En este pasaje tenemos la confesión de Pedro acerca de su fe en Jesús.
Viniendo Jesús a la región de Cesarea de Filipo, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Le importaba saber cuál era la opinión general que los hombres se habían formado de él. Era una crisis en la vida nacional de ese pueblo y deseaba saber si sus mentes habían comprendido la grande oportunidad que se les presentaba y si habían descubierto el carácter real de su nuevo profeta. La pregunta pide un resumen de la opinión popular en cuanto a su persona. A esto los discípulos contestaron con franqueza repitiendo lo que habían oído aquí y allá al presenciar las varias discusiones de diferentes grupos. “Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas”.
Opiniones como estas manifestaron mucha indiferencia. No había ninguna excusa para estos malos aciertos. Hacía más de dos años que Juan el Bautista le había señalado claramente a las multitudes y les había anunciado su carácter y su obra. Miles de personas oyeron su testimonio. Ahora, después de todos estos meses en que él había visitado todos los pueblos y las aldeas de Galilea, “predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios” (Lucas 8:1), meses en que el conjunto de las evidencias estaba todo a favor de su divino mesiazgo, el pueblo cambió de repente en sus opiniones. En lugar de aceptar todas estas pruebas de su carácter divino, pretendieron explicar sus milagros diciendo que era la reencarnación de alguno de los profetas. En otras palabras, declararon que no les importaba quién era. ¡Pobre humanidad! Así es de voluble e infiel.
Debemos observar aquí que el Señor había escogido para sí un título que llamaba la atención a su humanidad y no a su carácter divino. En todas las narraciones evangélicas encontramos esta expresión “el Hijo del Hombre” en sus labios. Toma para sí título de rey una sola vez (Mateo 25:34). Era rey en realidad mas sin corona y sin trono. Rechazado por la nación, que debía tener por honra glorificarle, y sintiendo la fuerza de este rechazamiento en su poca popularidad y en la crecida oposición contra él, vuelve a sus discípulos y les pregunta:
Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Otra vez Pedro es el que habla porque es él que tiene las convicciones más positivas. Reconoce bien que han llegado a una crisis a causa de la indiferencia universal a las pretensiones de Jesús. Más en la exuberancia de su gran afecto, como también en su plena confianza en la realidad de todo lo que ha visto y sentido, da su contestación sin un momento de demora o vacilación. “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. Se ha librado del yugo del judaísmo. Ha formado su opinión cabal a pesar de la oposición y el escepticismo de los jefes del pueblo. ¡Cuán gratas estas palabras! Era una declaración hermosa y firme, que llevó sus gratas consecuencias. Igualmente preciosa es la recompensa que recibe el que hace la misma confesión ahora. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). Este es el mensaje que se nos declara hoy. Una bendición rica y sin fin acompaña siempre a toda confesión sincera de Cristo como Señor.
Observemos en seguida la contestación que Pedro recibe del Señor: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. El individuo que ha llegado donde puede decir que conoce a Jesucristo como el Hijo del Dios viviente, entra en una relación de bienaventuranza para con el Padre celestial. Durante el tiempo de su discipulado, Pedro había aprendido muchas verdades preciosas acerca de aquella hermosa vida consagrada y piadosa, pero, además de esto, Dios había iluminado la inteligencia de este rudo y analfabeta pescador de Galilea para que diera cabida a una nueva verdad mucho más grande, a saber: que el hombre a quien seguía con tanto afecto y devoción era el mismo Hijo del Dios viviente. Solo el Padre puede inculcar esta verdad en el corazón. Ningún programa de educación universitaria, ninguna carera en las ciencias será suficiente para impartir conocimiento bendito del Hijo. Pero el Padre lo enseña a toda alma que lo desea aprender, a todo hombre que con sinceridad busca a Cristo. Se le revelan las glorias divinas de aquel Rechazado, quien era vez el humilde Hijo del Hombre y el Hijo eterno del Padre, el Salvador del mundo perdido.
El lector perdonará mi insistencia en este punto. Es preciso reconocer y confesar que aquel que vino como el inmaculado Hijo del Hombre era el Hijo de Dios, su Hijo en la eternidad, aunque nació en la tierra de Israel y vivió en medio de la humanidad de su tiempo. ¿Así cree y confiesa usted, amigo mío?
Bien le será si con toda sencillez le confiesa de esta manera, porque está escrito: “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios” (1 Juan 4:15). Fíjese bien en que la confesión consiste en el reconocimiento de su persona de su mismo ser y no de su obra. Muchas personas hay que han leído algo de la obra de Cristo, y le dirán que sí, confían en la cruz para su salvación y, sin embargo, viven bajo el peso de muchos temores y dudas. ¿Por qué? Opino que es debido a su falta de reconocimiento del carácter y de la persona de Cristo. No han permitido que sus almas se llenen de la gloria divina y de su carácter, no comprenden que era, y es el verdadero Hijo de Dios, coeterno con él, aunque al mismo tiempo verdadero hombre, santo y sin pecado, y por lo tanto digno de ofrecerse como sacrificio por los pecados de los hombres.
Era la gloria inescrutable de su persona que nos ha dado el derecho de creer que el hombre Jesús era divino. Vemos su divinidad en su abnegación, en su acto de despojarse de las glorias del cielo y tomar sobre sí la forma de nuestra humanidad, aunque para los incrédulos su humillación escondió por completo su deidad. Y así quiso hacer Cristo, efectivamente, para que pudiese llegar como hombre a la cruz. La prueba que tenemos de su deidad se encuentra en el hecho de que Dios le levanto de entre los muertos. La vida de Dios no puede ser destruida, y el Hijo del Dios viviente no pudo ser vencido de la muerte; al contrario, al pasar por ella y salir triunfante, la venció y la deshizo. Por esto como el resucitado, habla en seguida de su obra futura, de la edificación de su iglesia.