Daniel propuso en su corazón no contaminarse con la porción de la comida del rey, ni con el vino que él bebía
(Daniel 1:8).
Representémonos la vida de este joven desarraigado de su país, separado de todo lo que había amado para ser trasladado a una tierra extranjera, con costumbres muy distintas de las suyas. Era de origen noble además, hermoso, muy instruido y sabio. Por esto se le juzgó digno de permanecer en el palacio del rey, cuyos delicados manjares tenía que compartir. Nabucodonosor concedía así un favor a Daniel. Pero el joven comprendió que no podía asociarse a un pueblo idólatra, ni a sus jefes si quería quedar fiel al testimonio que debía rendir al Dios a quien había aprendido a conocer desde su infancia. Resueltamente levantó una barrera entre el mundo y él mismo. Renunció a todo lo que no era para la gloria de su Dios, cuales quiera fuesen las consecuencias.
“Daniel propuso en su corazón…” ¿De dónde sacó la fuerza necesaria para tomar esa decisión? De la oración. “Se arrodillaba tres veces al día, y oraba y daba gracias delante de Dios, como lo solía hacer antes” (cap. 6:10).
Estamos aún en un mundo donde el Señor Jesús es ignorado, pero Dios desea que seamos testigos para él. Anhelemos servirle en agradecimiento por la gran salvación que nos ha otorgado. Jesús decía: “Os he elegido a vosotros y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto”. Para andar resueltamente en pos de nuestro Salvador, tenemos que buscar la fuerza en la oración.