La verdadera compasión

Personas inconversas nos formulan a menudo esta pregunta: “¿Por qué Dios permite que sufran y mueran individuos bondadosos, los niños e incluso los propios creyentes?”

Quienes hacen tal pregunta, en primer lugar, desconocen el propósito de Dios, que es tener a su lado seres dignos de su presencia. Cuando el ladrón crucificado se convirtió reconociéndose pecador y a Jesucristo como su Señor, éste no le prometió librarle del dolor de la crucifixión u otorgarle mas años de vida terrenal, sino que le dijo: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”.

Entonces, ¿Es necesario que el hombre sea hecho digno y se salve a través de su aflicción? De ninguna manera. La salvación es patrimonio de todo aquel que crea que Jesucristo ha muerto para justificarlo y santificarlo. Pero el dolor, tanto personal como el de un ser querido –niño o no– puede ser el medio del cual Dios se valga para sacudir al indiferente o reducir al rebelde a aceptar a Jesucristo como su Salvador y garante de una vida eterna de gozo y paz.

Dios habla de diversas maneras; cuando es preciso ¿No puede hacerlo permitiendo el padecimiento temporario si lo que tiene en vista es algo tan valioso como la vida eterna?

Por otra parte, como en la formulación de la pregunta se trasluce la intención de culpar a Dios por el dolor que aflige al mundo, es preciso recordar que el sufrimiento y la muerte son consecuencias del pecado y que sobrevinieron a causa de la desobediencia del primer hombre, Adán cuya raíz perdura aún en el hombre natural. Luego, la transgresión y la muerte no son atribuibles a Dios, sino que son responsabilidad del hombre (Romanos 5:17-18). Incumbe al hombre, por lo tanto, desear ser revestido de una nueva naturaleza santa mediante su fe en la obra redentora de Cristo.

La excepción la constituyen los niños. Jesús dijo que de ellos es el reino de los cielos. En consecuencia, tienen su lugar junto a Dios y gozarán por siempre con él si son llamados en su niñez.

Finalmente, la pregunta que nos ocupa entraña la incomprensión del inconverso acerca del padecimiento de muchos creyentes. Sin embargo, este tiene su razón de ser.

Desde el punto de vista puramente lexicológico, entre la palabra “tentar” y el término “probar” existe cierta sinonimia, cierta semejanza en su significado, ya que aquella equivale a examinar, probar o experimentar; probar a uno, hacer examen de su constancia o fortaleza. Muchas veces vemos en la Palabra que el hombre “tentó” a Dios, es decir, trató de “probar” o “comprobar” su divinidad desafiándolo a que demostrará los atributos de ella o su misma existencia (p. e. Éxodo 17:7).

No obstante, desde un punto de vista espiritual y escriturario, hay una notable diferencia entre “prueba” y “tentación”. En la Palabra vemos que Dios prueba al hombre, lo hace pasar por su crisol (Job 23:10), a veces con grandes sufrimientos (Hebreos 11:26-27), pero siempre es una prueba de la fe, una prueba que tiende a perfeccionar al creyente para que aquella “sea hallada en alabanza y gloria y honra, cuando sea manifestado Jesucristo” (Santiago 1:2-4; 1 Pedro 1:7). Así puede decir el apóstol Pablo: “que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, mas no destruidos” (2 Corintios 4:8-9).

¿Acaso el padecimiento del creyente (la enfermedad, la pérdida de un ser querido, las privaciones materiales, las dificultades para el ejerció de las bendiciones espirituales, las persecuciones) no pueden ser un medio para fortalecer su fe o para que dé buen testimonio de ella para la gloria de Dios?

En cambio, la tentación es el estímulo que induce o persuade a una cosa mala. Por eso dice el apóstol Santiago: “Cuando alguno es tentado no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie; sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia…” por lo contrario agrega: “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto del Padre de las luces” (Santiago 1:13-14, 17).

Todo creyente está expuesto a caer en tentación, pero por su culpa, por la debilidad del hombre natural que aún hay en él. Pero ¡Gracias a Dios! A sus hijos no nos sobreviene ninguna tentación que no sea común a los hombres: más fiel es Dios, el cual no permitirá que seamos tentados mas allá de lo que podamos sufrir; sino que, juntamente con la tentación, proveerá también la vía de escape, para que podamos sobrellevarla. (1 Corintios 10:13).

Además, debemos recordar que la falta cometida por un hijo de Dios es castigada por él: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por el Señor; al que ama disciplina y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como hijos suyos; porque ¿Qué hijo es aquel a quien su padre no le disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos: ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquellos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (Hebreos 12:5-11).

La verdadera compasión ¿es el honesto sentimiento de quienes miran a un bienestar pasajero o lo es el amor divino de Aquel que elabora un porvenir de dicha y paz?