Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; mas la lengua de los sabios es medicina
(Proverbios 12:18).
Todos nosotros conocemos a personas que se jactan de su franqueza: “¡Siempre digo lo que pienso!”. De acuerdo, pero esto que parece una cualidad altamente estimable, esta sinceridad, puede llegar a ser –por egoísmo o por orgullo– una verdadera plaga. Es como un arma excelente usada sin discernimiento; hiere y mata a los inocentes.
¡Cuántas palabras lanzadas sin ton ni son, sin tacto ni miramientos, sin precauciones, sin gracia ni misericordia, causaron mucho daño, a veces de forma irreparable! No podemos llamar honradez a esta franqueza petulante, mas bien debe ser llamada impertinencia miserable y crueldad inconsciente.
No es verdad que tengamos derecho a decir todo lo que pensamos. Nuestro deber es el decir las cosas que han de ser para provecho de los demás, pero hemos de hacerlo con amor y mansedumbre. No podemos descargar nuestros celos, envidias, rencores o mal humor sobre los corazones de los que nos rodean; tampoco debemos entristecer a los demás, sin motivo, mostrándoles nuestras vilezas, ni tan siquiera nuestras inquietudes personales.
El Señor desea que nuestra palabra sea siempre “sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracias a los oyentes” (Efesios 4:29).