Jesús dijo:
Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.
Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a edificar, y no pudo acabar.
¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz.
Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Buena es la sal; mas si la sal se hiciere insípida, ¿con qué se sazonará? Ni para la tierra ni para el muladar es útil; la arrojan fuera. El que tiene oídos para oír, oiga.
(Lucas 14:25-35)
Cuando el Señor llamó por primera vez a sus discípulos, con una sola palabra les dijo todo lo que debía decirles: “Sígueme”. Los discípulos le siguieron y aprendieron de él. Lo vieron, lo oyeron y le obedecieron. Las enseñanzas que recibieron tenían un carácter práctico. Con sencillez de corazón y un espíritu dispuesto, hicieron lo que Jesús les dijo que hicieran. Eran felices sirviendo al Señor, porque Sus mandamientos no son gravosos, ni su yugo es pesado.
La Palabra dice que, en aquel tiempo, “grandes multitudes iban con él”. No puede decirse que el Señor fuera un maestro popular, o que su intención fuera atraer a las masas como tal. Estas lo buscaban para que los sanase de sus enfermedades, o para que les diese de comer, y así saciar su hambre, pero más allá de estas necesidades básicas de la criatura humana, no parece que hubieran tenido ningún interés particular en él. El Señor lo sabía, y les dijo: “Me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis” (Juan 6:26).
Sin embargo, en ese momento las multitudes iban con Jesús, lo cual le dio la oportunidad de hablarles sobre las cualidades que debe tener un discípulo, y les dijo: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo”. Para ser discípulo del Señor es primordial amarlo a él más que todo, es necesario tomar su propia cruz y seguirlo.
Pedro cometió un gran error reprendiendo a Jesús, quien les había anunciado que le era necesario sufrir mucho en manos de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día. El Señor tuvo que reprenderlo severamente porque se dejaba manipular por Satanás, pues no ponía la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres (Marcos 8: 31-34).
Después de reprender a Pedro, Jesús llamó a la multitud, y a sus discípulos, y les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”.
Pedro se dejó dominar por las cosas de los hombres, ¡error fatal! Sin embargo, es muy fácil incurrir en esa falta. Basta dar rienda suelta a nuestra carne para caer inmediatamente en el mismo error. Por otra parte, cuando llevamos nuestra cruz, la carne queda totalmente excluida. La cruz lleva la sentencia de muerte sobre la carne. Solo una cosa pone fin a la carne: la muerte. La cruz es el poder para anularla. Cuán importante es llevar siempre la cruz sobre nosotros.
Necesitamos aprender la lección que el Señor enseñó en la parábola de la construcción de la torre. Somos llamados a considerar primero los costos. No hacerlo es una locura. Sin embargo, hay muchos que dicen querer servir a Cristo sin tener en cuenta las responsabilidades que este servicio conlleva. Es necesario considerar tranquila y cuidadosamente delante del Señor, no solo cómo empezar, sino también cómo continuar, y, en última instancia, llegar a una conclusión digna. Si calculamos el costo, rápidamente descubriremos que en nosotros mismos, es decir, en nuestra carne, no tenemos ningún poder para salir victoriosos, y que solo podemos encontrar la sabiduría y el poder en el Espíritu de Dios. Él edifica lo que es de Dios, y da gracia y fuerza para la batalla.
El apóstol Pablo es un buen ejemplo de ello. Calculó los costos y concluyó que las cosas que para él eran ganancia, las estimaba como pérdida por amor de Cristo, como dice en Filipenses 3. Hizo bien su trabajo, lo terminó con honor y gloria, y al final pudo decir: “He acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona” (2 Timoteo 4:7). La cruz le aseguraba fielmente la corona. El Señor quiere que luchemos por un final honorable en el camino de la fe, lo que Pedro llama una amplia y generosa entrada en el reino eterno.
Cuando el Señor Jesús estuvo aquí en la tierra, muchos quisieron seguirlo como discípulos. Cierta vez un joven rico se le acercó y le expresó este deseo, pero cuando Jesús le dijo que vendiera todo lo que tenía, y le siguiera, tomando su cruz, prefirió conservar sus riquezas. Otro le dijo que lo seguiría a dondequiera que fuera, pero cuando el Señor le dijo que él no tenía dónde reclinar la cabeza, y por lo tanto tendría que sufrir grandes privaciones, se apartó y renunció a la idea de hacerse discípulo de Jesús.
Si somos verdaderamente discípulos del Señor, no podemos permitir que nada se interponga entre nosotros y él, nada que desplace el lugar supremo que él debe ocupar en nuestros corazones.
Si el Señor nos ha llamado a seguirle, respondámosle de una manera resoluta, abandonando todo lo demás, para que él pueda tener el primer lugar en nuestros corazones. El Señor Jesús debe reinar en nuestros corazones, sin ningún rival.
Liberados de los enredos terrenales, nos convertimos verdaderamente en discípulos del Señor Jesús.
Toward the Mark