado, y yo le creo a Dios. Esto no es la confianza en el poder de Dios; lo que me da la paz es el hecho de recibir y aceptar su testimonio.

No podemos gozar de reposo cuando tenemos conciencia del pecado, a menos que sepamos que no nos es imputado. Dios ha visto el pecado tal como es, y de nada nos sirve estar satisfechos de nosotros mismos; es preciso que Dios esté satisfecho respecto a nosotros. Cuando uno intenta estar satisfecho consigo mismo, se produce una lucha espiritual; en dicha situación, uno todavía no ha llegado a comprender que es un pecador sin merecimiento alguno, totalmente corrompido. A menudo Dios permite que esa lucha dure cierto tiempo. En semejante situación tratamos de mejorarnos a nosotros mismos, y Dios nos deja hacerlo; pero tal como el hombre que anda por un barrizal, intentando sacar un pie mientras el otro se hunde más, vamos de mal en peor. En esto hay verdaderamente una obra del Espíritu de Dios que nos lleva hasta el punto en que debamos confesar: ¡Estoy completamente perdido! Entonces, lo que responde a nuestra imperiosa necesidad es el testimonio del Evangelio acerca de la obra de nuestro Señor Jesucristo, afirmando que cualquiera que crea en él es completamente justificado: “Sabed, pues… que por medio de él (Jesús) se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él (Cristo) es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39). Vemos entonces que, respecto a esto, Dios descansa en Cristo con una satisfacción perfecta. Cristo dice: “He acabado la obra que me diste que hiciese”; y Dios dice: “Siéntate a mi diestra” (Juan 17:4; Salmo 110:1; compárese con Hebreos 10:12). Como resultado de la obra redentora de Cristo, plenamente aceptada, tengo descanso para mi alma, porque sé que Dios no tiene absolutamente nada contra mí. Creo el testimonio de Dios y tengo la paz.

Ahora bien, si viene la prueba, la desgracia, lo que aflige mi corazón, pase lo que pase, nada hará vacilar el fundamento de mi paz. Si la obra de Cristo no estuviera perfectamente hecha, si él no hubiera pagado enteramente por el pecado, yo nunca podría gozar de la paz verdadera. ¿Y por qué? Porque Dios dice que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Por lo tanto, si no estuviera perfectamente cumplida, Cristo debería morir y derramar su sangre nuevamente. Pero sí, la obra está cumplida; el Espíritu de Dios me hará ver que todo está hecho. Confío en la palabra que Jesús dijo a su Padre: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Así yo también puedo decir: “Consumado es” (Juan 19:30).

Andar por la fe

Ahora el camino de la fe está abierto delante de mí. Estoy seguro de que Dios me ama, de que él no es otra cosa sino Amor. Por lo tanto, puedo confiar plenamente en él; por experiencia conozco su amor. Él me salvó siendo yo pecador; ahora como creyente, puesto aparte para servirle, puedo confiar en su amor.

Notemos el orden en que estas cosas nos son presentadas en el capítulo 11 de la epístola a los Hebreos:

Es, pues, la fe la certeza (el firme convencimiento) de lo que se espera, la convicción (la demostración) de lo que no se ve
(Hebreos 11:1).

Movidos por la fe, lo que es invisible se hace tan presente, tan real como si estuviera verdaderamente ante nuestros ojos, e incluso más, porque uno está desilusionado de las cosas que se ven, en tanto que no hay decepción posible en las cosas que el Espíritu comunica al corazón.

Por medio de la fe comprendemos que el universo fue formado por la palabra de Dios (v. 3). Seguidamente nos encontramos con los sacrificios, el gran fundamento sobre el cual la criatura caída puede aproximarse a Dios. Examinemos un poco lo que los distingue y caracteriza.

El sacrificio de Abel

Caín ofreció a Dios lo que había logrado cosechar con el sudor de su frente, presentó a Dios el fruto de su trabajo. Esto no procedía de un hombre carente de religión, pues ofreció sacrificio a Dios, adoró al Señor; sin embargo fue desechado. ¿Por qué? Porque su culto estaba fundado sobre algo que no era la fe. Siendo pecador, estando excluido del paraíso, Caín se acercaba a Dios como si todo estuviese en orden, como si el pecado y la rebeldía no existiesen.  Hay muchos que obran como Caín, creyendo que con una naturaleza caída pueden rendir culto a Dios, pueden rendirle homenaje. ¿Y cuál era el presente de Caín? La misma cosa que llevaba impreso el sello de la maldición. En efecto, Dios había dicho:

Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida.  Espinos y cardos te producirá, y comerás plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado…
(Génesis 3:17-19).

Caín ofreció el fruto de la tierra maldita… A esto puede llegar un hombre que cree poder «cumplir con sus obligaciones religiosas», como suele decirse; obrando así, Caín olvidaba completamente su condición real: la de un pecador sobre quien descansa la condenación y la muerte.

Abel, en cambio, obró de una manera muy distinta: trajo un cordero degollado, sacrificado; se acercó a Dios por medio de la muerte (en principio, por medio de la expiación de Cristo). Entre él y Dios puso el testimonio de un sacrificio, del cual había sido provisto, y lo ofreció por fe. Antes de que la obra del Señor Jesucristo fuese cumplida, fue revelado que esta sería llevada a cabo.  Es como si, por ejemplo, yo dijese a alguien que está encarcelado debido a sus deudas: «Amigo, ¡yo pagaré todas tus deudas!». Así, todo lo que (de la obra redentora de Cristo) nosotros gozamos ahora como de cosa cumplida, en aquel tiempo no era más que un objeto de esperanza. Según está escrito:… “Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:25-26). Ahora no miramos hacia un sacrificio futuro; o, volviendo a nuestro ejemplo, no tenemos solo la promesa de salir de prisión: ya estamos fuera. Tenemos el testimonio de que es cosa hecha, y el Espíritu Santo es el sello de dicho testimonio. El Espíritu Santo no puede dar otro testimonio a nuestras almas sino el de que todo está cumplido, que la deuda está pagada, la puerta abierta y la obra consumada.

En 1 Pedro 1:11-12 se nos habla de “los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos”. Los creyentes del Antiguo Testamento esperaban ambas cosas; pero, en cuanto a nosotros, estamos situados entre las dos; los sufrimientos de Cristo quedaron atrás, y esperamos las glorias. El Espíritu Santo ha sido enviado en el intervalo para testificar de una redención que está cumplida perfectamente. Dicha redención no es para nosotros un mero objeto de esperanza; no esperamos que nuestros pecados sean borrados: ya lo están. Este es el fundamento sobre el cual descansamos. Dios, al aceptar la obra redentora de su Hijo, también descansa en ella, un motivo aún para nuestra paz.

Enoc

Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios
(Hebreos 11:5).

El andar de Enoc nos presenta en sí mismo algo más profundo aun. Naturalmente, cada cristiano no es arrebatado al cielo como lo fueron Enoc y Elías. Lo que podemos apreciar en el andar de Enoc es que no solo podemos acercarnos a Dios (la fe no nos manifiesta únicamente esto), sino que en adelante existe algo que ha echado la muerte completamente a un lado. Ahora la muerte es nuestra; para nosotros ya no existe como “rey de los espantos”. Todas las cosas son nuestras; la vida es nuestra y la muerte también, porque nosotros somos de Cristo, y Cristo es de Dios (1 Corintios 3:22-23).

En Enoc hallamos un caminar con Dios; un poder de vida con Dios, de tal manera que la muerte no aparece. La vida del Hijo de Dios es nuestra, no solamente su muerte. No solo existe la preciosa verdad de que un sacrificio fue cumplido, de tal modo que da paz a nuestras almas, sino que todo el poder de Satanás ha sido destruido por medio de la muerte. Dios permite que Satanás haga todo el mal que pueda, y el Hijo de Dios tuvo que soportar pacientemente todo cuanto el “príncipe de este mundo” podía hacer; así Él lo aniquiló.

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí
(Gálatas 2:20).

Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor… y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor
(2 Corintios 5:6, 8).

Como creyentes no esperamos ser “desnudados” (despojados del cuerpo), sino “revestidos” (para que lo que en nosotros es mortal sea absorbido por la vida); pero si morimos, la vida que poseemos permanece intacta y estamos “presentes al Señor”.

Hay dos cosas que la fe reconoce y que son mostradas aquí: primero, la sangre de la expiación por medio de la cual el pecado es abolido; luego, un poder de vida por el que andamos, no solo como pueblo de Dios, sino con Dios. De esto se desprende que el poder de la muerte ya no existe. Estamos identificados con un Cristo viviente, ya que somos salvados por la muerte de Cristo.

Ni en el caso de Abel, ni en el de Enoc, se hace mención de condenar “al mundo”; de uno, Dios da “testimonio de sus ofrendas”, del otro dice: “Caminó Enoc con Dios”. Pero es preciso notar lo que se dice en el versículo 7 de este capítulo de Hebreos. Nosotros atravesamos el mundo, y Dios nos ha dado un testimonio con respecto a dicho mundo y lo que le espera, esto es: un juicio seguro. Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos” (Hechos 17:31).

Movido por la fe, Noé…

Por la fe Noé, cuando fue advertido por Dios acerca de cosas que aún no se veían, con temor preparó el arca en que su casa se salvase; y por esa fe condenó al mundo, y fue hecho heredero de la justicia que viene por la fe
(Hebreos 11:7).

Siendo avisado de lo que acontecería al mundo, Noé creyó en el juicio y se conformó con la senda de salvación que Dios le revelaba, y “condenó al mundo”. Vemos que la fe condena “al mundo”; aquí no se trata de creer simplemente en un sacrificio que salva, o de tener el poder para caminar con Dios, sino que la fe declara, con respecto al mundo, que está totalmente alejado de Dios y que será juzgado. Nosotros tenemos el testimonio de la Palabra de Dios, el cual nos revela que el juicio caerá sobre el mundo.

Más de un cristiano se alegraría de poder andar “con Dios”, pero retrocede ante el pensamiento de romper con el mundo, cuando precisamente (por el claro testimonio de Dios en cuanto al juicio que espera el mundo) debería vivir de modo que prácticamente condenara al mundo. Si tuviéramos la fe de Noé, así como la de Abel y Enoc, no podríamos congeniar con el mundo. Si bien es cierto que el Señor ha salvado a su pueblo, también es cierto que él vendrá para juzgar al mundo; y aquellos que son del Señor tienen su parte con Cristo y en Cristo, de modo que cuando él venga, ellos también vendrán con él. Tan cierto como que Cristo resucitó de entre los muertos, lo es igualmente que él es el Varón que Dios destinó para juzgar al mundo, al “presente siglo malo” (véase Gálatas 1:4), y también es cierto que no hay juicio para nosotros, los que creemos en él. Lo que me muestra que habrá un juicio también me revela que no lo habrá para mí. ¿Y cómo puedo saber que habrá un juicio? Lo sé porque Dios resucitó a Cristo de entre los muertos. ¿Y qué es lo que Dios nos dice, además, en cuanto a la resurrección de Cristo? Que todos nuestros pecados están borrados, porque él resucitó para nuestra justificación.

Una tienda y un altar

Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios
(Hebreos 11:8-10).

Seguidamente el apóstol se ocupa de otro punto: la manifestación activa y práctica del poder de la fe. Esto era lo que fortalecía a Abraham; él confiaba, por así decirlo, ciegamente en Dios. Dios lo llamó por su gracia y él “salió sin saber a dónde iba”. En este acto hay algo más que aceptar un testimonio: manifiesta una confianza implícita en Dios. Si alguien dice: «Si yo supiera qué consecuencias me sobrevendrían al hacer esto, entonces confiaría en Dios», esta persona no actúa como lo hacía Abraham. Es preciso andar sin saber a dónde vamos, pero con la confianza puesta en Aquel que nos conduce. Dios dará suficiente luz para que podamos dar el primer paso, aunque no podamos distinguir el segundo; pero cuando hayamos doblado la esquina, veremos lo que se encuentra al otro lado o más allá del camino.

Luego, cuando demos un paso, comprobaremos que Dios nunca nos procura total satisfacción en este mundo. Él nos bendice, pero no nos garantiza la satisfacción o la consecución de bienes o seguridades materiales. Cuando Abraham llegó al país que más tarde sería su herencia, ¿qué recibió? Nada. Siempre fue un peregrino, “extranjero en la tierra”. Esto no agrada al corazón humano, y a menudo hace que se desilusione. Tenemos nuestros propios pensamientos acerca de las esperanzas que nos forjamos para el porvenir, y a veces nos preocupamos por lo que haremos dentro de veinte años, mientras Dios nos conducirá a su reposo.

Dios guio a Abraham a la tierra prometida, luego comenzó a dirigir sus pensamientos hacia otra patria. Abraham se acercó a Dios y fue puesto en un mirador lo suficientemente elevado para ver por la fe que todo estaba aún por delante de él en esperanza, no en una realidad que se pudiera tocar o palpar. El Señor se reveló al patriarca en la comunión; le manifestó sus designios y, maravillado, Abraham adoró. Como peregrino y adorador Abraham se caracterizaba por dos cosas: su tienda de campaña y su altar. Dios hace lo propio con nosotros; nos hace cristianos, nos lleva a la tierra prometida y nos muestra que todo está aún delante de nosotros, no de modo visible y palpable, sino en esperanza. Ahora, pues, no es tiempo de descanso. Los caminos de Dios se hacen más claros ante nuestros ojos, y percibimos que tenemos el privilegio de ser extranjeros y peregrinos con Dios, y que lo seremos hasta que lleguemos a nuestra casa, en la morada de Dios.

Queridos amigos, ¿en qué estado se encuentran en relación con lo que acabamos de exponer? ¿Pueden decir en verdad: «La morada de mi corazón está allá donde Dios mora; no tengo ni busco ninguna otra»?

No hay ningún obstáculo entre Dios y nosotros; no hay pecado entre nosotros y él, o –de lo contrario– Cristo no estaría en Su presencia; pero él está allí porque abolió el pecado. Cristo y el pecado no pueden estar al mismo tiempo ante Dios. Respecto a nuestra salvación, ¿podemos decir, por consiguiente, que descansamos plenamente en el Señor Jesucristo, o –por el contrario–, nos ocupamos todavía en arreglar lo que ya está resuelto por el Señor? Que él nos conceda creer en Su testimonio y tener fe en Su poder.

Lo que caracteriza la fe es que ella no solo cuenta con Dios pese a la dificultad, sino incluso a pesar de lo imposible.

La fe no se ocupa de los medios; ella cuenta con las promesas del Señor. A los ojos del hombre natural, parece que el creyente carece de prudencia; sin embargo, cuando se buscan medios para facilitar al hombre tal o cual cosa, ya no es Dios quien obra; cuando uno confía en los medios o facultades materiales, ya no se trata de la obra de Dios. Cuando el hombre se encuentra frente a lo imposible, es preciso que Dios intervenga, y aquí se manifiesta con mayor evidencia el camino recto y bueno, en que Dios solo hace lo que él quiere. Y la fe se atiene a su voluntad y no a otra; por lo tanto, no toma en cuenta ni los medios ni las circunstancias. En otras palabras, la fe no consulta “con carne ni sangre”. Si la fe es débil, el hombre se apoyará principalmente en los medios exteriores en la obra de Dios. Recordemos que cuando las cosas son factibles para el ser humano, cuando están a su alcance, no hay necesidad de fe, porque no se precisa la energía del Espíritu. Los cristianos actuamos mucho y logramos poco, ¿nos hemos preguntado por qué?

Extranjeros y peregrinos

Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad
(Hebreos 11:13-16).

De estos creyentes no solo se dice que eran “extranjeros y peregrinos”, sino que ellos mismos lo confesaban. A veces uno desea ser «religioso» en el corazón –en lo más escondido de su ser–, pero con la condición de no hablar de ello. Sobra decir que, en tal caso, no puede haber ninguna energía de la fe. Si reconocemos que el mundo está juzgado y perdido, si nuestras esperanzas están puestas en los cielos, el resultado necesariamente será que pensemos y obremos como extranjeros y peregrinos en esta tierra, y esto deberá manifestarse durante toda la vida. Si nuestro corazón está arriba, en el cielo, debe demostrarlo. Tal cosa evidentemente implica una profesión pública y declarada, es decir, un claro testimonio para Cristo. ¿Estaríamos satisfechos de un amigo que no nos reconociera o no confesara su amistad con nosotros cuando las circunstancias nos fueran adversas? Un cristiano que se esconde, que oculta su fe, es evidentemente un mal cristiano.

Mirando a Jesús por la fe, las cosas que hemos vislumbrado a lo lejos se hacen cercanas, como si las estrecháramos ya en nuestros brazos. Como creyentes ya no nos ocupamos del país del cual hemos salido; nuestro corazón se vincula con la otra patria que está ante nosotros. Al surgir dificultades, si nuestros afectos no están puestos en Jesús, el mundo no tarda en recobrar su imperio sobre nosotros.

Cuando el apóstol Pablo declaró: “Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo”, no lo hizo en un momento de emoción para luego arrepentirse de ello; él estaba tan lleno de Cristo que estimaba todo lo demás como basura: “Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8). La constancia del corazón muestra que los afectos de un cristiano están dirigidos hacia lo que aún está por delante, sus esperanzas están en las cosas celestiales; entonces el Señor no se avergüenza de ser llamado su Dios.

De dos cosas, una: o se manifiesta la “carne” o actúa la fe; a la verdad es imposible que podamos detenernos entre ambas. El cristiano debe sentirse atraído por lo que es el cielo; los anhelos, los deseos del hombre nuevo son celestiales. Tratar de vincularnos nuevamente al mundo, con el fin de mejorarlo valiéndose del cristianismo, es una cosa terrenal. Este no es el propósito del Señor; él quiere vincularnos al cielo; debemos poseer, pues, el cielo sin el mundo, o el mundo sin el cielo. Aquel que nos prepara una ciudad no puede querer para nosotros algo que se interponga entre ambos. Anhelar una patria mejor es inherente a una naturaleza enteramente celestial.

Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia; pensando que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos, de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir
(Hebreos 11:17-19).

Abraham se aferraba a las promesas antes que a los afectos naturales. Para él, la fuerza de la prueba consistía en que Dios había designado a Isaac como la descendencia aceptada, a la cual iban unidas las promesas. La fe cuenta con Dios. Y Dios detuvo a Abraham y le confirmó las promesas con respecto a su descendencia iniciada en Isaac. Al obedecer, adquirimos un conocimiento de los caminos de Dios, los cuales ignoraríamos sin dicha obediencia. La incredulidad nos hace perder el gozo, el poder y la vida espiritual; en dicha condición ya no sabemos dónde estamos ni a dónde vamos.

Movido por la fe, Moisés…

Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado, teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios; porque tenía puesta la mirada en el galardón
(Hebreos 11:24-26).

El corazón carnal se vale de la providencia de Dios para utilizarla contra la vida de la fe. La providencia llevó a la hija de Faraón hasta el niño Moisés, poniéndolo en medio de la sabiduría del mundo, en la corte de Faraón, para utilizar su influencia (así parece) en favor de Israel. Ahora bien, la fe lo obligó a abandonar todo aquello. Posiblemente, gracias a su influencia en la corte de Faraón, Moisés hubiera podido socorrer a Israel, pero este hubiera tenido que permanecer bajo la servidumbre en Egipto. La fe es «imprudente», pero tiene esa prudencia eterna que confía en Dios y nada más que en Dios. La fe discierne lo que es del Espíritu, pues lo que no es del Espíritu no es de la fe, no es de Dios. Atenerse a la providencia como a primera vista ofrecen los hechos que concurren en ella, es –en el fondo– desear “gozar de los deleites temporales del pecado”; se ama al mundo y se busca el apoyo en las circunstancias antes que en Dios. Y no se trata de una «buena providencia» cuando finalmente el hombre se ha de perder.

Moisés parece rebajarse a sí mismo al preferir el oprobio del pueblo de Dios, y del pueblo de Dios en mala situación. Bien podía ver el pueblo en una triste condición, pero la fe identifica al pueblo de Dios con las promesas del Señor y lo considera, no según su estado, sino conforme a los pensamientos de Dios respecto a su pueblo.

Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible
(Hebreos 11:27).

El mundo desearía convencernos de que somos buenos cristianos, mientras actuemos y caminemos como los demás. Llamada a la gloria, la fe necesariamente tiene que dejar Egipto, porque no es allí donde Dios ha colocado la gloria; estar a gusto en el mundo no es estar a gusto en el cielo: “Todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (1 Juan 2:16).

Dejar el mundo cuando este nos rechaza o nos excluye, no es obrar por la fe, sino mostrar que nuestra voluntad era permanecer en él tanto como pudiéramos. La fe obra según las promesas de Dios y no porque se vea desechada por el mundo. Moisés veía al “Invisible”, y esto lo fortaleció y reafirmó. De igual modo, cuando nosotros experimentamos la presencia de Dios, Faraón no es nada, no porque las circunstancias sean menos peligrosas, sino porque Dios está presente.

Cuando disfrutamos de la comunión con el Señor, las circunstancias se convierten en ocasiones para obedecer apaciblemente; pero notemos que lo que manifestó la obediencia en Jesús, fue para Pedro una piedra de tropiezo. Cristo Jesús apuró el cáliz de la agonía que el Padre le enviaba, pero Pedro sacó su espada. Donde no hay comunión, hay flaqueza e indecisión.

Los muros de Jericó, Rahab y muchos otros testigos…

Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días
(Hebreos 11:30).

Al sonido de los cuernos del carnero, después de que el pueblo hubo dado siete veces la vuelta a la ciudad, los muros de Jericó se desplomaron. Las cosas que parecen viles y despreciables, no lo son cuando están hechas ante el Señor (véase 2 Samuel 6:20-23). Para la fe, las murallas no eran nada; no constituían mayor obstáculo que el Mar Rojo o el Jordán.

Por la fe Rahab la ramera no pereció juntamente con los desobedientes, habiendo recibido a los espías en paz
(Hebreos 11:31).

¿Quién hubiera pensado ver a Rahab incluida en esta nube de testigos? Sin embargo, por la fe ella reconoció a Dios. Su fe se parece a la de Moisés; Rahab se identificó con ese pueblo, al que reconoció como el “pueblo de Dios” al oír las maravillas obradas por el Señor a favor de ellos: “Sé que Jehová os ha dado esta tierra… Porque hemos oído que Jehová hizo secar las aguas del Mar Rojo delante de vosotros cuando salisteis de Egipto…” (Josué 2:8-12). La fe hace caso omiso de las distinciones sociales y no reconoce las diferencias establecidas por los hombres. La fe dice que Dios es rico en misericordia para con todos los que le invocan; no hay, pues, diferencia, porque todos pecaron. En medio de las dificultades, Rahab también ocupó su sitio entre el pueblo de Dios.

¿Y qué más digo? Porque el tiempo me faltaría contando de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, así como de Samuel y de los profetas; que por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros
(Hebreos 11:32-34).

La confianza de la fe se manifiesta en el conjunto de la vida cristiana. A menudo los cristianos se meten en apuros porque miden sus propias fuerzas con la tentación, en vez de apoyarse exclusivamente en Dios; y los que actúan así, solo pueden llegar hasta cierto punto. Uno invocará a su familia; otro se preocupará por su porvenir, etc. Si alguno no tiene fe, lo único que podemos hacer es orar por él. En los diversos intereses de la vida material, nuestros razonamientos para justificarnos equivalen a decir: «No tengo la fe que se apoya enteramente en Dios». La fe mira absoluta y exclusivamente a Dios. El cumplimiento del deber siempre acarrea dificultades, pero entonces tenemos el consuelo de poder decir: «Dios está ahí, por lo tanto la victoria es segura». De otro modo, en nuestra mente siempre habrá algo más fuerte que Dios. Ello exige, pues, una sumisión perfecta y práctica de la voluntad.

Si como hijos de Dios somos fieles, él puede permitir la dificultad y la prueba en nuestra vida para hacer resaltar aquello que en nosotros no proceda del Espíritu. También puede permitir que el mal siga su curso y nos someta a prueba, a fin de que comprendamos que el objeto de la fe no se halla en este mundo, y para que veamos que –incluso en las circunstancias más difíciles– Dios puede intervenir, como lo hizo con Abraham respecto al sacrificio de Isaac, y asimismo en la resurrección de Lázaro.

El hombre no ve más allá de las circunstancias que le rodean. Vacilar en estas circunstancias equivale a la incredulidad, “porque la aflicción no sale del polvo” (Job 5:6). Satanás está detrás de las circunstancias para atraer nuestras miradas hacia ellas; pero, detrás de todo eso, Dios está presente para quebrantar nuestra voluntad.

Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús…
(Hebreos 12:1-2).