La conversión
La absoluta necesidad de la conversión
El capítulo 1 de la primera epístola a los Tesalonicenses presenta una muy hermosa y notable descripción de lo que podemos llamar verdadera conversión. Esperamos que su estudio resulte de interés y de provecho para nuestras almas, pues nos proporciona una respuesta clara y precisa a la pregunta: «La conversión: ¿Qué es?». Este tema no es de poca importancia. En tiempos como los actuales, es bueno tener una respuesta divina a tal pregunta. Se oye mucho acerca de casos de conversión, y damos gracias a Dios por cada persona que se convierte. Por supuesto, creemos en la necesidad indispensable y universal de la obra divina de la conversión, se trate de quien se trate, sea judío o griego, bárbaro o escita, esclavo o libre, protestante o católico romano. Toda persona, cualquiera sea su nacionalidad, su posición eclesiástica o su credo teológico, debe convertirse; de lo contrario, se sitúa en el camino ancho que conduce directamente al infierno eterno. Nadie nace cristiano, en el verdadero sentido del término, y tampoco es suficiente la educación cristiana. Que alguien piense serlo por nacimiento o educación, por el bautismo de agua o por cualquier otra ceremonia religiosa, es un error fatal, una ilusión mortal y un engaño del principal enemigo de las almas. Una persona se hace cristiana solo por medio de una conversión divina. Deseamos, pues, llamar encarecidamente la atención sobre la urgente y absoluta necesidad de una verdadera conversión a Dios.
Aquí no cabe la indiferencia. Sería el colmo de la insensatez intentar ignorarlo o tomarlo a la ligera. Para un ser inmortal –que tiene ante sí una eternidad sin fin– descuidar el asunto solemne de su conversión es la mayor necedad de la que jamás pueda ser culpable. En comparación con esta cuestión de tanto peso, todos los diversos objetos que absorben la atención y la energía en el atareado escenario en que nos movemos, son como una mota de polvo en la balanza. Todas las especulaciones de la vida comercial, los planes para ganar dinero e invertirlo en negocios rentables, la búsqueda del placer en sus múltiples formas –el teatro1 y los conciertos, salones de baile y de juego (como el casino, el billar, etc.), el hipódromo, los clubes de caza, los lugares donde se consumen bebidas alcohólicas, es decir, todo lo que el pobre corazón insatisfecho ansía tener–, todo eso es como la niebla de la mañana, la espuma del agua, el humo de la chimenea, la marchita hoja otoñal; todo se desvanece rápidamente y deja tras de sí un doloroso vacío. El corazón está insatisfecho y el alma está perdida porque permanece inconversa.
Y después, ¿qué? ¡Tremenda pregunta! ¿Qué queda al final de todo este escenario de frenesí comercial, luchas políticas, inversiones financieras y búsqueda de placeres? ¡Al final, la persona tiene que enfrentarse con la muerte! “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (Hebreos 9:27). De esto no se puede escapar. En esta guerra no hay licenciamiento. Todas las riquezas del universo no bastarían para rescatar de las manos de ese terrible enemigo un solo momento de tregua. Toda la ciencia médica que la humanidad puede proporcionar, toda la cordial solicitud de parientes y amigos, sus lágrimas, suspiros y súplicas son impotentes para aplazar el momento temido o para hacer que “el rey de los espantos” (Job 18:14) envaine su terrible espada. Nadie, por ningún medio humano, puede librarse de la muerte. Ha de llegar el momento en que se suelte el lazo que conecta el corazón con todas las bellas y fascinantes escenas de la vida humana. Los amigos más queridos, los proyectos encantadores, los objetos codiciados, todo habrá que dejarlo. Mil mundos no podrían esquivar el golpe. Habrá que mirar a la muerte directamente a la cara. Es un misterio pavoroso, un hecho tremendo, una dura realidad que toda persona inconversa bajo la bóveda del cielo tendrá que enfrentar. En cuestión de horas, días, meses o años, habrá que cruzar la frontera que separa el tiempo actual –con todos sus afanes vacíos, vanos e imaginarios– de la eternidad con sus asombrosas realidades.
¿Y qué, entonces? Que la Escritura responda; ninguna otra cosa puede hacerlo. Los hombres inventan respuestas conforme a sus vanas nociones. Quieren hacernos creer que, después de la muerte, viene la aniquilación2 . “Comamos y bebamos, porque mañana moriremos” (Isaías 22:13). ¡Vana ilusión! ¡Sueño insensato de la imaginación humana, cegada por el dios de este mundo! ¿Cómo puede ser aniquilada un alma inmortal? En el huerto del Edén, el hombre fue dotado de un espíritu inmortal. “Jehová Dios… sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7), no un alma mortal. El alma tiene que vivir para siempre. Convertida o inconversa, tiene ante sí la eternidad. ¡Oh, esta consideración posee un peso abrumador para todo espíritu reflexivo! No hay mente humana que alcance a percatarse de su inmensidad. Está fuera de nuestra comprensión, pero no fuera de nuestra creencia. Prestemos atención a la voz de Dios. ¿Qué enseña la Escritura? Una sola línea de la santa Biblia basta para barrer diez mil argumentos y teorías de la mente humana. ¿Produce aniquilación la muerte? ¡No!
Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio
(Hebreos 9:27).
Nótense estas palabras: “Después de esto el juicio”. Se aplican solo a los que mueren en sus pecados, únicamente a los incrédulos. Para el cristiano, el juicio pasó para siempre, así lo enseña la Escritura en múltiples lugares. Es importante tener en cuenta esto, porque algunos dicen que como solo hay vida eterna en Cristo, entonces todos los que están fuera de Cristo serán aniquilados.
La Palabra de Dios no dice eso. Está el juicio después de la muerte. ¿Y cuál será el resultado del juicio? De nuevo la Escritura nos habla en un lenguaje tan claro como solemne: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras… Esta es la muerte segunda (el lago de fuego). Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego” (Apocalipsis 20:11-15). Todo esto es demasiado claro. No hay el menor fundamento para la vacilación o la dificultad. Para todos aquellos cuyos nombres están inscritos en el libro de la vida no hay juicio de ningún tipo. Aquellos cuyos nombres no están en ese libro, serán juzgados según sus obras. Y después, ¿qué? ¿Aniquilación? No, sino “el lago de fuego”; y eso, para siempre.
¡Cómo abruma pensar en esto! Una persona inconversa, sea quien fuere, tiene delante de sí la muerte, el juicio y el lago de fuego; cada pulsación le acerca más y más a esas tremendas realidades. Que usted ha de pasar a la eternidad, en cualquier instante, es más seguro que la salida del sol en su momento determinado mañana por la mañana. Y si su nombre no se halla inscrito en el libro de la vida –si no se ha convertido– si no está en Cristo, con seguridad será juzgado según sus obras, y el resultado de tal juicio será el lago de fuego durante toda la eternidad. Quizás se extrañe usted de que insistamos tanto sobre este terrible tema y diga: «¿Se va a convertir la gente con esto?». Si no los convierte, bien puede ser que los induzca a ver su necesidad de conversión, el peligro inminente en que se hallan, y les incite a huir de la ira venidera. ¿Por qué estuvo razonando el apóstol Pablo con Félix sobre “el juicio venidero”? (Hechos 24:25). Ciertamente para persuadirle de que se convirtiera de sus malos caminos. ¿Por qué insistía tanto nuestro adorable Señor en hacer considerar a sus oyentes la solemne realidad de la eternidad? ¿Por qué hablaba del gusano que no muere y el fuego que nunca se apaga (Marcos 9:44-48)? Seguramente para despertar en ellos el temor frente a tal peligro, a fin de que huyesen, buscasen refugio y echasen mano de la esperanza puesta ante ellos.
¿Somos más sabios que él? ¿Tenemos mayor ternura? ¿Hemos hallado algún método mejor para convertir a la gente? ¿Acaso nos debe atemorizar el hecho de insistir sobre el mismo tema solemne acerca del cual tanto insistió nuestro Señor? ¿Nos echaremos para atrás por no ofender a oídos delicados con la declaración lisa y llana de que todos los que mueren sin convertirse tienen que presentarse ante el gran trono blanco y pasar al lago de fuego? ¡Dios no lo permita! Urgimos solemnemente al lector inconverso a que no descuide el tema más importante: la salvación de su alma. Que ni las preocupaciones, los placeres o las obligaciones le entretengan hasta el punto de ocultar de su vista la magnitud y la seriedad tan profunda de esta cuestión.
¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?
(Mateo 16:26).
¡Oh, si usted no es salvo, si no se ha convertido, le suplicamos que reflexione sobre la necesidad de convertirse a Dios! Este es el único modo de entrar en Su reino. Así nos lo dice claramente el Señor Jesucristo; y confiamos que usted sepa que no pasará una jota ni una tilde de Sus santas palabras sin que se cumplan. El cielo y la tierra pasarán, pero su Palabra no pasará (Mateo 24:35; Marcos 13:31; Lucas 21:33). No hay poder en la tierra ni en el infierno, de hombres o demonios, que sea capaz de anular las palabras del Señor Jesucristo. Usted tiene que pasar por una de estas dos cosas: la conversión aquí o la condenación eterna después.
Así son las cosas, si hemos de guiarnos por la Palabra de Dios; en vista de esto, quisiéramos una vez más urgir con la mayor vehemencia e insistencia a todas las almas inconversas con quienes nos ponemos en contacto, ya por palabra, ya por escrito, a que consideren en este mismo momento la indispensable necesidad de huir de la ira venidera y acudir al bendito Salvador, quien murió en la cruz para salvarnos. Está con los brazos abiertos para acoger a todo el que vaya a él, pues en su gracia tan dulce y preciosa declara: “Al que a mí viene, no le echo fuera” (Juan 6:37).
- 1Nota del traductor (N. del T.): En la época actual, más que al viejo teatro, Mackintosh seguramente se habría referido al cine: el gran atractivo de Hollywood que cautiva al mundo entero.
- 2N. del T.: Teoría que propone que después de la muerte, el alma de los malos será aniquilada o extinta, esto es, que dejará de existir. Los aniquilacionistas niegan el castigo eterno y consciente de los malos, algo que está formalmente contradicho por la Escritura (véase Mateo 10:28).
Falsas ideas acerca de la conversión
Hemos procurado poner de relieve la absoluta necesidad que todos los seres humanos tienen de convertirse. La Biblia lo declara de tal forma que no queda ninguna duda para el que se somete a su santa autoridad.
Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos
(Mateo 18:3).
Esto se aplica, en toda su fuerza moral y profunda solemnidad, a todo hijo e hija del Adán caído. No hay ni una sola excepción entre los miles de millones de personas que pueblan este mundo. Sin conversión no hay, ni puede haber, entrada en el reino de Dios. Toda persona inconversa está fuera del reino de Dios. No importa en lo más mínimo quién soy o qué soy; si no me he convertido, estoy en «el reino de las tinieblas», bajo el poder de Satanás, en mis pecados y camino al infierno. Puedo ser una persona de moral irreprochable, de intachable reputación, de mucha religión, obrero en la viña, maestro de la escuela dominical, ocupar un cargo en alguna rama de la iglesia profesante1 , ser ministro ordenado, diácono, anciano, pastor u obispo, el individuo más caritativo, dador generoso a instituciones religiosas o benéficas, respetado, buscado y reverenciado por todos a causa de mi valía personal y mi influencia moral. Puedo ser todas esas cosas y más aún; puedo tener todo lo que un ser humano sería capaz de poseer y, sin embargo, no estar convertido. Por lo tanto, permanezco fuera del reino de Dios, dentro del reino de Satanás, en mis pecados y en el camino ancho que conduce directamente al lago que arde con fuego y azufre.
Tal es el sentido obvio y tal es la fuerza ineludible de las palabras del Señor en Mateo 18:3. Las palabras son tan claras como un rayo de sol. No podemos pasarlas por alto, pues penetran hondamente, con tremenda solemnidad, en toda alma inconversa sobre la faz de la tierra. “Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3, LBLA). Esto se aplica tanto al borracho más degenerado que se arrastra por las calles, como al más temperante o abstemio inconverso que se jacta de su sobriedad y del número de días, semanas, meses o años que ha pasado sin probar una sola gota de alcohol. Ambos ocupan la misma posición fuera del reino de Dios; ambos están en sus pecados y en el camino que lleva a la perdición eterna. Es cierto que el segundo se ha convertido de la ebriedad a la sobriedad –indudablemente, una bendición grandísima desde el punto de vista moral y social–; sin embargo, con esta conversión de la ebriedad a la temperancia acompañada por la jactancia de su moralidad, se engaña a sí mismo, y la consecuencia es que no podrá entrar en el reino del amado Hijo de Dios. Lo único que distingue al abstemio del borracho empedernido es la confianza que deposita en su propia temperancia, lo cual es un motivo de jactancia que le hace creer, ilusoriamente, que va por buen camino cuando en realidad no es así. La conducta del borracho es, a simple vista, absolutamente censurable, y todos saben que no puede heredar el reino de Dios (Gálatas 5:21); pero tampoco lo puede heredar un inconverso por el solo hecho de abstenerse de bebidas alcohólicas. Ambos están fuera. Para los dos, es absolutamente indispensable la conversión a Dios; lo mismo puede decirse de todas las clases sociales, castas y condiciones de los hombres debajo del sol. Respecto a esta gran cuestión, no hay ninguna diferencia; es válida para todos igualmente, sea cual fuere la apariencia exterior o la posición social: “Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3, LBLA).
Por lo tanto, cuán importante es para cada uno la pregunta: «¿Me he convertido?». El lenguaje humano es incapaz de expresar la magnitud y la solemnidad de esta pregunta. Pensar en seguir día tras día, año tras año, sin poner en orden, de modo claro y rotundo, esta cuestión de tanto peso, solamente puede considerarse como la más insigne locura de la que un ser humano puede ser culpable. Si alguien dejara sus asuntos terrenales en una condición incierta e inestable, quedaría expuesto a la acusación de máxima desidia y negligencia culposa. Pero, ¿qué son los asuntos temporales más urgentes e importantes, si se los compara con la salvación del alma? Todas las preocupaciones del momento son “como tamo de las eras del verano” (Daniel 2:35), cuando se las compara con los intereses del alma inmortal, con las grandes realidades de la eternidad. Por eso es irracional, en el más alto grado, permanecer tranquilo una hora más, sin la clara y absoluta seguridad de estar realmente convertido a Dios. Un alma que se convierte, ha cruzado la frontera de separación entre el salvo y el perdido, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, la Iglesia de Dios y el presente mundo malo. La persona convertida ha dejado tras de sí la muerte y el juicio, y tiene delante la gloria; puede estar tan segura de ir al cielo como si ya estuviese allí. En realidad, al estar en Cristo, ya pertenece al cielo. Tiene su título sin enmiendas ni tachaduras, una perspectiva sin nubes. Conoce a Cristo como su Salvador y Señor; a Dios, como su Padre y Amigo; al Espíritu Santo, como su bendito Consolador, Guía y Maestro; el cielo, como su hogar radiante y feliz. ¡Oh, la dicha inefable de ser convertido! ¿Quién puede expresarla? “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros [los creyentes] por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:9-10).
Indaguemos ahora qué es esta conversión de la que venimos hablando. Nos vendrá bien que Dios nos instruya acerca de ella, ya que una equivocación en esto resultaría desastrosa en proporción a los intereses que están en juego. Respecto a la conversión, son muchas las nociones equivocadas. De hecho, dada la importancia del tema, podríamos concluir que el gran enemigo de nuestras almas y del Cristo de Dios intenta, por todos los medios posibles, hundirnos en el error. Si no tiene éxito en hacer que la gente se desentienda enteramente del tema de la conversión, procurará cegarle los ojos en cuanto a su verdadera naturaleza. Si, por ejemplo, una persona es llevada a tomar conciencia de la vanidad de las diversiones mundanas y la insatisfacción que producen, así como de la urgente necesidad de cambiar de vida, el gran engañador tratará de persuadirla de que es necesario volverse religioso, seguir ordenanzas, ritos, ceremonias, abandonar bailes, fiestas, teatros, conciertos, la bebida, los juegos, la caza y las carreras de caballos, en una palabra, dejar de lado toda suerte de jolgorio y diversión, para emprender lo que se llama una vida religiosa, ocuparse diligentemente en cumplir las ordenanzas religiosas, leer la Biblia, decir sus oraciones y dar limosnas, contribuir al sostenimiento de las grandes instituciones religiosas y benéficas del país.
Ahora bien, esto no es conversión. Una persona puede hacer todo eso y, no obstante, ser totalmente inconversa. Un devoto religioso cuya vida entera se emplea en vigilias, ayunos, oraciones, penitencias y limosnas, puede ser un inconverso tan alejado del reino de Dios como el irreflexivo que va tras los placeres, cuya vida se gasta persiguiendo cosas de menos valor que el pétalo marchito de una flor mustia. Esos dos caracteres son, sin duda, muy diferentes. Pero ambos son inconversos, ambos se hallan fuera del bendito círculo de la salvación de Dios, los dos andan en sus pecados. Uno está ocupado en “obras malas” (Juan 3:19), otro en “obras muertas” (Hebreos 6:1); ambos están fuera de Cristo, perdidos; avanzan por el camino que desemboca en una miseria sin esperanza y sin fin. Tanto el uno como el otro, si no se convierten, con seguridad hallarán su porción en el lago que arde con fuego y azufre.
- 1N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).
La conversión no es cambiar de sistema religioso
La conversión tampoco consiste en cambiar de sistema religioso. Una persona puede dejar el judaísmo, el paganismo, el islamismo, el catolicismo y hacerse protestante sin por eso estar convertida. No hay duda de que, desde un punto de vista social, moral o intelectual, es mucho mejor ser un protestante que un musulmán; pero, en lo que respecta al tema que tratamos, ambos son esencialmente lo mismo: son inconversos. Si no se convierten, tanto el uno como el otro, no entrarán en el reino de Dios. La conversión no consiste en adoptar un sistema religioso, por muy puro, sano y ortodoxo que sea. Una persona puede ser miembro de la corporación religiosa más respetable que haya en la cristiandad y, con todo, ser inconversa; entonces no es salva, sino que va camino hacia la perdición eterna. Lo mismo ocurre con los credos teológicos. Uno puede adscribir a cualquiera de los grandes formularios de fe, como los 39 Artículos, la confesión de Westminster, los sermones de John Wesley, las formulaciones de Fox y Barclay, o cualquier otro credo y, sin embargo, no ser convertido, permanecer “muerto en sus delitos y pecados”, de camino al lugar donde ni un solo rayo de esperanza jamás puede penetrar, en la terrible lobreguez de una miseria eterna.
¿De qué sirve un sistema religioso o un credo teológico a un hombre que no tiene nada de la vida divina? Los sistemas y los credos no pueden avivar, salvar ni dar vida eterna. Una persona puede trabajar en una maquinaria religiosa como caballo en un molino, dando vueltas y más vueltas, de principio a fin del año, y terminar igual que cuando empezó, en una monotonía sombría de obras muertas. ¿Qué valor tiene todo eso? ¿Adónde va a parar? ¡A la muerte! Sí, y después, ¡ah! Esa es la cuestión. ¡Ojalá se percibiesen mejor el peso y la seriedad de esta cuestión! Más aún, el cristianismo mismo, en toda su luz cenital, puede ser adoptado como un sistema de creencia religiosa. Una persona puede deleitarse intelectualmente –casi extasiarse– en las doctrinas gloriosas de la gracia: un Evangelio completo y libre, una salvación sin obras, justificación mediante la fe; puede profesar que cree y se deleita en todo aquello en que consiste nuestro glorioso cristianismo del Nuevo Testamento. Incluso es capaz de llegar a ser un poderoso escritor en defensa de la doctrina cristiana, un predicador fervoroso y elocuente del Evangelio. Con todo, esa persona puede no estar convertida, puede permanecer muerta en sus delitos y pecados, endurecida, engañada y destruida por su misma familiaridad con las preciosas verdades del Evangelio, verdades que jamás han pasado de la zona de su intelecto, que nunca han alcanzado su conciencia, que no le han tocado el corazón ni convertido el alma. Este es uno de los casos más espantosos. Nada puede ser más terrible que el caso de un hombre que profesa creer el Evangelio y deleitarse en él, que incluso predica el Evangelio de Dios y enseña las grandes verdades que caracterizan el cristianismo, y que, no obstante, no ha sido convertido, no ha sido salvo y sigue el camino que conduce hacia una eternidad de indecible miseria, una miseria que ha de cobrar su mayor intensidad al solo recuerdo de haber profesado creer y haber predicado las más gloriosas buenas nuevas que jamás hayan llegado a oídos mortales. ¡Oh, quien quiera que sea usted y en lo que se ocupe, le rogamos que fije su atención en estas cosas! No descanse ni un solo momento hasta asegurarse una conversión a Dios, genuina e inequívoca.
La conversión, ¿qué es?
Después de considerar la absoluta necesidad de la conversión y de ver, en alguna medida, lo que no es, tenemos que inquirir ahora qué es. Y, en esto, hemos de ceñirnos estrictamente a las infalibles enseñanzas de la Sagrada Escritura. No podemos aceptar nada menos ni cosa diferente de lo que muestra la Biblia. Es de temer que muchísimo de lo que hoy pasa por ser conversión, no lo es en realidad. Se publican y se habla comúnmente de muchos casos de personas que supuestamente se han convertido, pero que no resisten la prueba de la Palabra de Dios. Profesan ser convertidos, y se los acredita como tales, pero demuestran ser meramente oyentes de terreno pedregoso. No hay una profunda obra espiritual en el corazón, no hay una verdadera obra de la verdad de Dios en la conciencia, no hay un completo rompimiento con el mundo. Es posible que se hayan despertado algunos sentimientos por influencia humana, y que cierta simpatía por el Evangelio se haya apoderado de la mente; pero el yo está sin juzgar; se apega todavía a la tierra y a la naturaleza. Falta aquel hondo fervor y la realidad genuina que caracteriza de modo tan notable las conversiones registradas en el Nuevo Testamento, a las que debemos acudir siempre para comprobar si la conversión es obra de Dios. No nos proponemos pasar revista a todos esos casos superficiales; nos referimos a ellos solamente con el fin de que todos los que están ocupados en la obra bendita de la evangelización lleguen a ponderar este tema a la luz de la Santa Escritura y vean hasta qué punto su forma de trabajo necesita alguna santa corrección. Quizás haya demasiado porcentaje de mero elemento humano en nuestra obra y no dejamos que el Espíritu de Dios actúe. Somos deficientes en la fe, en el poder y la eficacia de la simple obra de Cristo. Quizás haya demasiado esfuerzo por despertar los sentimientos, mucho énfasis en lo emocional y lo sensacional. Quizá también, en nuestro deseo por alcanzar resultados –deseo que por sí solo puede ser bueno– estamos demasiado prestos a anunciar por ciertos, casos de conversión que, lamentablemente, son solo efímeros.
Todo esto demanda la más seria atención de nuestra parte. Es de suma importancia que permitamos que el Espíritu Santo obre y ponga de manifiesto –como seguramente lo hará– los frutos de Su obra. Todo lo que él haga, será bien hecho, y hablará por sí solo a su debido tiempo. No necesitamos publicar ni proclamar por todos lados la conversión de personas a través de nosotros. Todos los casos de conversión divinamente reales, se manifestarán por sí solos, para alabanza de Aquel que es digno de toda alabanza. Entonces el obrero tendrá su profundo y santo gozo. Verá los resultados de su trabajo, y cuando piense en ellos, lo hará rindiendo homenaje y adoración a los pies de su Señor: el único lugar seguro y feliz donde pensar en ellos. ¿Va a rebajar esto nuestro fervor? ¡Todo lo contrario! Lo intensificará inmensamente. Adquiriremos mayor vehemencia para suplicar a Dios en secreto, y para exhortar a nuestros semejantes en público. Sentiremos con mayor hondura la seriedad divina de la obra y nuestra total insuficiencia. Abrigaremos siempre la sana convicción de que la obra, de principio a fin, debe ser de Dios. Esto nos guardará en el lugar que nos corresponde: el de la absoluta dependencia de Dios como vasos vacíos, teniendo siempre en cuenta que todas las obras hechas en la tierra, son obra de Sus manos. Pasaremos más tiempo inclinados ante el trono de la gracia, tanto en nuestro aposento privado como en la asamblea; y cuando aparezcan las doradas mieses y los dulces racimos, y lleguen casos genuinos de conversión –casos que hablan por sí mismos y presentan sus credenciales a todos los que saben discernir– entonces nuestro corazón se llenará de alabanza al Dios de toda gracia que ha engrandecido el nombre de su Hijo Jesucristo salvando almas preciosas.
¡Cuánto mejor es esto que tener nuestro pobre corazón hinchado de orgullo y satisfacción personal al pasar lista a nuestros casos de conversión! ¡Cuán mejor, más seguro y dichoso es inclinarse en adoración ante el trono, que ver nuestros nombres proclamados hasta los confines de la tierra como grandes predicadores y evangelistas admirables! No hay comparación, a juicio de una persona verdaderamente espiritual. Se percibirá la dignidad, la realidad y la seriedad de la obra; se promoverá la felicidad, la seguridad moral y la verdadera utilidad del obrero; se asegurará y mantendrá la gloria de Dios.
Veamos cómo se ejemplifica todo esto en 1 Tesalonicenses 1:1-5: “Pablo, Silvano y Timoteo, a la iglesia de los tesalonicenses en Dios Padre y en el Señor Jesucristo: Gracia y paz sean a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo. Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo memoria de vosotros en nuestras oraciones, acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza [los tres grandes elementos del verdadero cristianismo] en nuestro Señor Jesucristo. Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección”. ¿Cómo la conocían? Por la clara e incuestionable evidencia que proporcionaba su conducta, el único modo de conocer la elección de una persona.
Pues nuestro evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certidumbre, como bien sabéis cuáles fuimos entre vosotros por amor de vosotros.
El bienaventurado apóstol era, en su vida diaria, el exponente del Evangelio que predicaba. Vivía el Evangelio. No les pedía ni exigía nada de los tesalonicenses. No era una carga para ellos. Les predicaba gratuitamente el precioso Evangelio de Dios y, para poder hacerlo, trabajaba fatigosamente día y noche. Era como una nodriza amorosa y tierna, entrando y saliendo entre ellos. No tenía palabras ostentosas acerca de sí mismo, de su profesión, autoridad, dones, predicación o de sus maravillosas actividades en otros lugares. Era el obrero lleno de amor, humilde, sin pretensiones, ferviente y dedicado, cuya obra hablaba por sí misma. Su vida entera, su espíritu, su estilo, su porte y sus hábitos estaban en estupenda armonía con su predicación.
¡Cuánto necesitan meditar estas cosas todos los obreros! Podemos estar seguros de que gran parte de la superficialidad en la obra es el fruto de la superficialidad del obrero. ¿Dónde está el poder? ¿Dónde la demostración del Espíritu? ¿Dónde la “plena certidumbre”? (1 Tesalonicenses 1:5). ¿No hay en nuestra predicación una terrible carencia de estas cosas? Puede que haya gran fluidez retórica, considerable talento, y mucho de lo que agrada al oído, excita la imaginación, despierta un interés temporal y satisface la mera curiosidad; pero, ¿dónde está la unción sagrada, el vivo interés, la seriedad profunda? Y luego, la demostración viva en la vida diaria y en los hábitos, ¿dónde está? ¡Quiera el Señor reavivar su obra en el corazón de sus obreros para que se vean mejores resultados de ella!
¿Intentamos enseñar que la obra de la conversión depende del obrero? ¡Lejos esté de nosotros! La obra depende entera y absolutamente del poder del Espíritu Santo, como lo prueba de modo indiscutible 1 Tesalonicenses 1. En cada sección y en cada etapa de la obra, siempre ha de tener vigencia aquello: “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová” (Zacarías 4:6). Pero, ¿qué clase de instrumento usa ordinariamente el Espíritu? ¿No es esta una pregunta de mucho peso para los obreros? ¿Qué clase de vasos son útiles al Señor? (2 Timoteo 2:21). Vasos vacíos –aquellos que no están llenos de sí mismos– y limpios. ¿Somos así? ¿Estamos vacíos de nosotros mismos? ¿Estamos curados de nuestra deplorable ocupación con nosotros mismos? ¿Estamos limpios? ¿Tenemos limpias las manos? ¿Son limpias nuestras asociaciones, nuestros caminos, nuestras circunstancias? Si no, ¿cómo puede usarnos el Señor en su santo servicio? ¡Ojalá recibamos gracia para sopesar estas preguntas en la presencia de Dios! ¡Quiera el Señor avivarnos y hacernos más y más como vasos que él pueda usar para su gloria!
Seguiremos ahora con la cita de nuestra porción. Todo el pasaje está lleno de poder. El carácter del obrero por una parte, y el de la obra por la otra, exigen nuestra más seria atención. “Y vosotros vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de gran tribulación, con gozo del Espíritu Santo, de tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído. Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor, no solo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada; porque ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis” (1 Tesalonicenses 1:6-9).
Este era un verdadero trabajo. Llevaba consigo sus propias credenciales. No había en él nada vago o poco satisfactorio, no había por qué guardar ninguna reserva en formar o expresar un juicio respecto a él. Era claro, inequívoco. Llevaba impreso el sello de la propia mano del Maestro y generaba convicción en toda mente capaz de sopesar la evidencia. Se había operado la obra de la conversión, y sus frutos se manifestaban con profusión deleitosa. El testimonio se divulgó a los cuatro vientos, de forma que el obrero no tenía necesidad de hablar de su obra. No le hacía falta hacer cuentas y publicar el número de conversiones ocurridas en Tesalónica. Todo era divinamente real, plena obra del Espíritu de Dios, respecto a la cual no cabía la menor equivocación y sobre la cual era superfluo hablar.
El apóstol se había limitado sencillamente a predicar la Palabra en el poder del Espíritu Santo, en plena certidumbre. No había nada dudoso respecto a su testimonio. Había predicado como quien creía y vivía plenamente lo que predicaba. No era una mera declaración de ciertas verdades sabidas y reconocidas, ni la afirmación seca y metódica de unos dogmas estériles. No, era la viva efusión del glorioso Evangelio de Dios, que salía de un corazón que vibraba hondamente en cada palabra y caía en corazones preparados por el Espíritu de Dios para recibirlo. Tal fue la obra en Tesalónica, una obra bendecida por Dios, auténtica, el fruto genuino del Espíritu de Dios. No fue una simple excitación religiosa, ninguna cosa sensacional; tampoco hubo el afán de convencer con métodos altamente persuasivos ni ningún intento por «obtener un reavivamiento». Todo se llevó a cabo en hermosa calma. Los obreros, como se nos dice en Hechos 17:1-3, “llegaron a Tesalónica, donde había una sinagoga de los judíos. Y Pablo, como acostumbraba, fue a ellos, y por tres días de reposo discutió con ellos, declarando y exponiendo por medio de las Escrituras que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio, decía él, es el Cristo”. ¡Preciosa y poderosa discusión! ¡Ojalá hubiera más de ellas a nuestro alrededor!
¡Qué sencillo! ¡Anunciaba a Jesús basado en las Escrituras! Sí, ahí estaba el gran secreto de la predicación de Pablo. Predicaba acerca de una Persona viva, con poder vivo, respaldado por la autoridad de una Palabra viva; esta predicación era recibida con fe viva y producía frutos vivos en la vida de los convertidos. Esta es la predicación que Dios ha ordenado y que emplea. No se trata de sermonear ni dar pláticas religiosas; es la predicación de Cristo por el Espíritu Santo, el cual habla a través de hombres que están bajo el poder de lo que predican.
Definición de la palabra conversión
Los dos últimos versículos de nuestro capítulo (1 Tesalonicenses 1:9-10) demandan una atención muy especial. Ofrecen una notable declaración de la verdadera naturaleza de la conversión. Muestran con gran exactitud la profundidad, claridad, plenitud y realidad de la obra del Espíritu de Dios en los convertidos de Tesalónica. No había en ello motivo de equivocación. No era una obra incierta: tenía consigo sus propias credenciales. No requería un examen cuidadoso antes de poder darle crédito. Era una obra manifiesta e inequívoca de Dios, cuyos frutos eran evidentes para todos.
Ellos mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera.
Aquí, pues, tenemos una definición divina de conversión, breve, pero completa. Es un volverse de, y un volverse a. Se volvieron de los ídolos. Rompieron completamente con el pasado, dando la espalda, de una vez por todas, a su vida y a sus hábitos anteriores; un completo renunciamiento a todo aquello que había sido la norma de su corazón y el impulso de sus energías.
Aquellos amados tesalonicenses fueron conducidos a juzgar, a la luz de la verdad divina, todo el curso anterior de su vida; y no solo a juzgarlo, sino también a abandonarlo sin reservas. No fue una obra hecha a medias. Nada era vago ni había lugar para el equívoco. Hubo una época bien marcada en su historia, un punto decisivo en su carrera moral y práctica. No se trataba solamente de un cambio de opinión, de la recepción de una nueva serie de principios o de alguna variación de sus puntos de vista intelectuales. Fue mucho más que cualquiera de esas cosas y más que todas ellas juntas. Era el descubrimiento solemne de que toda su vida pasada había sido una mentira grande, tenebrosa, monstruosa. Una luz divina se había abierto paso a través de sus almas, y en el poder de esa luz se habían juzgado a sí mismos y a su pasado. Se apartaron, pues, totalmente de aquel mundo que había gobernado los afectos de su corazón, y no iban a retener ni una pizca de él. ¿Y cuál fue la causa que produjo este maravilloso cambio? Simplemente, la Palabra de Dios introducida en sus almas por el inmenso poder del Espíritu Santo. Hemos hecho referencia al inspirado relato de la visita del apóstol a Tesalónica. Se nos dice que “discutió con ellos, declarando y exponiendo por medio de las Escrituras” (Hechos 17:2-3). Procuró ponerlos en contacto directo con la Palabra viva y eterna de Dios. No hizo ningún esfuerzo por actuar sobre sus sentimientos ni sobre su imaginación. El bienaventurado obrero, no solo no confiaba en ello, sino que juzgaba que nada de eso tenía absolutamente ningún valor. Su confianza estaba en la Palabra y en el Espíritu de Dios. Es precisamente lo que les aseguraba a los tesalonicenses en los más conmovedores términos: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).
Este es el punto que podemos llamar vital y cardinal. La Palabra de Dios –y ella solamente– en la mano poderosa del Espíritu Santo, produjo esos resultados grandiosos en los tesalonicenses; y esto llenó de sincero agradecimiento a Dios el corazón del amado apóstol. Se regocijó de que no se vincularan a él, sino al mismo Dios viviente, por medio de su Palabra. Este es un vínculo imperecedero, así como la Palabra que lo formó. La palabra del hombre es tan efímera como él mismo; pero la Palabra de Dios permanece para siempre. El apóstol, cual verdadero obrero, entendía y sentía todo esto; de ahí sus santos celos en su ministerio para que las almas a las que predicaba no se apoyasen en él, sino en Aquel de quien Pablo era su mensajero y ministro.
Oigamos lo que dice a los corintios: “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:1-5). Aquí tenemos un verdadero ministerio: “el testimonio de Dios” y “la demostración del Espíritu”, la Palabra y el Espíritu Santo. Sea influjo meramente humano, el poder humano o los resultados producidos por la sabiduría o la energía humanas, todo carece de valor; hasta hace daño. El obrero que actúa de esta manera se engríe con los manifiestos resultados de su obra tan bien orquestada y divulgada, mientras que las pobres almas, sobre las que actúa esta falsa influencia, son engañadas y conducidas a una posición y a una profesión enteramente falsa. En una palabra, todo es sumamente desastroso.
No ocurre así cuando la Palabra de Dios llega al corazón y a la conciencia con todo su inmenso poder moral y la energía del Espíritu Santo. Allí vemos resultados divinos, como en el caso de los tesalonicenses. Entonces se hace evidente, fuera de toda duda, quién es el obrero. No es Pablo, ni Apolos, ni Cefas, sino Dios mismo, cuya obra se acredita a sí misma y permanece para siempre. ¡Todo homenaje sea a Su santo nombre! El apóstol no necesitaba hacer ninguna estadística ni publicar los resultados de su obra en Tesalónica (en realidad, la obra de Dios por medio de él). Ella hablaba por sí sola. Era auténtica. Llevaba inequívocamente el sello de Dios y eso le bastaba al apóstol, como le basta a todo obrero de corazón sincero y despojado de sí mismo. Pablo predicó la Palabra, y esa Palabra llegó, en la avivadora energía del Espíritu Santo, al corazón de los tesalonicenses. Cayó en buena tierra, echó raíces y produjo fruto en abundancia.
Y notemos el fruto: “Os convertisteis de los ídolos” (1 Tesalonicenses 1:9). En ese solo vocablo: “ídolos” está envuelta y presentada a nuestros ojos la vida entera de toda persona inconversa, hombre, mujer, o niño, sobre la faz de la tierra. Para ser idólatra no es necesario inclinarse ante una figura de madera, piedra u otro material. Cualquier cosa que se enseñorea del corazón es un ídolo; el apego del corazón a esa cosa es idolatría, y el que se comporta así es un idólatra. Tal es la verdad llana y solemne en esta materia, por muy desagradable que pueda ser al orgulloso corazón humano. Pongamos por ejemplo el gran pecado, tan sonado y universal, de la «codicia». ¿Cómo lo llama el inspirado apóstol? Lo llama «idolatría» (véase Colosenses 3:5). ¡Cuántos corazones son gobernados por el dinero! ¡Cuántos adoradores se inclinan ante el ídolo del oro! ¿Qué es la codicia? El deseo de tener más y el amor a los bienes materiales que poseemos. Tenemos ambas cosas en el Nuevo Testamento, representadas en el griego por la misma palabra. Ya sea el afán de adquirir o de atesorar, en ambos casos es idolatría.
Con todo, esas dos actitudes pueden ser muy diferentes en su proceso exterior. La primera, esto es, el afán de tener más, puede hallarse a menudo junto a una inclinación a gastar; la segunda, por el contrario, está generalmente vinculada a un intenso anhelo de acumular. Tenemos, por ejemplo, un hombre de gran capacidad para los negocios en cuyas manos todo parece prosperar. Se deleita en ello, tiene una sed insaciable de hacer dinero. Su único objetivo es poseer más, acumular millones y más millones, fortalecer su base comercial y ensanchar su esfera de actividad. Vive, prospera y se goza en la atmósfera comercial. Comenzó su carrera con unos pocos centavos en el bolsillo y ha ascendido a la orgullosa posición de un príncipe de las finanzas. No es un tacaño. Está tan inclinado a repartir como a obtener. Se comporta suntuosamente, hace gala de una hospitalidad espléndida y ofrece grandes donaciones a una multitud de causas públicas. Es admirado y respetado por todas las clases sociales.
Pero le gusta alcanzar más y más. Es codicioso, idólatra. Es cierto que desprecia al tacaño que pasa todas las noches sobre sus bolsas de dinero, deleitando su corazón y agasajando sus ojos con la mera visión del fascinante metal; y que hasta se priva él mismo y a su familia de algunas necesidades básicas de la vida, andando en harapos y viviendo miserablemente, antes que gastar siquiera un centavo de su tan preciado tesoro. Ama el dinero por el dinero mismo, ni siquiera por lo que este pueda proporcionarle. Quiere ganar, no para gastar, sino para atesorar; su principal deseo es morir en posesión de la mayor cantidad posible de tan miserable polvo: ¡extraño y despreciable deseo! Pues bien, estos dos parecen muy diferentes, pero coinciden en un punto; la posición de ambos es la misma: pues ambos son codiciosos, idólatras1 . Esto puede sonar duro y severo, pero es la verdad de Dios y hemos de inclinarnos ante su santa autoridad. Es muy cierto que nada parece tan difícil de despertar la conciencia como la codicia, ese pecado que el Espíritu Santo define como idolatría. Quizá sean miles los que, viéndolo en el caso del pobre y degradado tacaño, se extrañarían de verlo aplicado al príncipe financiero.
Una cosa es verlo en otros, y algo muy diferente es juzgarlo en nosotros mismos. El hecho es que nada puede capacitarnos para detectar el odioso pecado de avaricia, sino la luz de la Palabra de Dios brillando en el alma y penetrando en todos los aposentos de nuestro ser moral. Ir tras la ganancia, el deseo de tener más, el espíritu mercantil, la habilidad para hacer dinero, el deseo de prosperar, todo eso es tenido por tan “sublime” entre los hombres, que muy pocos están dispuestos a considerar que “delante de Dios es abominación” (Lucas 16:15). El corazón natural está moldeado por los pensamientos de los hombres. Ama, adora y rinde culto a los objetos que halla en este mundo; y cada corazón tiene su ídolo: uno adora el oro; otro, el placer; otro, el poder. Todo inconverso es un idólatra; y ni siquiera los convertidos están fuera del alcance de ese influjo, como es evidente por la nota de admonición del apóstol:
Hijitos, guardaos de los ídolos
(1 Juan 5:21).
Querido lector, permítanos hacerle una pregunta lisa y llana antes de seguir adelante: ¿Es usted convertido? ¿Profesa serlo? ¿Está seguro de ser cristiano? Si es así, ¿se ha vuelto usted de los ídolos? ¿Ha roto definitivamente con el mundo y con su antiguo «yo»? ¿Ha entrado en su corazón la Palabra de Dios y le ha conducido a juzgar toda su vida pasada, haya sido de ocio e insensatez, de entera ocupación en hacer dinero, de vicio y maldad abominables o de mera rutina religiosa, una religión sin Cristo, sin fe, sin valor? Dígalo sinceramente. Píenselo con toda seriedad. No podemos ocultar el hecho de que somos tristemente conscientes de la falta de verdadera decisión entre nosotros. No nos hemos “vuelto de los ídolos” con un énfasis suficientemente rotundo. Quedan todavía hábitos inveterados; los anteriores deseos y objetos gobiernan aún el corazón. El temple, el estilo de vida, el espíritu y el comportamiento no expresan conversión. Somos demasiado semejantes a nuestro «yo» anterior, triste es decirlo, muy parecidos a la gente abiertamente mundana que nos rodea.
Todo esto es realmente terrible. Creemos que es un gran obstáculo para el progreso del Evangelio y la salvación de las almas. El testimonio cae sin fuerza en los oídos de los que nos escuchan, porque parece como si nosotros mismos no creyésemos realmente lo que estamos profesando. El apóstol no podría decirnos lo que dijo a sus amados tesalonicenses convertidos: “Partiendo de vosotros ha sido divulgada la palabra del Señor… de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada” (1 Tesalonicenses 1:8). Hay en nuestra conversión falta de hondura, poder y el cambio no es suficientemente manifiesto. Incluso donde hay obra, ella está teñida de una mediocridad, de una debilidad e incertidumbre que son deplorables y desanimadoras.
- 1Nota del autor (N. del A.): Los dos vocablos griegos a los que aludimos en el texto son pleonexia (el deseo de tener más) y philarguria (el amor al dinero). El primero se presenta en Colosenses 3:5: “… Avaricia, que es idolatría”; y allí aparece en la terrible lista de los pecados más viles que han manchado las páginas de la historia humana.
¿Qué nos otorga la conversión?
Consideraremos ahora lo que podríamos llamar el lado positivo del gran tema de la conversión. Hemos visto que consiste en volverse de los ídolos, es decir, de todos aquellos objetos que gobernaban nuestro corazón y ocupaban nuestros afectos: las vanidades e insensateces, los deseos y placeres que formaban parte de toda nuestra existencia en los días de nuestra oscuridad y ceguera. Es, como leemos en Hechos 26:18, convertirse de las tinieblas y de la potestad de Satanás a Dios; y, como leemos en Gálatas 1:4, ser librados del presente siglo malo.
Pero la conversión es mucho más aún que todo esto. En cierto sentido, sería muy poca cosa volverse del pecado, del mundo y de Satanás. No hay duda de que es una señal de infinita gracia el hecho de ser librado de toda la miseria y degradación moral de nuestra vida pasada, de la terrible esclavitud del dios y príncipe de este mundo, de toda la vanidad de un mundo que yace en brazos del maligno, y del amor y la práctica del pecado, los viles afectos que antaño se enseñoreaban de nosotros. No hay palabras para expresar la gratitud por todo lo que se incluye en este lado del tema.
Sin embargo, lo repetimos, hay muchísimo más que esto. Puede ser que el corazón se sienta inclinado a preguntar: «¿Qué he conseguido en lugar de todo lo que he abandonado? ¿Es el cristianismo solo un sistema de negaciones? Si he roto con el mundo y con el yo, si he abandonado mis antiguos placeres y pasatiempos, si, en una palabra, he dado la espalda a todo aquello que forma la vida de este mundo, ¿qué tengo a cambio?». 1 Tesalonicenses 1:9 nos da una respuesta clara y amplia a todas esas preguntas: “Os convertisteis de los ídolos a Dios”. ¡Preciosa respuesta! Sí, inefablemente preciosa para todos los que saben algo de su significado. ¿Qué he obtenido en lugar de mis ídolos? ¡A Dios! ¿En lugar de los placeres vanos y pecaminosos de este mundo? ¡A Dios! ¿En lugar de sus riquezas, honores y distinciones? ¡A Dios! ¡Oh, qué Sustituto tan bendito, glorioso y perfecto! ¿Qué obtuvo el hijo pródigo en lugar de los harapos de “la provincia apartada”? ¡El mejor vestido en la casa del Padre! ¿Y en lugar de las algarrobas de los cerdos? ¡El becerro gordo de la provisión del Padre! ¿En lugar de la esclavitud degradante en la provincia apartada? ¡La acogida del Padre, su corazón y su mesa!
Lector, ¿no es este un cambio feliz? ¿No tenemos en la historia del hijo pródigo la ilustración más conmovedora e impresionante de una verdadera conversión en sus dos aspectos? ¿No podemos exclamar, cuando contemplamos aquel cuadro inimitable: «¡Qué conversión! ¡Qué volverse de y volverse a!»? ¿Qué lengua humana puede expresar los sentimientos del arrepentido vagabundo al ser estrechado en los brazos de su padre y bañado en la luz y el amor de la casa paterna? Los harapos, las algarrobas, los cerdos, la esclavitud, el frío egoísmo, la privación, el hambre, la miseria y la degradación moral, todo se acabó para siempre. En lugar de ello obtuvo las inefables delicias de aquel hogar resplandeciente y feliz, y, sobre todo, el exquisito sentimiento de que aquel gozo festivo que le rodeaba había sido suscitado por su regreso.
Quizá se nos diga que esto no es más que una figura. Sí, pero ¿de qué? Es una figura de una realidad preciosa, divina; una figura de lo que ocurre en cada caso de verdadera conversión, con solo mirarlo desde un punto de vista celestial. No es solamente el abandono del mundo, con sus mil y una vanidades e insensateces; lo es, sin duda, pero es muchísimo más. Es ser traído a Dios, al hogar, traído al pecho del Padre, introducido en la familia, hecho hijo de Dios, miembro de Cristo y heredero del reino, no con las palabras de un formulario estéril, sino con el poder del Espíritu y por la poderosa acción de la Palabra. Esto, y nada menos que esto, es la conversión. No nos conformemos con algo inferior a esta grandiosa realidad, esta vuelta de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás y de la adoración de los ídolos a Dios. En cierto sentido, el cristiano ha sido llevado tan cerca de Dios como si estuviese de hecho en el cielo. Quizá parezca demasiado pretensioso, pero es una dichosa verdad. Oigamos lo que dice el apóstol Pedro: “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a” ¿qué? ¿Al cielo cuando morimos? No, sino “para llevarnos a Dios” ahora (1 Pedro 3:18). También leemos en Romanos 5:10-11: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida. Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación”. Este es un principio inmenso. No está al alcance del lenguaje humano expresar todo lo que implica ser “vueltos” o “llevados a Dios”. Nuestro adorable Señor Jesucristo lleva a la presencia de Dios a todos los que creen en su nombre, en virtud de Su perfecta aceptación; con todo el crédito, la virtud y el valor de su sangre, y con toda la fragancia de su excelentísimo nombre. Nos lleva a la mismísima posición que él ocupa. Nos vincula a él mismo compartiendo con nosotros todo lo que tiene y lo que es, excepto su Deidad, la cual es incomunicable. Estamos perfectamente identificados con él.
“Todavía un poco –dice– y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). De nuevo: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27).
Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido
(Juan 15:11).
“Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15:15). También leemos en aquella admirable oración en el capítulo 17 de Juan, versículos 8-10, 14, 18, 22-26: “Las palabras que me diste, les he dado; y ellos las recibieron, y han conocido verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos”. “Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. “Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo”. “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos”.
Es imposible concebir algo más elevado o más bienaventurado. Estar identificado enteramente con el Hijo de Dios, ser una sola cosa con él hasta el punto de compartir el mismo amor con que el Padre le ama, su paz, su gozo, su gloria: todo esto supone la medida y la calidad de bendición más alta posible con que una criatura pueda ser dotada. Ser librado de los sempiternos horrores del infierno; ser perdonado, lavado y justificado; restituido y reintegrado en todo lo que Adán poseía y perdió; tener un lugar preparado en el cielo por cualquier motivo o en el carácter que fuere, ya sería una gracia, una bondad y una misericordia admirables. Pero ser llevados a Dios en todo el amor y favor de su amado Hijo, estar íntimamente asociados a él en su posición delante de Dios –su aceptabilidad ahora, y su gloria luego– es verdaderamente algo que solo el corazón de Dios podía concebir y su poder llevar a cabo. Todo esto está implicado en la conversión de la que venimos hablando. Tal es la maravillosa gracia de Dios, tal es el amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos y pecados, siendo enemigos en nuestra mente, haciendo malas obras, siendo esclavos de concupiscencias y deleites diversos, adorando ídolos, siendo esclavos ciegos y degenerados del pecado y de Satanás, hijos de ira marchando directamente al infierno.
Y lo mejor de todo ello es que, al introducirnos en ese lugar de bendición, amor y gloria inconcebibles, el nombre de Dios es glorificado y su corazón gratificado. Su corazón no estaría satisfecho si nos otorgase un lugar más bajo que el de su propio Hijo. Bien pudo exclamar el inspirado apóstol, a la vista de toda esta estupenda gracia: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:3-7).
¡Qué amor profundo, qué plenitud de bendición, tenemos aquí! El propósito de Dios es glorificarse a sí mismo, a lo largo de los siglos, en sus caminos para con nosotros. Va a desplegar, a la vista de toda inteligencia creada, las “riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7). Nuestro perdón, nuestra justificación, liberación perfecta y aceptación –todas las bendiciones que nos han sido otorgadas en Cristo– son para la manifestación de la gloria divina a lo largo y ancho del vasto universo para siempre. Tenernos en una posición inferior a la de su muy amado y unigénito Hijo no satisfaría las exigencias de la gloria de Dios ni los afectos de su corazón. Todo esto parece demasiado maravilloso para ser verdadero. Pero es digno de Dios, y es su voluntad comportarse así con nosotros. Esto nos basta. Para nosotros, seguramente, es demasiado bueno recibirlo, pero no es demasiado bueno para Dios darlo. Se comporta con nosotros de acuerdo con el amor de su corazón, y sobre la base del valor de Cristo. El hijo pródigo pidió que fuese hecho como uno de los jornaleros, pero eso no podía ser. No era conforme al corazón del Padre tenerlo en su casa como jornalero. Tenía que ser como hijo y nada más. Si fuese cuestión de méritos, no mereceríamos el puesto de jornalero más que el de hijo. Pero, bendito sea Dios, de ningún modo obra él de acuerdo con nuestros méritos, sino según el amor infinito de Su corazón y para gloria de su santo nombre.
Esto es, pues, la conversión. Así somos llevados a Dios. No solo nos volvemos de nuestros ídolos, cualesquiera sean, sino que somos realmente introducidos en la presencia misma de Dios, para hallar nuestras delicias en él, gozarnos en él, caminar con él, hallar en él una fuente inagotable de recursos y una respuesta perfecta a todas nuestras necesidades, de forma que nuestra alma sea satisfecha eternamente. ¿Nos volveremos a los ídolos? ¡Nunca! ¿Sentiremos atracción por las cosas que hemos dejado atrás? No, si de corazón hacemos realidad nuestro lugar y nuestra porción en Cristo. ¿Anhelaba el hijo pródigo las algarrobas y los cerdos cuando estaba en los brazos de su padre, vestido en su casa sentado a su mesa? No lo creemos. No podemos imaginarlo suspirando por la provincia apartada, una vez que se halló dentro del círculo sagrado de aquel esplendoroso y feliz hogar de amor.
Hablamos conforme al criterio divino. Muchos profesan haberse convertido y, si bien parecen firmes por algún tiempo, tristemente pronto comienzan a enfriarse, se cansan y se vuelven insatisfechos. La obra no era auténtica. No se habían vuelto verdaderamente a Dios. Quizás habían abandonado a los ídolos por algún tiempo, pero nunca llegaron hasta Dios mismo. Nunca hallaron en él una porción que pudiese satisfacer su corazón; jamás conocieron el verdadero significado de una comunión con él, ni disfrutaron de la plena satisfacción y reposo en Cristo. De ahí que, al transcurrir el tiempo, el pobre corazón comenzó de nuevo a añorar el mundo, se volvieron atrás y se hundieron en sus locuras y vanidades con mayor avidez aún. Tales casos son muy tristes y decepcionantes. Infieren gran oprobio a la causa de Cristo, y son usados como pretexto por el enemigo y como piedra de tropiezo para las almas ansiosas de la verdad. El alma verdaderamente convertida no es la que solo se ha vuelto de este presente mundo malo, con todas sus promesas y pretensiones, sino la que ha sido llevada por el ministerio precioso del Espíritu Santo a encontrar en el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo todo lo que necesite para el presente y para la eternidad. Esa persona ha terminado definitivamente con el mundo, ha roto con él para siempre. Abiertos los ojos, lo ha juzgado todo a la luz de la presencia de Dios y lo ha medido con la medida de la cruz de Cristo. Ha pesado las cosas en la balanza del santuario y ha vuelto la espalda al mundo para siempre, hallando un objeto absorbente y dominante en la bendita persona de Aquel que fue clavado en el madero maldito, a fin de librarle, no solo de las llamas eternas sino también de este presente siglo malo.
En el Dios vivo están todos los recursos
Cuanto más nos fijamos en 1 Tesalonicenses 1:9, más resalta su profundidad, su plenitud y su poder maravilloso. Es semejante a penetrar con pico y pala en una mina inagotable. Nos hemos detenido por unos momentos en aquella cláusula tan fructífera y sugestiva: “Os volvisteis a Dios desde los ídolos” (NT interlineal griego-español). ¡Cuánto hay envuelto ahí! ¿Entendemos realmente su fuerza y plenitud? Es maravilloso ser conducido a Dios –conocerle como nuestro recurso en nuestras necesidades y debilidades, como manantial de todo gozo, como nuestra fuerza, defensa, Guía y Consejero, nuestro todo en todo–, estar vinculado absoluta y completamente a él, enteramente dependiente de él.
Querido lector, ¿conoce usted en su propia alma la profunda bendición de todo esto? Si usted es hijo de Dios, una persona realmente convertida, entonces es su feliz privilegio gozar de estas bendiciones. Si usted «se ha vuelto a Dios», ¿para qué lo ha hecho sino para hallar en él todo lo que su alma necesite para hoy y para la eternidad? Ninguna cosa puede satisfacer el corazón humano sino solo Dios. No está dentro del alcance de la tierra satisfacer los anhelos del corazón. Si tuviésemos todas las riquezas del universo, y todo lo que ellas pueden suministrar, el corazón desearía todavía más; habría aún en él un vacío doloroso que nada bajo el sol podría llenar.
Fijémonos en la historia de Salomón. Oigámosle narrar su propia experiencia (Eclesiastés 1:12-18; 2:1-11): “Yo el Predicador fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y di mi corazón a inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo; este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es vanidad y aflicción de espíritu. Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse. Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia. Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu. Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor. Dije yo en mi corazón: Ven ahora, te probaré con alegría, y gozarás de bienes. Mas he aquí esto también era vanidad. A la risa dije: Enloqueces; y al placer: ¿De qué sirve esto? Propuse en mi corazón agasajar mi carne con vino, y que anduviese mi corazón en sabiduría, con retención de la necedad, hasta ver cuál fuese el bien de los hijos de los hombres, en el cual se ocuparan debajo del cielo todos los días de su vida. Engrandecí mis obras, edifiqué para mí casas, planté para mí viñas; me hice huertos y jardines, y planté en ellos árboles de todo fruto. Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles. Compré siervos y siervas, y tuve siervos nacidos en casa; también tuve posesión grande de vacas y de ovejas, más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén. Me amontoné también plata y oro, y tesoros preciados de reyes y de provincias; me hice de cantores y cantoras, de los deleites de los hijos de los hombres, y de toda clase de instrumentos de música. Y fui engrandecido y aumentado más que todos los que fueron antes de mí en Jerusalén; a más de esto, conservé conmigo mi sabiduría. No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol”.
Tal es el marchito comentario sobre los recursos de la tierra, según los presenta la pluma de quien tuvo todo lo que la tierra puede ofrecer, a quien le fue permitido apurar hasta la última gota toda copa de placer humano y terrenal. ¿Y en qué terminó todo? En “vanidad y aflicción de espíritu” (cap. 2:11, 26). “Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír” (cap. 1:8). El pobre corazón humano jamás puede satisfacerse con los recursos de la tierra. Los manantiales humanos no logran apagar la sed del alma inmortal. Las cosas materiales no pueden hacernos verdaderamente felices, ni aun cuando fuesen permanentes. Todo es “vanidad y aflicción de espíritu”.
La verdad de estas afirmaciones ha de ser puesta a prueba por el corazón humano. Tarde o temprano todos la han de descubrir. Los hombres pueden hacer oídos sordos a la voz amonestadora del Espíritu, pueden imaginarse que este pobre mundo es capaz de proporcionarles dicha y consuelo sólidos y duraderos, pueden sujetarse con afán a sus riquezas, honores, distinciones, placeres y comodidades materiales, pero llegarán a comprender su equivocación. Y ¡qué terrible descubrirla demasiado tarde! ¡Qué terrible abrir los ojos en el infierno, como el rico de la parábola! ¿Qué lenguaje humano puede expresar los horrores de un alma alejada para siempre de la presencia de Dios y relegada a “las tinieblas de afuera”, al lugar del “lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:12; 25:30)? Resulta abrumador pensarlo. ¿Qué será experimentarlo? ¿Qué será encontrarse a sí mismo en las llamas atormentadoras del infierno, al otro lado de aquella sima intransitable, donde jamás puede penetrar un solo rayo de esperanza, en la profunda lobreguez de la eternidad? ¡Oh, si los hombres pensasen a tiempo en todo esto! ¡Que pudiesen huir de la ira venidera y echar mano de la “esperanza bienaventurada” que les es presentada en el Evangelio! ¡Que «se volviesen a Dios»! Pero, lamentablemente, el dios de este mundo les ciega el entendimiento, “para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Corintios 4:4). Los embelesa con cosas presentes: negocios, dinero, placeres, preocupaciones, concupiscencias; todo menos la única cosa importante, en comparación con la cual lo demás no es sino una pequeña mota “de polvo en la balanza”.
Pero esto es una digresión de nuestro tema principal, el cual debemos retomar. Estamos particularmente ansiosos por hacer ver al cristiano la inmensa importancia de buscar en el Dios vivo todos sus recursos. Nos hemos apartado de este tema solamente por un momento, a fin de hacer sonar una nota de advertencia en los oídos de algún inconverso despreocupado en cuyas manos llegara a caer este escrito. A este le suplicamos con vehemencia que se vuelva a Dios. Al cristiano le rogamos que procure una relación más profunda con Aquel a quien, por gracia, se ha vuelto. Las dos cosas nos han motivado a escribir este artículo sobre la «conversión». Podemos decir sinceramente que anhelamos ver muchas almas preciosas convertidas a Dios, y a los ya convertidos, deseamos verlos felices en él. Estamos convencidos más y más de la importancia práctica de que los cristianos demuestren en su vida diaria haber encontrado en Dios el reposo perfecto para el corazón. Esto ejerce un influjo inmenso en los inconversos. Sacamos mucho provecho cuando, por gracia, somos capaces de decir al mundo que no dependemos de él; y la única manera de lograrlo es vivir dándonos perfecta cuenta de lo que tenemos en Dios. Esto elevaría moralmente toda nuestra conducta y nuestro carácter. Nos libraría completamente de la tendencia a buscar apoyos humanos de los que, tarde o temprano, nos hemos de lamentar, porque resultan en desengaño para nosotros y en deshonor para Dios. ¡Qué inclinados estamos en todas las ocasiones a buscar simpatía, ayuda y consejo en nuestro prójimo, en lugar de acudir directa y exclusivamente a Dios! Esta es una seria equivocación. No es sino dejar la Fuente de agua viva y cavar cisternas rotas que no retienen agua. ¿Qué podemos esperar? ¿Cuál ha de ser el resultado? Esterilidad y desolación. Nuestro Dios, en su fidelidad hacia nosotros, hará que nuestro prójimo nos decepcione, a fin de que aprendamos cuán insensato es apoyarnos en un “brazo de carne”.
Oigamos lo que dice el profeta sobre este tema tan práctico: “Así dice Jehová: Maldito aquel que confía en el hombre, y se apoya en un brazo de carne, y cuyo corazón se aparta de Jehová. Pues será como la retama en el desierto, que no ve cuando viene el bien, sino que habita los sequedales del desierto, de una tierra salada y no habitada”. Pero nótese el contraste:
Bienaventurado aquel que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová mismo. Pues será como árbol plantado junto a las aguas, y que extiende sus raíces junto al río: por tanto no temerá cuando venga el calor, sino que será verde su hoja; y no tendrá cuidado en el año de sequía ni cesará de dar su fruto
(Jeremías 17:5-8, V. M.).
Lector, es realmente grandioso apoyarse en el Dios vivo, hallar en él el alivio y el recurso en todo tiempo, lugar y circunstancia. Él nunca decepciona a un corazón confiado. Quizás estime conveniente hacernos esperar antes de responder a nuestro llamado; pero el tiempo de espera está bien utilizado, y cuando llegue la respuesta, nuestro corazón se llenará de alabanza y podremos decir: “¡Cuán grande es tu bondad, que has guardado para los que te temen, que has mostrado a los que esperan en ti, delante de los hijos de los hombres!” (Salmo 31:19). Gran cosa es poder confiar en Dios delante de los hijos de los hombres y confesar que él es suficiente para todas nuestras necesidades. No obstante, eso debe ser una realidad, no una simple profesión. De nada sirve hablar de apoyarse en Dios cuando, al mismo tiempo, estamos buscando, de un modo u otro, la ayuda de un pobre mortal. Este es un engaño muy triste; pero, ¡con cuánta frecuencia caemos bajo su poder! Adoptamos el lenguaje de la dependencia en Dios, mientras estamos buscando al hombre y le hacemos saber nuestras necesidades. Nos engañamos a nosotros mismos y deshonramos a Dios; y el final es desengaño y confusión de rostro.
Fijémonos más de cerca y con toda honestidad en este punto. Tratemos de entender el significado de las preciosas palabras: “Os convertisteis… a Dios” (1 Tesalonicenses 1:9). Contienen la esencia misma de la verdadera felicidad y santidad. Cuando el corazón se ha vuelto realmente a Dios, encuentra el secreto divino de la paz, el descanso y la plena satisfacción. Lo halla todo en Dios y no tiene por qué volverse jamás a la criatura. ¿Estoy perplejo? Puedo acudir a Dios para que me guíe; él ha prometido guiarme con sus ojos (Salmo 32:8). ¡Qué guía tan perfecta! ¿Puede algún hombre hacer algo mejor por mí? Con seguridad, no. Dios ve “el fin desde el principio”. Conoce todos los rumbos, las pertenencias, las raíces y los resultados de mi caso. Es un guía infalible. Su sabiduría no puede errar y, además, me ama infinitamente. ¿Dónde podría yo hallar mejor guía?
¿Estoy necesitado? Puedo ir a Dios con mi problema. Él es el “poseedor de los cielos y de la tierra” (Génesis 14:19, V. M.). Los tesoros del universo están a su disposición. Me ayudará si considera que me va a ser provechoso; si no, el aprieto será para mí mucho mejor que el alivio. “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19). ¿No basta con eso? ¿Por qué recurrir a una criatura en busca de manantial? ¿Por qué volverse de un Dios Todopoderoso e ir con nuestras necesidades a un ser humano? Eso sería renunciar, en cierta medida, a la base de la fe, a la vida de sencilla dependencia de Dios. Sería, de hecho, deshonrar a nuestro Padre. Si acudo a mi semejante en busca de ayuda, es como decir que Dios me ha decepcionado. Es traicionar a mi Padre amoroso, quien ha tomado a su cargo todo mi ser –espíritu, alma y cuerpo– para actuar a mi favor. Se ha comprometido a proveer a todas mis necesidades, por muchas, grandes y variadas que sean. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32).
Pero a veces oímos decir a algunas personas que el Señor les ha dicho, o que ha puesto en su corazón, que busquemos la ayuda de algún recurso humano. Esto, realmente, es muy cuestionable. No es en absoluto probable que nuestro Dios nos conduzca alguna vez a dejar la “fuente de agua viva” y a recurrir a alguna “cisterna rota” (Jeremías 2:13). Su Palabra es: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15). Es cierto que Dios usa a algunas criaturas para satisfacer nuestras necesidades; pero esto es totalmente diferente. El bienaventurado apóstol pudo decir: “Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito” (2 Corintios 7:6). Pablo buscaba a Dios para que lo consolara, y Dios le envió a Tito. Si Pablo hubiese buscado a Tito para que lo consolase, se habría decepcionado. Así ocurre en todos los casos. A Dios hemos de acudir inmediata y exclusivamente en todas nuestras necesidades. Nos hemos vuelto “de los ídolos a Dios”; por tanto, en cada necesidad, él es nuestro recurso seguro. A él podemos acudir en busca de consejo, socorro, guía, simpatía y de todo lo demás.
Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré
(Salmo 62:5-6).
¿El feliz hábito de buscar solamente a Dios nos conducirá a subestimar los canales por los que fluye hasta nosotros su preciosa gracia? Todo lo contrario. ¿Cómo podría yo subestimar a quien viene a mí directamente de parte de Dios, como su instrumento manifiesto, para satisfacer mi necesidad? Imposible. En cambio, lo valoro como un canal, en lugar de acudir a él como si fuese la fuente. En eso consiste toda la diferencia. Jamás hemos de olvidar que la verdadera conversión significa que somos llevados a Dios; y es segurísimo que, si somos llevados a Dios, es para que hallemos en él un abrigo perfecto, un recurso perfecto en todas nuestras necesidades. Una persona realmente convertida es alguien que se ha vuelto de toda confianza en las criaturas, de todas las esperanzas humanas y expectaciones terrenales, para hallar todo lo que necesita en el Dios vivo y verdadero.
Convertidos para servir
Vamos a considerar ahora un punto sumamente práctico de nuestro tema. Está contenido en la cláusula: “Para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tesalonicenses 1:9). Para todo cristiano verdadero, esto es de inmenso interés. Somos llamados a “servir”. Toda nuestra vida, desde el momento de la conversión hasta el final de nuestra carrera terrenal, debiera estar caracterizada por un espíritu de servicio, diligente e inteligente. Este es nuestro gran privilegio, por no decir nuestra santa obligación. No importa cuál sea nuestra esfera de acción, línea de vida o profesión; desde que nos hemos convertido, tenemos que hacer una cosa: servir a Dios. Si hay algo en nuestra situación que es contrario a la voluntad de Dios, a la enseñanza directa de su Palabra, hemos de abandonarlo de inmediato, cueste lo que cueste. El primer paso de un siervo obediente es salir de una posición falsa, sea cual fuere.
Supongamos, por ejemplo, que el propietario de un establecimiento expendedor de bebidas alcohólicas se convierte a Dios. ¿Qué ha de hacer? ¿Puede continuar con este tipo de negocio? ¿Puede desarrollar esa actividad con Dios? ¿Puede continuar con la venta de aquello que lleva a la ruina, miseria, degradación, muerte y perdición a miles de personas? ¿Es posible que sirva al Dios vivo y verdadero en la barra de una taberna? Creemos que no. Puede que parezcamos rígidos, severos e intolerantes al escribir así. No podemos evitarlo. Debemos escribir lo que creemos que es la verdad. Estamos persuadidos de que lo primero que debiera hacer el dueño de una taberna que se ha convertido a Dios, es cerrar su tienda y dar la espalda, con firme decisión, a esa actividad comercial impía y espantosa. Hablar de servir a Dios en una actividad de esa naturaleza es, a nuestro juicio, un miserable engaño. Sin duda que lo mismo puede decirse de muchas otras ocupaciones y actividades, y el lector puede sentirse dispuesto a preguntar: «¿Qué ha de hacer un creyente en esa situación? ¿Cómo puede seguir adelante?». Somos llamados a servir a Dios y todo ha de ser puesto a prueba con esta medida. El cristiano tiene que hacerse la pregunta: «¿Puedo cumplir con las obligaciones de esta situación para la gloria de Dios?». Si no podemos vincular el nombre de Dios al oficio que desempeñamos en esta vida, con toda seguridad hemos de renunciar a dicho oficio y pedir a Dios que nos abra alguna senda en la que podamos caminar para Su alabanza. Si deseamos andar con él, si queremos servirle, si nuestro único anhelo es ser hallados haciendo lo que le agrada, debemos abandonar lo que le deshonra.
El Señor nos oirá, bendito sea su nombre; nunca decepciona a quien confía en él. Lo que tenemos que hacer es aferrarnos a Dios “con propósito de corazón”, y él allanará el camino delante de nosotros. Quizá sea difícil al principio. La senda parezca estrecha, áspera, solitaria; pero nuestra única salida es ponernos de parte de Dios, y no continuar ni un minuto más ligados a algo contrario a su voluntad. Una conciencia delicada, un ojo sencillo (Mateo 6:22) y un corazón dedicado resolverán más de una cuestión y removerán muchos obstáculos. En efecto, los instintos mismos de la naturaleza divina, con solo permitirles actuar, nos ayudarán en muchas dificultades. “La lumbrera del cuerpo es el ojo; si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22; Lucas 11:34, V. M.). Cuando el propósito del corazón es fiel a Cristo, fiel a su nombre, a su causa y al servicio de Dios, el Espíritu Santo abre de par en par al alma los preciosos tesoros de la revelación divina, y derrama un torrente de luz viva sobre el entendimiento, de forma que veamos la senda del servicio con toda claridad; entonces, solo nos resta caminar por ella con paso firme.
No obstante, jamás debemos perder de vista que estamos convertidos para el servicio de Dios. El resultado de la vida que poseemos debe tomar siempre la forma de servicio al Dios vivo y verdadero. En nuestra vida de inconversos, dábamos culto a los ídolos y servíamos a diversos placeres y malos deseos; ahora, por el contrario, adoramos a Dios en espíritu (Juan 4:24), y somos llamados a servirle con todas nuestras facultades. Nos hemos vuelto a Dios, a fin de hallar en él nuestro perfecto reposo y satisfacción. No hay ni una sola cosa en toda la variada gama de necesidades humanas, tanto para el presente como para la eternidad, que no podamos hallarla en nuestro Dios y Padre. Él ha atesorado en Cristo, el Hijo de su amor, todo lo que puede satisfacer los deseos de la nueva vida en nosotros. Es un privilegio tener a Cristo habitando en nuestros corazones por la fe, y estar tan arraigados y cimentados en su amor como para “ser capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seamos llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:18-19).
Llenos, satisfechos y fortalecidos en Dios, somos llamados a dedicarnos, en espíritu, alma y cuerpo, al servicio de Cristo; a estar “firmes, inmóviles, abundando siempre en la obra del Señor” (1 Corintios 15:58, V. M.). Todo lo que en este mundo no pueda hacerse como para Cristo, no debería hacerse. Esto simplifica considerablemente la cuestión. Es nuestro privilegio hacerlo todo en el nombre del Señor Jesús y para la gloria de Dios. A veces oímos hablar de un oficio «secular», en contraste con lo que es «sagrado». Ponemos en duda la exactitud de tal distinción. Pablo hacía tiendas (Hechos 18:3) y plantaba iglesias (1 Corintios 3:6); pero en ambas cosas servía al Señor Jesucristo. Todo lo que un cristiano hace debe ser sagrado, porque se hace como servicio a Dios. Tener esto en cuenta nos permitirá conectar los deberes más simples de la vida diaria con el Señor mismo, e introducirlo a él en ellas a fin de comunicar una santa dignidad y un santo interés a todo lo que tenemos que hacer, desde la mañana hasta la noche. De este modo, en lugar de considerar las obligaciones de nuestro oficio como un obstáculo para nuestra comunión con Dios, las convertiríamos en ocasión de acudir a él en busca de sabiduría y de gracia, para desempeñarlas correctamente, a fin de que su santo nombre sea glorificado en los detalles más minuciosos de la vida diaria.
El servicio de Dios es una cosa mucho más sencilla de lo que algunos imaginamos. No consiste en hacer proezas fuera de la esfera de acción que Dios nos ha señalado. Tomemos el caso de una criada. ¿Cómo puede servir al Dios vivo y verdadero? No puede ir de un sitio a otro visitando y charlando. Su esfera de acción está en el ámbito, en el retiro de la casa de sus patrones. Si se le ocurriese ir de casa en casa, estaría descuidando su propio quehacer, el oficio que Dios le ha señalado. Prestemos atención a estas sanas palabras:
Exhorta a los siervos a que se sujeten a sus amos, que agraden en todo, que no sean respondones; no defraudando, sino mostrándose fieles en todo, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador
(Tito 2:9-10).
Aquí vemos que, mediante la obediencia, la humildad y la honradez, el siervo, según su medida, puede adornar la doctrina de Dios, tan efectivamente como un evangelista que va por todo el mundo desempeñando su santa y elevada comisión.
De nuevo leemos: “Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo; no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, de corazón haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ese recibirá del Señor, sea siervo o sea libre” (Efesios 6:5-8). ¡Qué estupendo es todo esto! ¡Qué hermoso campo de servicio se nos abre aquí! ¡Qué bello ese “temor y temblor”! ¿Dónde lo vemos en nuestros días? ¿Dónde está la santa sujeción a la autoridad? ¿Dónde, el ojo sencillo? ¿Dónde se halla el servicio de corazón espontáneo? ¡Ay! Lo que vemos es terquedad y altanería, hacer la propia voluntad, lo que a uno le agrada y lo que sirve al propio interés. ¡Cuánto deshonran al Señor todas estas cosas, y contristan a su Santo Espíritu! ¡Cuánto necesitamos que nuestra alma sea despertada para darnos cuenta de lo que nos conviene como llamados a servir al Dios vivo y verdadero! ¿No es un privilegio, para todo cristiano, saber que puede servir y glorificar a Dios en los quehaceres domésticos más comunes? Si no fuese así, ¿qué sucedería con noventa y nueve de cada cien creyentes? Tomamos como ejemplo el servicio doméstico común para ilustrar esa línea especial de verdad práctica que ahora estamos considerando. ¡Qué dicha inefable saber que Dios en su gracia ha condescendido a asociar su Nombre y su gloria con los más humildes deberes que pueden recaer sobre nosotros en nuestra vida doméstica común! Esto otorga dignidad, interés y frescor a cada acto insignificante en nuestra vida diaria, pues: “Todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:23). Aquí está el precioso secreto. No se trata de trabajar por el salario, sino de servir al Señor Jesucristo y esperar recibir de él “la recompensa de la herencia” (v. 24).
¡Ojalá nos percatásemos mejor de todo esto y lo realizásemos! ¡Cómo elevaría moralmente toda nuestra vida cristiana! ¡Qué respuesta tan triunfal le suministraría al incrédulo! ¡Qué reprensión tan fuerte a todos sus escarnios y sofismas, mucho mejor que diez mil argumentos eruditos! No hay prueba más convincente que una vida cristiana seria, dedicada, santa, feliz, sacrificada. Y esta puede ser exhibida por alguien cuya esfera de acción está limitada por las cuatro paredes de una cocina1 . La vida práctica de un verdadero cristiano no solo aporta la mejor respuesta posible al escéptico e incrédulo, sino que también responde satisfactoriamente a las objeciones de los que hablan de obras, insistiendo en poner a los cristianos bajo la ley, a fin de que ella les enseñe la forma en que deben vivir. Cuando alguien reclama contra el hecho de que no predicamos acerca de las obras, le preguntamos sencillamente: «¿Para qué habríamos de predicar sobre ellas?». El inconverso no puede hacer sino “malas obras” (Colosenses 1:21) u “obras muertas” (Hebreos 6:1). “Los que están en la carne” –los inconversos– “no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:8, V. M.). ¿Qué sentido tendría predicarles en cuanto a las obras? Solo puede enturbiarles más la vista, cegarles la mente, engañarles el corazón y enviarlos al infierno con “una mentira en su mano derecha” (Isaías 44:20, V. M.).
Es menester que haya una genuina conversión a Dios. Esta obra es divina de principio a fin. ¿Y qué debe hacer un convertido? Por supuesto, no necesita obrar para obtener la vida, porque ya la posee, ha recibido vida eterna como un don gratuito de Dios, “en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). No necesita obrar para obtener la salvación; ya es salvo en el Señor “con salvación eterna” (Isaías 45:17). ¿Qué, pues, se le manda hacer?:
Servir al Dios vivo y verdadero
(1 Tesalonicenses 1:9).
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? En todo: tiempo, lugar y circunstancia. El convertido no tiene que hacer nada más que servir a Dios. Si hace cualquier otra cosa, es infiel al adorable Señor y Salvador quien, antes de llamarle a servir, le dotó de la vida, la gracia y el poder que son los únicos medios para prestar dicho servicio.
Sí, nunca olvidemos que el cristiano es llamado a servir. Tiene el privilegio de presentar su cuerpo “en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional [inteligente]” (Romanos 12:1). Esto deja bien sentada toda la cuestión; remueve todas las dificultades, silencia todas las objeciones; lo pone todo en su debido lugar. No se trata de lo que estoy haciendo, ni dónde, sino de cómo lo hago, cómo me comporto. El cristianismo, según es presentado en el Nuevo Testamento, es el resultado de la vida de Cristo en el creyente; es Cristo reproducido en la vida diaria del cristiano por el poder del Espíritu Santo. Todo lo que el creyente toca, hace y dice –toda su vida práctica desde la primera hora del día del Señor hasta la noche del sábado–, debería llevar la insignia y reflejar el espíritu de aquella gran cláusula práctica que hemos estado considerando: “Servir al Dios vivo y verdadero”. ¡Ojalá sea así! ¡Quiera Dios despertar en todo su amado pueblo el anhelo de entregarse con mayor diligencia, de todo corazón, a Cristo y a su precioso servicio!
- 1N. del A.: Es de notar que tanto Efesios 6 como Colosenses 3 se dirigen a los siervos en una forma más elaborada que a cualquiera de las otras clases sociales. En Tito 2, son nombrados exclusivamente los siervos; allí el apóstol no se dirige a los maridos, ni a los amos, ni a los hijos. No pretendemos dar razón de esto, pero no podemos dejar de señalarlo como un hecho muy interesante que nos enseña el lugar tan importante que se asigna en el cristianismo a quien, en aquellos primeros días de la historia de la Iglesia, ocupaba el lugar de esclavo. El Espíritu Santo tuvo especial interés en instruirle sobre el modo de comportarse en esta clase de trabajo. Al pobre esclavo que creía que no podía ofrecer a Dios ningún servicio se le impartía la dulce enseñanza de que, con solo cumplir sencillamente su deber, como delante de Dios, podía adornar la doctrina de Dios su Salvador y glorificar el nombre de Jesús. Nada puede superar la gracia que brilla en esto.
Convertidos para esperar a Cristo
Las últimas palabras de 1 Tesalonicenses 1 reclaman ahora nuestra atención. Proporcionan una prueba impresionante y contundente de la claridad, plenitud, profundidad y amplitud del testimonio del apóstol en Tesalónica, y también del esplendor y la autenticidad de la obra en los recién convertidos de aquel lugar. No solamente se volvieron de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero. Cierto, lo hicieron por gracia, con un poder, un frescor y un fervor poco comunes.
Pero hubo algo más; y podemos afirmar, con la más absoluta confianza, que habría habido un gran defecto en la conversión y en el cristianismo de aquellos amados discípulos si hubiera faltado eso: Se convirtieron… para “esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:10). Prestemos mayor atención a este hecho de tanto peso. La gloriosa y bienaventurada esperanza de la venida del Señor formaba una parte integrante del Evangelio que Pablo predicaba, y del cristianismo de los que se convertían mediante su ministerio. Aquel siervo predicaba un Evangelio completo. Declaraba no solo que el Hijo de Dios había venido al mundo a llevar a cabo la gran obra de la redención y a poner el fundamento perpetuo de la gloria y de los consejos de Dios, sino también que había subido al cielo, y se había sentado a la derecha del trono de Dios como el Hombre victorioso, ensalzado y glorificado; que va a venir otra vez: primero, a recoger consigo a los suyos y conducirlos hasta la casa de su Padre, el lugar preparado para ellos; y luego vendrá con ellos para ejecutar juicio sobre sus enemigos y excluir de Su reino “a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad” (Mateo 13:41), a fin de establecer su dominio glorioso “de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra” (Salmo 72:8).
Todo esto estaba incluido en el precioso Evangelio que Pablo predicaba a los tesalonicenses. Hallamos una insinuación de esto, indirecta, pero muy interesante, en Hechos 17, donde el inspirado escritor da a conocer lo que los judíos incrédulos pensaban y decían de la predicación del apóstol. “Entonces los judíos que no creían, teniendo celos, tomaron consigo a algunos ociosos, hombres malos, juntando una turba, alborotaron la ciudad; y asaltando la casa de Jasón, procuraban sacarlos al pueblo. Pero no hallándolos, trajeron a Jasón y a algunos hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá; a los cuales Jasón ha recibido; y todos estos contravienen los decretos de Cesar, diciendo que hay otro rey, Jesús” (Hechos 17:5-7).
Tales eran las ideas que estos pobres incrédulos, ignorantes y llenos de prejuicios, se habían formado tras oír la predicación de los amados siervos de Dios. Podemos ver en ellas los elementos de grandes y solemnes verdades, como la completa eliminación del presente sistema de cosas y la instauración del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. “A ruina, a ruina, a ruina lo reduciré, y esto no será más, hasta que venga aquel cuyo es el derecho, y yo se lo entregaré” (Ezequiel 21:27).
La venida y el reino del Señor, además de ocupar un lugar preeminente en la predicación del apóstol, también resplandecen brillantemente en toda su enseñanza. Los tesalonicenses no solo se convirtieron a esta “esperanza bienaventurada”, sino que también fueron edificados, establecidos y guiados en ella. Se les enseñó a vivir cada hora del día en esa espera. No era un dogma seco y estéril para ser recibido y sostenido como parte de un credo sin poder ni valor. Era una realidad viva, una fuerza moral poderosa en el alma, una esperanza preciosa, purificadora, santificadora, que desapegaba completamente el corazón de las cosas presentes y lo hacía aguardar, momento tras momento, el regreso de nuestro amado Señor y Salvador Jesucristo, quien nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros.
Es interesante observar que en las dos epístolas a los Tesalonicenses hay más alusiones a la venida del Señor que en las demás epístolas juntas. Esto es tanto más notable cuanto que sean las primeras epístolas de Pablo y que van dirigidas a una iglesia muy joven en la fe. Una rápida ojeada a estas dos preciosas cartas, nos hará descubrir la esperanza de la venida del Señor introducida en cada uno de los ocho capítulos y en conexión a toda clase de temas. Por ejemplo, en el capítulo 1, la tenemos presentada como el objeto grandioso que ha de ser guardado siempre delante del corazón del cristiano –sea cual fuere su posición o su relación– como la luz brillante que resplandece al final de su larga peregrinación por este mundo oscuro y fatigoso. “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar…” ¿qué? ¿La hora de la muerte? No, no hay ninguna alusión a tal cosa. La muerte está abolida para el creyente, y jamás es presentada como el objeto de su esperanza. ¿Qué, pues, se les había enseñado a esperar? “… De los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos” (1 Tesalonicenses 1:9-10). ¡Y nótese ahora esa bella añadidura! “A Jesús, quien nos libra de la ira venidera”. Esta es la Persona a quien estamos esperando, nuestro precioso Salvador, nuestro gran Libertador; Aquel que se hizo cargo de nuestro desesperado caso, que tomó en nuestro lugar la copa de la ira de la mano de la Justicia infinita y la bebió hasta el final. Aquel que despejó el cielo de toda nube, de manera que podemos ya fijar nuestra mirada en la eternidad misma, y ver nada más que el resplandor y la bienaventuranza de Su amor y gloria, nuestro hogar feliz y eterno.
¡Oh, qué bendición es aguardar, por la mañana, al mediodía, por la tarde y a medianoche, la venida de nuestro misericordioso Libertador! ¡Qué bendita realidad estar esperando en todo tiempo el regreso de nuestro amante y amado Salvador y Señor! ¡Qué separación y elevación proporciona, acariciar cada mañana la esperanza bienaventurada de que, antes que se aglomeren a nuestro alrededor las sombras del atardecer, podamos ser invitados a subir, envueltos en nubes de gloria, al encuentro de nuestro Señor!
¿Es este el sueño de un fanático loco o de un visionario entusiasta? No, es una verdad imperecedera que descansa en el mismísimo fundamento que sostiene todo el edificio de nuestro glorioso cristianismo. ¿Es verdad que el Hijo de Dios ha hollado esta tierra en la persona de Jesús de Nazaret? ¿Es verdad que vivió y trabajó aquí, en medio de los pecados y los pesares de la pobre humanidad caída? ¿Es verdad que suspiró, lloró y gimió ante la desolación general que el pecado había llevado a cabo en este mundo? ¿Es verdad que fue a la cruz y allí se ofreció sin mancha a Dios, para reivindicar la Majestad divina y satisfacer todas las demandas del trono de Dios, a fin de destruir las obras del diablo, hacer una exhibición pública de todos los poderes del infierno, quitar el pecado por medio del sacrificio de Sí mismo y llevar los pecados de todos los que, desde el principio hasta el fin del tiempo, habían de creer, por gracia, en Su nombre? ¿Es verdad que yació durante tres días y tres noches en el corazón de la tierra y que el primer día de la semana se levantó, triunfante, del sepulcro, como la Cabeza de una nueva creación, y subió a los cielos después que le vieron por lo menos quinientos testigos? ¿Es verdad que cincuenta días después de su resurrección envió al Espíritu Santo, a fin de llenar y capacitar a sus apóstoles para que fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra? ¿Es verdad que desde el día de Pentecostés hasta este momento ha estado actuando a favor de su pueblo como Abogado junto al Padre, un gran Sumo Sacerdote con Dios, intercediendo por nosotros en todos nuestros fracasos, pecados y faltas, compadeciéndose de nosotros en todas nuestras debilidades y dolores, y presentando continuamente nuestros sacrificios de alabanza y oración, como sacrificios llenos de la fragancia de su Persona gloriosa? ¿Son ciertas todas estas cosas? Sí, gracias a Dios, todas ellas son divinamente verdaderas, todas ellas aparecen en las páginas del Nuevo Testamento con la plenitud, la claridad, la profundidad y el poder más admirables; todas se apoyan en el fundamento sólido de la Sagrada Escritura, un fundamento que ninguno de los poderes de la tierra y del infierno, de hombres y demonios pueda sacudir.
Por tanto, “la esperanza bienaventurada” de la venida del Señor descansa en la misma autoridad. Tan verdad es que el Señor Jesucristo vendrá de nuevo a recoger consigo a su pueblo, como que nació en un pesebre en Belén, que creció hasta ser un hombre adulto, que anduvo haciendo el bien, que fue clavado en una cruz y sepultado en una tumba, que está ahora sentado en el trono de la Majestad en los cielos. Podría venir esta misma noche. Nadie sabe cuándo vendrá, puede ser en cualquier momento. Lo único que lo detiene es su longanimidad, “no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). Por veinte largos siglos ha esperado con amor, misericordia y compasión; durante todo ese tiempo la salvación ha estado dispuesta para revelarse, y Dios ha estado listo para juzgar; pero él ha esperado y todavía espera en gracia, “con toda paciencia y longanimidad”. Pronto vendrá. Deberíamos vivir siempre en la esperanza de Su venida. Es lo que el apóstol enseñó a sus amados tesalonicenses. Así vivió él. La “esperanza bienaventurada” estaba íntimamente ligada con todos los hábitos y sentimientos de su vida diaria. ¿Era cuestión de cosechar el fruto de sus labores? Oigamos lo que dice:
Porque, ¿cuál es nuestra esperanza, o gozo, o corona de que me gloríe? ¿No lo sois vosotros, delante de nuestro Señor Jesucristo, en su venida?
(1 Tesalonicenses 2:19).
A todos ellos los vería entonces. A ningún enemigo le sería permitido impedir tal encuentro.
“Quisimos ir a vosotros, yo Pablo ciertamente una y otra vez; pero Satanás nos estorbó” (v. 18). ¡Muy asombroso! ¡Muy misterioso! pero así fue. Satanás estorbó a un ángel de Dios en el desempeño de su función en los días de Daniel y estorbó a un apóstol de Cristo en el cumplimiento de su amoroso deseo de ver a sus hermanos en Tesalónica. Pero, gracias a Dios, no podrá impedir el gozoso encuentro de Cristo con sus santos, que tanto aguardamos. ¡Qué momento será ese! ¡Qué preciosos reencuentros! ¡Qué saludos tan afectuosos de queridos y viejos amigos! Pero, sobre todo, ¡Él mismo! ¡Su sonrisa! ¡Su acogida! ¡Oír de su misma boca: “Bien”!
¡Qué esperanza tan preciosa y sustentadora del alma! ¿Nos extrañaría que ocupase un lugar tan sublime en los pensamientos y en las enseñanzas del bienaventurado apóstol? La menciona en todas las ocasiones y en conexión con todos los temas. Si está hablando del progreso en la vida divina y en la piedad práctica, así se expresa: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros, para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Tesalonicenses 3:12-13).
Nótese la última cláusula de esta conmovedora cita: “Con todos sus santos”. ¡Qué sabiduría tan admirable brilla aquí! El apóstol aludía a un error en que habían caído los creyentes tesalonicenses respecto de los hermanos fallecidos. Temían que los que dormían –esto es, los que habían muerto en el Señor– no participaran en el gozo de la venida del Señor. Este error queda destruido por completo con esta breve afirmación: “Con todos sus santos”. Ni uno solo estará ausente de este gozoso encuentro, de esta escena festiva. ¡Bendita seguridad! ¡Victoriosa respuesta a todos los que pretenden hacernos creer que ninguno de ellos participará del gozo de la venida de nuestro Señor excepto aquellos que vean esto, aquello y lo otro! Sí, “con todos sus santos”, a pesar de su ignorancia y sus errores, sus desvíos y sus tropiezos, sus faltas y sus fracasos. Nuestro bendito Salvador, Aquel que ama nuestras almas con amor eterno, no excluirá a ninguno de nosotros de ese momento feliz.
¿Nos hará despreocupados toda esta gracia sin par? ¡Dios no lo permita! Por el contrario, la expectación permanente de ese momento es lo único que puede conservar viva nuestra responsabilidad de juzgar en nosotros y en nuestros caminos todo lo que es contrario a la mente de Cristo. Y no solo eso, sino que la esperanza del regreso del Señor, si se conserva viva y fresca en el corazón, debe purificar, santificar y elevar todo nuestro carácter y el curso de nuestra vida como ninguna otra cosa lo puede hacer.
Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro
(1 Juan 3:3).
Es moralmente imposible que alguien viva en la esperanza de ver a su Señor en cualquier momento, y que, a pesar de eso, tenga el corazón puesto en las cosas de este mundo, en hacer dinero, complacerse a sí mismo, en placeres, vanidades e insensateces. No nos engañemos. Si esperamos diariamente al Hijo de Dios desde los cielos, debemos desprendernos de las cosas que pertenecen a la tierra.
Cierto es que podemos sostener la doctrina de la venida del Señor como un simple dogma del intelecto; podemos tener en nuestra mente el mapa de las verdades proféticas, sin que produzca el menor efecto en el corazón, el carácter o la vida práctica. Pero, es cosa totalmente distinta tener todo el ser moral, todo el curso práctico de la vida gobernado por la esperanza bienaventurada de ver al que nos ama y nos lavó de nuestros pecados en su preciosísima sangre.
¡Quiera Dios que esto abunde más entre nosotros! Es de temer que muchos de nosotros hayamos perdido el frescor y el poder de nuestra verdadera esperanza. La verdad de la venida del Señor ha llegado a ser tan familiar como mera doctrina que a veces hablamos de ella frívolamente y discutimos diversos puntos, mientras que nuestros caminos, nuestro comportamiento y nuestro estado de espíritu desmienten lo que profesamos sostener. Pero no vamos a continuar con este lado triste y humillante del tema.
¡Quiera el Señor poner sus ojos en nosotros y, en su benignidad, sanar, restaurar y elevar nuestras almas! ¡Que él reavive en el corazón de todo su amado pueblo la genuina esperanza cristiana: la esperanza de ver “la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:16)! ¡Que las palabras del corazón y de la vida entera sean: “Sí, ven, Señor Jesús” (cap. 22:20)!
Aquí ponemos punto final a este tratado. Hubiéramos querido dar un repaso a las dos epístolas a los Tesalonicenses a fin de demostrar que la esperanza del retorno del Señor estaba ligada, en el corazón del apóstol, con todas las escenas, circunstancias y asociaciones de la vida cristiana. Pero debemos dejar que el lector lo haga por sí mismo. Confiamos en que se ha dicho lo suficiente para mostrar que la conversión verdadera, según la enseñanza bíblica, tiene que incluir la esperanza bienaventurada de la venida del Señor. Una persona convertida es alguien que se ha apartado completamente de los ídolos –ha roto con el mundo y con su «yo» anterior– y se ha convertido a Dios, para hallar en él todo lo que necesite, para servirle a él, solo a él y, finalmente, para “esperar de los cielos al Hijo” de Dios. Pensamos que esta es la verdadera y apropiada respuesta a la pregunta: «¿Qué es la conversión?».
Lector, ¿está usted convertido? Si no, ¿qué está esperando? Y si lo está, ¿lo prueba su vida?