Una sola ofrenda, varios sacrificios

Levítico 1 – Levítico 6:8-13 – Levítico 7:8

El holocausto

Como ya lo hemos visto, el holocausto, el sacrificio que es enteramente quemado sobre el altar, viene en primer lugar. En efecto, era importante poner en evidencia primero la perfección de la víctima, perfección que sólo puede ser plenamente apreciada por Dios. El mismo Señor Jesús lo dijo: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida” (Juan 10:17). «El centro y el fundamento de nuestro acceso a Dios es la obediencia de Cristo y su sacrificio» (J. N. Darby). El israelita que se acercaba a la puerta del tabernáculo de reunión, estaba provisto de una ofrenda perfecta, un “macho sin defecto” (Levítico 1:3).

Cristo para Dios

Ya para la pascua, hacía falta un cordero “sin defecto, macho de un año” (Éxodo 12:5).

1 Pedro 2:22 nos dice que el Señor Jesús “no hizo pecado”. Mientras que tan fácilmente faltamos nosotros, Él, en ninguno de sus hechos, en ninguna de sus actitudes, en ninguno de sus pensamientos, hizo pecado. Más aún, 2 Corintios 5:21 precisa: “Al que no conoció pecado”. No tenía ninguna afinidad por el pecado, ninguna atracción, ningún deseo para con él, como nosotros lo comprobamos tan frecuentemente en nosotros mismos. Más todavía, 1 Juan 3:5 añade: “No hay pecado en él”. No solamente no pecó, no faltó, sino que el pecado jamás lo rozó, la naturaleza pecadora no estaba en él. Fue tentado en todo igual que nosotros, pero la Palabra precisa: “Sin pecado” (Hebreos 4:15).

Tenemos el testimonio de aquellos que vivieron en su época y que no eran sus amigos. El malhechor crucificado a su lado declaró:

Éste ningún mal hizo
(Lucas 23:41).

Judas, lleno de remordimiento por haberlo vendido, volvió diciendo: “He pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27:4). Sus enemigos, viéndolo en la cruz, declararon: “A otros salvó” (Mateo 27:42). Y Pilato, antes de condenarlo, repitió: “Ningún delito hallo en este hombre” (Lucas 23:4). “Inocente soy yo de la sangre de este justo” (Mateo 27:24). Podríamos multiplicar los pasajes en los que brilla y se impone esta perfección del Señor Jesús; será para cada uno un bendito tema de estudio intentar descubrirlos.

Pero si bien la víctima debía ser presentada sin defecto, también era necesario que la parte interior fuese manifestada en correspondencia con la exterior. Por eso era desollada, luego dividida en piezas. El Señor Jesús pudo decir por medio del salmista: “Me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste; he resuelto que mi boca no haga transgresión” (Salmo 17:3). Todas las partes de su Ser eran igualmente perfectas. Luego, la víctima era lavada con agua, el interior y las piernas. La Palabra puso a Cristo a prueba en su vida y en su dedicación hasta la muerte, no para quitar alguna mancha, sino para establecer que todo era perfecto. En su Ser interior, en sus íntimos pensamientos, en sus afectos, todo ha sido manifestado en plena correspondencia con el pensamiento de Dios. En su andar (las piernas) siempre mostró una entera dependencia y obediencia. «El lavamiento de agua del sacrificio figuraba lo que Cristo era, en su esencia, es decir puro» (J. N. Darby).

La víctima sin defecto, desollada, dividida en piezas, lavada, después era puesta sobre el fuego del altar. El juicio de Dios puso a prueba todo lo que era Cristo; todo fue encontrado excelente, “de olor grato para Jehová” (Levítico 1:9).

Jesús se ofreció a sí mismo; encontró el juicio de Dios. Durante las horas de tinieblas, las mujeres y los discípulos que se habían reunido al pie de la cruz, se alejaron y miraban “de lejos” (Mateo 27:55). Sólo Dios puede apreciar en plenitud la excelencia de la Persona de su Hijo y el valor de su sacrificio; pero aunque en esas cosas no podamos penetrar, sí nos corresponde contemplarlas y adorar.

Aceptado para expiación suya

Aquel que se acercaba a la puerta del tabernáculo de reunión, consciente de no estar limpio en sí mismo para la presencia de Dios, estaba provisto de una ofrenda perfecta. En virtud de ella, se atrevía a acercarse para ser aceptado “delante de Jehová” (Levítico 1:3-4). Aquí no se trata de perdón de pecados ni de purificación. Es precioso saber que Jesús murió por nuestras faltas y que su sangre nos purifica plenamente, pero en cierto sentido es un lado negativo. Se trata de llevar a Dios una ofrenda que le sea agradable. ¿Será nuestro andar? ¿Nuestra devoción? ¿El fruto de nuestros esfuerzos? Caín lo creyó al llevar el fruto de su trabajo, pero Dios no pudo aceptar ese sacrificio. Abel, consciente de no responder en sí mismo al pensamiento de Dios, presentó una ofrenda de los primogénitos de sus ovejas: sacrificio cruento de otra víctima por la cual podía ser aceptado (Génesis 4:4).

“Pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto” (Levítico 1:4). No sólo debía llevar una ofrenda perfecta, sino también identificarse con ella, decir con ese gesto: «Ella será aceptada por expiación mía». 1 Juan 4:17 afirma: “Como él es, así somos nosotros”. Dios nos ve en Cristo; “nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6); nos recibe como recibe a su Hijo.

Tenemos un ejemplo en la epístola a Filemón. Onésimo, esclavo, había huido de la casa de su amo Filemón; al conocer al apóstol Pablo, mientras éste se hallaba en prisión, fue llevado al Señor. Entonces se trataba de enviar al esclavo a su amo, pero ¿cómo éste lo había de recibir? Pablo puso todo de sí para que Filemón recibiera a Onésimo, como, por así decirlo, Cristo puso todo de sí para que Dios nos reciba. Le escribió: “Si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta… yo lo pagaré” (Filemón 18-19). Estas palabras recuerdan el sacrificio por el pecado. El Señor Jesús responde por todas nuestras faltas; Él pagó la deuda de nuestros pecados. Sin embargo, esto necesariamente no hacía a Onésimo agradable a Filemón; a lo sumo, un obstáculo para su recepción había sido quitado: puesto que Pablo pagaría, Filemón no podía rehusarse a recibir a Onésimo. Tenemos también lo que corresponde a 1 Juan 4:17 en Filemón 17: “Así que, si me tienes por compañero, recíbele como a mí mismo”. El mismo apóstol era grato a Filemón, quien lo habría recibido con los brazos abiertos; debía, pues, recibir a Onésimo como habría recibido a Pablo. Así Dios nos recibe como recibe a su Hijo: “Como él es, así somos nosotros”. Qué motivo para darnos “confianza en el día del juicio”, y hacer que penetremos totalmente en el amor de Dios: “En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros” (1 Juan 4:17).

Así, al perder de vista lo que hemos hecho y lo que somos, podemos presentarnos ante Dios, no con las manos vacías, ni con el fruto de nuestro trabajo, sino “en Cristo”. Cuando aquel que se acercaba ponía la mano sobre la cabeza de la víctima, los méritos de la ofrenda pasaban al adorador; le eran imputados: “Él” ha sido agradable en lugar de mí.

¿Sólo en lugar de mí? No, en lugar de todos mis hermanos, de todos los rescatados del Señor, quienesquiera que sean, a pesar de su ignorancia o de sus faltas (seguramente no mayores que las mías). Sepamos ver siempre a los hijos de Dios “en Cristo”, hechos perfectos como Él mismo lo es.

Después de haber llevado su ofrenda y haber puesto la mano sobre la cabeza de la víctima, siendo aceptado, el israelita ¿habría podido regresar a su casa? De ninguna manera. ¡Él mismo debía degollarla! Cada adorador debe sentir profundamente la necesidad de la muerte de Cristo. Para acabar la obra que el Padre le había dado que hiciera, no era suficiente que fuera perfecto durante su vida, totalmente agradable a Dios, hacía falta que muriera:

¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas?
(Lucas 24:26).

Sobre el monte de la transfiguración, todo era gloria y luz, pero ¿de qué hablaban Moisés y Elías con Jesús? “Hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lucas 9:31).

El adorador debía hacer más: Desollaba la ofrenda y la dividía en piezas. Para poder presentar las perfecciones del Señor Jesús a Dios en la adoración, hace falta profundizarlas, contemplar no sólo cómo exteriormente ha sido perfecto, sino cómo, en sus pensamientos, en lo íntimo de su ser, glorificó plenamente a Dios. Nuestros corazones así ejercitados, conducidos por el Espíritu, podrán entonces ofrecer a Dios sacrificios espirituales que recuerden algo mejor lo que su Hijo ha sido para Él.

Los hechos en relación directa con el altar eran reservados a los sacerdotes, hijos de Aarón. Un sacerdote era una persona espiritual que, viviendo cerca de Dios, comprendía lo que le era debido. Los sacerdotes presentaban la sangre y hacían aspersión alrededor del altar: Esto muestra el infinito valor de la sangre de Cristo, quien entró en la muerte para cumplir hasta el fin la voluntad de Dios. Los sacerdotes debían también acomodar la madera y el fuego, y luego las piezas de la víctima, la cabeza, la grosura y hacer “arder todo sobre el altar” (Levítico 1:9). No podemos penetrar en el misterio de Cristo bajo el juicio de Dios, tal como, por ejemplo, el Salmo 22 nos lo presenta; pero sí podemos hablar de él a Dios, considerarlo ante él, hacerlo subir como un perfume de olor grato.

Efesios 5:2 lo precisa: Primero “Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros”: es nuestra parte; pero después se entregó como “ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”: es la parte de Dios, el holocausto.

La ofrenda del rebaño

No todos los israelitas llevaban un becerro; aquellos que eran demasiado pobres se contentaban con una oveja o una cabra. Muchos detalles de los versículos 10 a 13 corresponden al párrafo precedente, pero algunos rasgos faltan.

El adorador no ponía su mano sobre la cabeza de la víctima. Tenía consciencia de la perfección de la ofrenda, pero no se identificaba con ella. Muchos hijos de Dios saben que Cristo ha sido perfecto en todas las cosas, pero no han comprendido, por medio de la fe, y por la gracia de Dios, que “como él es, así somos nosotros”.

El israelita tampoco desollaba su ofrenda. No hay la misma contemplación de las perfecciones interiores del Señor Jesús.

Pero si la visión de Cristo es menos completa, menos clara, es, sin embargo, real, y la ofrenda quemada sobre el altar “holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová”.

La ofrenda de aves

Ésta es una ofrenda más humilde todavía. No obstante, el adorador ha querido acercarse. Trae lo que puede según sus recursos, una ofrenda que tenía algunos defectos, de la cual hacía falta quitar “el buche y las plumas”, “con la suciedad que contenga” (v. 16, V. M.). No era el adorador quien degollaba y desollaba; el sacerdote lo hacía todo. El interior de la víctima no era «apreciado»: el ave era sólo partida pero no dividida; no se entra en los detalles de las perfecciones de Cristo.

Sin embargo, si bien el adorador era débil, el sacerdote sabía valorar esta ofrenda y expresar lo que era confuso en la mente y en el corazón de aquel que se había acercado. Durante el culto, un hermano sabrá precisar en la oración lo que hasta entonces no era sino impreciso y confuso en el corazón de algunos de sus hermanos. Así estimulados, éstos podrán quizás otra vez traer una ofrenda del rebaño.

Pero sea cual fuere la ofrenda, a pesar de la debilidad, incluso de la pobreza, nuestro capítulo declara expresamente:

Holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová (v. 9, 13, 17).

Es un pensamiento consolador, y que evita que nos desalentemos: por débil y pequeña que sea la ofrenda, ella es agradable a Dios, porque de alguna manera su Hijo ha sido presentado.

Se trata de hacer progresos espirituales: si un hijito en Cristo no lleva más que un ave, un joven (según 1 Juan 2) llevará un cordero, y un padre, un becerro. Pero tengamos cuidado: podemos haber avanzado en las cosas de Dios, haber podido llevar incluso un becerro, y luego, por falta de vigilancia y de comunión con el Señor, volver a caer en un estado práctico que sólo nos permite llevar un cordero o un par de aves. Si bien es importante progresar en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo, también es importante velar por nuestro andar y por todo lo que entorpece nuestra comunión con Dios.

Toda la noche

En Levítico 6:8-13 se repite más de una vez que el holocausto debe estar sobre el fuego, sobre el altar, “toda la noche, hasta la mañana”; el fuego ardía sobre él continuamente; no debía dejarse que se apagara. Cristo se ofreció una vez para siempre y su sacrificio jamás deberá repetirse; pero el memorial de su ofrenda, el perfume del holocausto sube continuamente ante Dios durante la noche de su ausencia. Cuán precioso es para el corazón del Padre ver, en este mundo de tinieblas, corazones que aprecian la obra de su Hijo y hacen subir continuamente ante Él, en alabanza, ese olor grato de su sacrificio. El Salmo 134, punto culminante de los Cánticos graduales, nos dice: “Mirad, bendecid a Jehová, vosotros todos los siervos de Jehová, los que en la casa de Jehová estáis por las noches. Alzad vuestras manos al santuario, y bendecid a Jehová” (v. 1-2).

Y si bien durante la noche de su ausencia, el humo del holocausto sube sin cesar como perfume de olor grato ante Dios, su valor nunca dejará de ser grato ante él cuando todos los rescatados hayan de cantar el nuevo cántico alrededor del trono.