¿Qué es el mundo? ¿Cómo debe vivir en él un cristiano?

No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él
(1 Juan 2:15.)

¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios
(Santiago 4:4).

¿Qué es el mundo? He aquí una pregunta de suma importancia que forzosamente se presenta al atento examen de todo creyente serio y reflexivo. ¿Qué es este mundo, del cual la Palabra le exhorta a conservarse sin mancha? (Santiago 1:27).

La Escritura usa la Palabra mundo en tres sentidos diferentes:

  1. En primer lugar significa, literalmente, el orden, el sistema, la organización de la vida humana;
  2. Luego, la tierra en sí misma es llamada “el mundo”, porque constituye la escena en la cual se desarrolla este sistema;
  3. Por último, llamamos “mundo” al conjunto de personas que viven conforme a este sistema.

Se puede, pues, distinguir entre la escena del mundo, las personas del mundo o el sistema del mundo.

Cuando leemos en la Palabra que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Timoteo 1:15), bien podemos entender que él vino a la escena de este mundo, y que entonces se halló, inevitablemente, en contacto con el sistema del mundo que tanto le odiaba. Él decía de sus discípulos: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:16), es decir, ellos no formaban parte de aquel sistema en el cual, en cambio, los demás hombres encontraban su razón de vida y se complacían. Cualquiera que sea amigo de este sistema, es enemigo de Dios (Santiago 4:4). Lo que caracteriza a este sistema es que se gobierne a sí mismo, sin que exista la menor dependencia de Dios.

Consideremos, como ejemplo, la organización militar: Cuando un hombre es llamado a las filas, halla todo organizado en vista de sus necesidades: el habilitado provee su sueldo, el encargado del vestuario le proporciona el uniforme, otro le facilita las armas y el equipo, etc. Sus idas y venidas, su alojamiento, todo está determinado por los reglamentos; la diana, la instrucción, la parada, la lista, etc., se hallan establecidas a horas regulares; desde su llamado a filas, el soldado se halla sometido a esta organización, de manera que no puede emprender nada por iniciativa propia. La organización de ese sistema es tan minuciosa y metódica que ha sido calificada, a veces, de manera muy significativa, de «pequeño mundo». Sin embargo, no es más que una pálida imagen de aquel inmenso sistema llamado “el mundo”, que rige todas las cosas, y que responde a todas las necesidades del hombre, así como al ejercicio de sus facultades.

El hombre necesita vivir en sociedad; por eso el mundo no ha dejado de organizar su sistema social, y se ha esmerado en hacerlo de un modo completo y perfecto. La posición social es el todo para el hombre; no ahorra ningún esfuerzo para alcanzarla y trata de conservarla a cualquier precio; nada le parece demasiado para conseguirlo. Consideremos, hermanos, aquella inmensa escala social, «la Sociedad», con sus miles de criaturas humanas, de las cuales algunas se esfuerzan para ascender a los más altos puestos, mientras otras hacen lo posible para mantenerse en la posición adquirida. ¡Qué atractivo y terrible poder tiene este sistema social para absorber el espíritu y el corazón de los hombres!

Además, el hombre necesita un gobierno o poder político para la protección de su vida, su hacienda, sus derechos, a lo cual el mundo provee plenamente.

Y ¡qué organización más completa corresponde también a lo que llamamos el mundo de los negocios! Las ocupaciones, en este mundo, forman un destacado conjunto de los más notables. Los hombres que solo están dotados de fuerza física hallan ocupaciones adecuadas a sus capacidades; los espíritus inventivos pueden dar libre curso a su genio; los de formación artística se manifiestan en el mundo de la escultura, de la pintura, de la música o de la poesía; los sabios trabajan para resolver sus problemas; los escritores escriben libros; y hasta las codicias y el lujo de unos proporcionan a otros sus medios de subsistencia.

El hombre es una criatura tan compleja que necesita de numerosas y diversas cosas para su satisfacción; le hace falta algo de negocios, de política, de sociedad, de estudios, y, por fin, hasta un poco de religión. El hombre es, por naturaleza, religioso. La palabra “religión”, que usamos tan a menudo, solo se halla mencionada cuatro veces en la Biblia. Notemos que religión no significa piedad, pues los adoradores de los ídolos son religiosos. La religión es parte integrante de la naturaleza del hombre, lo mismo que su inteligencia o su memoria; por consiguiente, el sistema del mundo que provee, de manera tan completa, a cuanto atañe al hombre, no puede menos que ofrecer un alimento a esa inclinación religiosa de su naturaleza. Así, al que sea sensible a suaves impresiones, o que tenga afición a lo «bello», el mundo le presentará música armoniosa, imponentes ceremonias o ritos religiosos. Al que sea de carácter independiente y comunicativo, el liberalismo le permitirá dar rienda suelta a sus sentimientos. Si, por el contrario, uno es de carácter callado, reservado o reflexivo, hallará satisfacción en una severa ortodoxia. Si otro es concienzudo, haciendo poco caso de sí mismo y cree indispensable hacer penitencia de un modo u otro, también podrá satisfacer sus aspiraciones.

En el sistema del mundo existen, pues, creencias, doctrinas y sectas adaptadas a cada variedad de carácter, a toda forma de sentimiento religioso carnal.

¿Puede haber sistema más admirable y completo? Nada es descuidado. La satisfacción y el pretendido gozo que contiene son suficientes para que esa gran multitud que es la humanidad se halle siempre en actividad y goce de un relativo contentamiento. Los corazones se aprestan constantemente a buscar lo que les pueda satisfacer, los espíritus se hallan atareados; si alguna cosa viene a faltar, inmediatamente se recurre a otra. La aflicción y aun la muerte no se dejan de lado en la organización del sistema de este mundo; se provee a los funerales, a los vestidos de luto, se hacen las visitas de pésame, se dispensan palabras de simpatía, nada se olvida; de tal manera que, en poco tiempo, el mundo es capaz de elevarse por encima de sus dedos y de volver nuevamente a su acostumbrada esfera de ocupación.

Pero hoy día, por la gracia de Dios, algunos, muy pocos por cierto, de los que están en el mundo han comprendido que cuanto hay en él: negocios, política, educación, gobierno, ciencia, invenciones, ferrocarriles, telégrafos, organizaciones sociales, instituciones benéficas, reformas, religión, etc., son parte integrante del sistema de este mundo, de un sistema que va completándose cada día. Lo que se llama «progreso del siglo» no es más que el desarrollo de este elemento mundano.

Ahora bien, la relación actual de Cristo con semejante mundo debe ser también la nuestra. La posición que Cristo ocupa en el cielo y la que no ocupa aquí abajo nos indica claramente cuál debe ser la nuestra. A los que pregunten los motivos por los cuales tal actitud debe caracterizarnos, contestamos: ¿No saben que Satanás es “el dios de este siglo” (2 Corintios 4:4), el “príncipe de la potestad del aire” (Efesios 2:2), el director de este monstruoso sistema? Es su energía, su genio inspirador y su príncipe. Cuando Jesucristo estuvo en la tierra, el diablo fue a ofrecerle “todos los reinos de la tierra. Y le dijo el diablo: A ti te daré toda esta potestad, y la gloria de ellos”, porque –decía– “a mí me ha sido entregada, y a quien quiero la doy. Si tú postrado me adorares, todos serán tuyos” (Lucas 4:5-7). Estos versículos quitan el velo y aparece a plena luz el verdadero objeto de todo culto religioso del hombre. La Escritura habla de Satanás como de alguien que era “lleno de sabiduría, y acabado de hermosura” (Ezequiel 28:12), que “se disfraza como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). ¿Cómo extrañarse, pues, de que los hombres, tanto los indiferentes como los más reflexivos, sean engañados y seducidos? ¡Cuán pocos son los que tienen los ojos abiertos para discernir, por la Palabra de Dios y la unción del Espíritu Santo, el verdadero carácter del mundo! Hay quienes creen haber escapado al lazo de la mundanalidad porque abandonaron lo que llamamos «los placeres mundanos» y se hicieron miembros de determinadas iglesias, o de asociaciones religiosas; pero no se dan cuenta que siguen permaneciendo en el sistema del mundo, como antes. Solo que Satanás, príncipe de este mundo, les hace pasar de un departamento a otro, a fin de adormecer sus conciencias inquietas, haciéndoles sentirse más satisfechos de sí mismos.

Así las cosas, naturalmente se nos presenta esta cuestión: ¿Cuál es el remedio? ¿Qué harán para librarse de su influencia los que andan por el camino ancho y que hasta hoy han vivido conforme al sistema del mundo? ¿Cómo podrán discernir lo que es del mundo y lo que es de Dios? El apóstol dice: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). Normalmente, la vida cristiana ha de ser gobernada por Cristo, tal como el cuerpo de un hombre se halla dirigido por su cabeza; cuando se está sano, la mano o el pie no se mueven sin que la cabeza lo mande. Precisamente en el mismo sentido, Cristo es la cabeza del cristiano (1 Corintios 11:3), el cual se halla entonces sometido a él en todas las cosas, sean de poca o de mucha importancia. Así es como el cristianismo hiere la mundanalidad en su misma raíz; la voluntad propia del hombre es el principio fundamental sobre el cual se halla edificado todo el sistema del mundo, mientras que la base de la vida cristiana no puede ser otra que la dependencia de Dios y la obediencia a Su voluntad.

El gran objetivo de Satanás es establecer, para el hombre, un sistema que sustituya enteramente la dirección del Espíritu Santo; ello será su obra maestra de los tiempos del fin y la característica prominente de la gran apostasía que se acerca rápidamente. Entonces Satanás se manifestará abiertamente y en su misma persona, como dios de este mundo, lo que por el momento está aún escondido en misterio.

Queridos hermanos, ya es tiempo de que los cristianos despertemos del sueño espiritual y examinemos si de una manera u otra no nos hemos asociado a un sistema que madura rápidamente para el juicio.

Pero, dirán algunos, ¿cómo podemos impedir este estado de cosas? ¿No nos hallamos sujetos a ellas, aun a pesar nuestro, por nuestro comercio, nuestras profesiones, como miembros de la sociedad? ¡No podemos abandonar nuestras ocupaciones diarias! Claro, es una necesidad que todos reconocemos, pero el hecho de que todos lo admitamos no prueba que sea algo de Dios: “Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). La fe no repara en las circunstancias exteriores, en lo que es posible o imposible; la fe no considera lo que se ve, sino que confía en Dios. Alrededor nuestro, muchas personas nos pueden aconsejar acerca de lo que conviene hacer o evitar en la sociedad humana, pues lo que conviene al mundo es su regla y su medida; pero el hijo de Dios sigue caminando sin rodeos y no hace ningún caso de lo que dicen esas personas, pues lo que conviene a Dios es su regla y medida. Puede ser que ellas vean trazado claramente el camino que siguen, y que este sea perfectamente razonable y satisfactorio; mas ello no tiene ningún valor para el cristiano que anda por la fe: sabe muy bien que lo que se considera universalmente como el buen camino es, por el contrario, el camino de perdición, pues es el camino ancho (Lucas 16:15).

Por ejemplo, muchos estiman que un buen ciudadano, un cristiano, debe interesarse por el gobierno de su país, y debe votar, contribuyendo así a llevar al poder a hombres honorables. Pero Dios no dice eso. Repetidas veces en su Palabra, y de diversas maneras, me dice que como hijo suyo no soy ciudadano de ningún país ni miembro de sociedad alguna: “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20); desde entonces no tenemos otro que hacer sino el de las cosas celestiales. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6:14). Si las cosas terrenales absorben mis pensamientos y mi corazón, me hago enemigo de la cruz de Cristo (Filipenses 3:18). “No os conforméis a este siglo” (Romanos 12:2).

¿Qué tenemos entonces que ver con las autoridades? Pues someternos a ellas, ya que han sido puestas por Dios; cuando imponen sus tributos, pagarlos, y hacer rogativas por los reyes y por todos los que están en eminencia (1 Timoteo 2:1-2). Lo único que un cristiano puede realizar en política es someterse a las autoridades superiores, “no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia” (Romanos 13:5). Sin duda alguna, en Cristo él es “heredero de todo”, incluso de la tierra en la cual el sistema mundano opera hoy en día; pero igual que a Abraham en el país de Canaán, Dios no le da, por ahora, siquiera “donde recostar la cabeza” (Lucas 9:58). “El justo vivirá por fe” (Hebreos 10:38).

Si el verdadero hijo de Dios evita tomar posición definida en cosas de política, no es tanto por creer que sea malo unirse a una tendencia, sino por haber dado su voto y su adhesión a Aquel que está en los cielos, a quien Dios ha ensalzado como Rey de reyes y Señor de señores. Además, las cosas terrenales perdieron todo interés para él, porque ha hallado cosas de mucho mayor valor y atractivo. También ve que el mundo es impío en su espíritu y en su esencia, y que sus reformas y progresos más preciados van apartando progresivamente de Dios el corazón del hombre. Desea dar testimonio a Dios y a su verdad, anunciando el juicio venidero en el día de la aparición de Cristo, cuando los hombres se congratulen creyendo estar en paz y seguridad; espera que, por él, algunos aprenderán a librarse de los lazos en los cuales Satanás busca aprisionar la humanidad entera.

Nosotros que somos salvos hemos de estar en un lugar aparte como personas que han tomado posición con Cristo rechazado, ante el mundo que le ha crucificado; manifestados como hombres de una raza celestial: “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15). Esta es la misión, ¡y cuán elevada!, de los hijos de Dios. Pero cuesta mucho vivir de esta manera. Tenemos que mantenernos cual roca solitaria en medio del ímpetu de un río caudaloso, ya que todo cuanto nos rodea se mueve, bulle; todo tiende a hacernos vacilar; estamos sometidos a una presión continua e implacable. Nos hallamos luchando en medio de una interminable oposición, que, tarde o temprano, nos arrastraría, si no pudiéramos contar con la firmeza de la ROCA.

Cuando vamos poniendo en práctica la Palabra de Dios, entonces la tormenta se levanta para nosotros. Ser miembro de lo que se llama una “iglesia” es cosa fácil; también lo es hacer como todos los demás; ser una persona honrada y un buen ciudadano no ocasiona ninguna persecución. Se puede reunir todas estas cualidades y, sin embargo, seguir la corriente mundana. Pero resplandecer como luminares en el mundo, eso sí que es algo que provoca la enemistad; por dondequiera que se ve al verdadero Cristo, se le odia. Si lo ven en mí, me odiarán por ello; en cambio, si gozo de buena reputación, si nadie se me opone, ¿qué significa eso para mí como cristiano? Muy fácil: si la vida de Jesús no es manifestada en mi cuerpo mortal, no se puede ver a Cristo en mí.

Cuando un alma ha llegado realmente al conocimiento de Dios, o más bien, a ser conocida por él, se siente atraída hacia las cosas celestiales debido a su unión con Cristo; no tiene ningún deseo de participar en el sistema u orden de cosas del mundo y bien puede pensar, ¿sería posible que yo volviera a tan débiles y miserables principios? Alguien que ha venido a ser hijo de Dios, que tiene la vida, la vida eterna en Cristo, que ha sido identificado con la cabeza glorificada (verdad que le ha sido revelada por la Palabra y el Espíritu), ¿podría, acaso, tener intereses en el mundo, habiendo conocido a Dios? Si, por ejemplo, vemos a un niño comiendo una fruta medio podrida y ácida en un huerto donde tiene a su lado un árbol cargado de las más sabrosas frutas, deduciremos forzosamente de ello que aquel niño no sabe lo que es una buena fruta. Del mismo modo, si el corazón del hombre se apega a cualquiera de los componentes del orden de cosas de este mundo, nos preguntaremos: ¿este hombre ha conocido realmente a Dios?

Por eso la Palabra de Dios no se nos presenta como mandamientos formales, tales como: «No votarás», «Serás deshonrado en este siglo malo», «Sufrirás el oprobio todos los días de tu vida», etc. Al contrario, se nos presenta de tal modo que el discípulo que ama, cuyo corazón se halla sometido a Cristo, solo anhela conocer los pensamientos de su Señor y puede descubrir el secreto de los mismos. Viviendo así, reflejará con mayor fidelidad la Persona de Cristo, como morando en él, cual creyente que ha sido librado del “presente siglo malo”.

Ya no son los antiguos mandamientos de la ley mosaica: “harás”, “no harás”. Sin embargo, la voluntad de Dios puede discernirse perfecta, clara y fácilmente con tal que el ojo sea bueno. Dios cuida maravillosamente de que un corazón que le ama pueda conocerla sin dificultad, mientras un corazón falto de sinceridad busca inevitablemente disculpas y escapatorias para caminar en una senda de maldad. Puede hallarse una aplicación de esta verdad en una familia. Imaginemos a un hijo cariñoso, apegado a sus padres, obediente, que hace lo posible por conocer los propósitos y la conducta de su padre: sabrá cuáles son sus deberes; todo le será fácil y natural. Pensemos ahora en otro hijo que se halla en las mismas condiciones, goza de los mismos privilegios y conoce bien los pensamientos y deseos de su padre, o a lo menos tendría que conocerlos, pero obra a su antojo y declara a su padre, al ser reprendido: «Yo no lo sabía, nunca me dijiste que no debía hacer esto o aquello, que no debía ir a tal o cual sitio».

Antes de terminar, quisiera insistir sobre otro punto. Por cierto, no podemos evitar el contacto con el orden de cosas del mundo, pero este contacto nunca debe transformarse en comunión: “¿Qué concordia (tiene) Cristo con Belial?” (2 Corintios 6:14-18). “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15). Jesús, que no era de este mundo, padeció en él y vivió como extranjero; el aislamiento y la tribulación fueron para él cosas vividas y sentidas, y será lo mismo para nosotros en la medida en que sigamos fielmente sus pasos. ¿No es triste ver, hermanos y hermanas, que entre nosotros haya algunos que buscan su satisfacción y bienestar en el impío sistema del mundo, y se encuentran en él como en su propia casa? ¿Tendremos nuestra morada aquí donde Cristo está ausente? No olvidemos que somos viajeros sin domicilio, peregrinos fatigados y verdaderos extranjeros, si realmente somos de Cristo.

Mientras estemos en el mundo, no podemos sustraernos a su contacto. Pero, ¿a veces no ocurre que tenemos contacto con él en muchos asuntos en los que no haría falta? No lo tendríamos, sin duda alguna, si llevásemos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús.

Son numerosas las organizaciones con las cuales el enemigo seduce hasta el corazón de los hijos de Dios: Reuniones religiosas, obras de caridad, sociedades fraternales o cofradías, cosas en las cuales la carne puede complacerse y que toman el lugar de la vida que tenemos en la fe del Hijo de Dios (Gálatas 2:20). Los creyentes de tiempos antiguos que recibieron el testimonio (conservado hasta nosotros) de haber agradado a Dios fueron despreciados (Hebreos 11:36-37). Otros vinieron “a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el deshecho de todos” (1 Corintios 4:13). Tenían su vivienda (o ciudadanía) en los cielos. ¡Pero nosotros preferimos ser gente honrada y considerada por este mundo! Nos conformamos demasiado al sistema u orden de cosas del mundo; el resultado es que no puede haber conflicto entre él y nosotros, que somos súbditos de Cristo desleales, quienes evitan, cuando no huyen de él, el oprobio de la cruz.

Sin embargo, la Palabra de Dios permanece inalterable: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Amados hermanos, ya conocemos la senda estrecha, ¡ojalá seamos de los que la siguen!

Ya tenemos nuestros pasaportes. Hemos sido sellados con el Espíritu Santo y esperamos al mismo Señor que, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, vendrá a arrebatarnos a su encuentro en las nubes, para que estemos siempre con él. ¡Qué bendita esperanza!

Gracia y paz sean a vosotros, de Dios el Padre y de nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén
(Gálatas 1:3-5.)