Cuatro aspectos de la presencia del Señor (2 meses)

Oh Señor, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo, y todos mis caminos te son conocidos… ¿A dónde me iré de tu Espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás. Si tomare las alas del alba y habitare en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra. Si dijere: ciertamente las tinieblas me encubrirán; aun la noche resplandecerá alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche resplandece como el día; lo mismo te son las tinieblas que la luz (Salmo 139:1-12 ).

¿Soy yo Dios de cerca solamente, dice el Señor, y no Dios desde muy lejos? ¿Se ocultará alguno, dice el Señor, en escondrijos que yo no lo vea? ¿No lleno yo, dice el Señor, el cielo y la tierra? (Jeremías 23:23-24).

1. La omnisciencia y la omnipresencia del Señor

El Salmo 139 nos presenta la omnisciencia de Dios: “Tú has conocido”, luego aparece Su omnipresencia. Dios conoce todas las cosas, como leemos en Hebreos 4:13:

No hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta.

El conocimiento perfecto, divino, siempre es solemne. Es sorprendente constatar que todas las cartas a las siete iglesias de Apocalipsis comienzan por esta declaración: “Yo conozco”, repetida siete veces. Nada escapa a la mirada de Dios. “Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme”. En 2 Crónicas 16:9 leemos: “Los ojos del Señor contemplan toda la tierra”. Es una realidad a la cual ninguna criatura puede escapar. Es experimentada de manera diferente, según el estado de nuestras almas o las circunstancias que Dios considera apropiadas para nosotros. El incrédulo, si tuviese consciencia de ello, debería estar aterrorizado, reconociendo que Dios conoce perfectamente su incredulidad, su estado pecaminoso, y que solo merece el juicio de Dios. Para el creyente esto es muy solemne. Si fuéramos más conscientes de que nada escapa a su mirada, tendríamos más cuidado de andar en el temor del Señor, y seríamos más vigilantes en cuanto a nosotros mismos. ¡Cuán reconfortante es esto para el redimido que pasa por pruebas y circunstancias dolorosas! ¡Qué consuelo saber que incluso lo que pesa sobre su corazón y que no puede compartir con nadie, es conocido por aquel a quien nada se le escapa! Ningún redimido puede decir que el Señor ignora lo que le sucede. “Has conocido”. Esta expresión es extremadamente penetrante. “Los ojos del Señor contemplan toda la tierra” (2 Crónicas 16:9). Satanás no es omnipresente. Job 1:7 nos dice que él rodea la tierra y anda por ella. Los demonios y los espíritus demoniacos rodean la tierra habitada. En cambio, nunca vemos que el Señor deba apresurarse, jamás corre por la tierra, porque es omnipresente.

2. La compañía del Señor en nuestras circunstancias

Un segundo aspecto, igualmente benéfico para el redimido, es la compañía del Señor, esa presencia que nos tranquiliza cualquiera que sean nuestras circunstancias. El Señor jamás permitirá que los suyos sean abandonados. Nunca nos dejará ni nos abandonará. Esta es exactamente la promesa que cierra el evangelio de Mateo:

Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo
(Mateo 28:20).

¡La compañía y las promesas divinas! Cuán precioso fue para Josué, quien tenía una tarea tan importante en la conquista de Canaán, apropiarse estas palabras: “Estaré contigo, no te dejaré ni te desampararé. Esfuérzate y sé valiente” (Josué 1:5-6). Cuanto más intenso sea el sufrimiento, más necesitamos su cercanía. Muchos pasajes de la Escritura nos muestran que el Señor está con nosotros, incluso en el fuego de la prueba. ¿Dónde estaba Dios cuando el fuego ardía en la zarza que Moisés contemplaba? En medio de la misma zarza ardiente. Dios no es un Dios de lejos, sino un Dios cercano (ver Jeremías 23:23). Cuando los tres jóvenes hebreos fueron echados al horno ardiendo, y que el cruel rey miraba, vio un cuarto hombre (Daniel 3:25). “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo... Cuando pases por el fuego, no te quemarás” (Isaías 43:2).

Al redimido no se le promete que no pasará por las aguas o por el fuego, ni que será librado de las pruebas, sino que el Señor le asegura:

Cuando pases por... yo estaré contigo.

El creyente que confía en los recursos divinos sabe que no está solo. ¿Qué dijo el apóstol Pablo cuando se hallaba en una prisión, abandonado por todos: “Todos me desampararon”, y el Señor también se alejó de mí? ¡No! Dijo: “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas” (2 Timoteo 4:16-17). Cuántos redimidos del Señor, que han pasado por largas pruebas, han experimentado lo que nosotros no podemos experimentar, porque tenemos condiciones mucho más favorables. ¡Qué gozo nos brinda la cercanía del Señor!

3. La presencia del Señor en medio de los suyos

Para el tercer aspecto, leamos el pasaje de Lucas 24:13- 35. El Señor había resucitado, pero aún no había sido glorificado. María Magdalena lo vio en el huerto y pensó que era el hortelano. Luego Jesús caminó hacia Emaús con esos dos discípulos desanimados y tristes, quienes pensaban que su esperanza se había esfumado. Ellos esperaban que él era quien los habría de librar... sin embargo ya habían pasado tres días sin que nada sucediera. El Señor los escuchó y les preguntó:

¿Por qué estáis tristes? (v. 17).

Era necesario que se expresaran, que dieran a conocer el estado de su corazón, que contaran los motivos de su tristeza. Él estaba atento, caminaba con ellos. No quería dejarlos en esa incertidumbre y les explicó “en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27). Las Escrituras contienen lo que concierne al Señor Jesús. El Señor no se impone, pero cuando uno lo invita a entrar, él lo hace. ¿Cómo rechazaría la invitación de sus discípulos a entrar para quedarse con ellos? “Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado” (v. 29). Entonces entró para quedarse con ellos y se sentó a la mesa con ellos. ¡Qué compañía! Anticipación de lo que ahora podemos experimentar y conocer mucho mejor que los discípulos. Quedarse con nosotros y estar a la mesa con nosotros; esta invitación que resuena en nuestros corazones, cuando nos acercamos a la Mesa del Señor, es para disfrutar su presencia. Sin embargo, las cosas todavía no estaban establecidas en ese momento; aunque la obra ya había sido cumplida, la Iglesia todavía no había sido constituida, el Espíritu Santo aún no había descendido. El Señor tomó el pan, lo bendijo y lo partió. En ese momento los ojos les fueron abiertos y reconocieron al Señor. De alguna manera fueron introducidos, como un preludio, en nuestra actual condición. Ahora el Señor se halla donde los suyos están reunidos, pero no es visible corporalmente. La promesa que nos dejó cuando estuvo aquí en la tierra, de estar en medio de los suyos reunidos en su nombre, halla su preciosa realización para nuestros corazones ahora que él está glorificado en los cielos. El Señor no es visible, no está corporalmente presente, pero está presente personal y espiritualmente. Quiera Dios que al disfrutar de un privilegio mucho más durable, elevado y acompañado de revelaciones preciosas como resultado del descenso del Espíritu Santo y de la conformación del cuerpo de Cristo, nuestros corazones ardan cuando estamos en su presencia, y de una manera particular cuando él nos da el pan. Para los discípulos de Emaús, ese hecho aún no era la institución de la cena, sino una introducción a la misma. Nosotros tenemos el inmenso privilegio de gozar de esta presencia personal del Señor en medio de los suyos.

Donde dos o tres están congregados en su nombre, él está en medio de ellos. Estar reunidos es muy simple, pero estar reunidos en su nombre es muy exigente. Seamos conscientes de ello. Cumplir una tarea en nombre de alguien implica el respeto absoluto de su voluntad, de su objetivo, de sus intenciones, y debe hacerse como él la haría. Gracias a Dios gozamos del inmenso privilegio de estar reunidos en torno al nombre del Señor. Concédanos él recordar siempre que no estamos en nuestra casa, sino en la casa de Dios, en la cual él tiene sus derechos y su señorío, los cuales deben ser respetados. Él es el Señor, aquel que no da su gloria a otro. Los más grandes privilegios siempre están acompañados de grandes responsabilidades. Es hermosa la expresión que hallamos en Lucas 24:29: “Entró, pues, a quedarse con ellos” y a comer con ellos.

4. Estar con el Señor en el cielo

El cuarto aspecto de la presencia divina es, por supuesto, estar en la presencia del Señor. Allá no se dice que el Señor está con nosotros, sino que nosotros estamos con él. Somos introducidos en la presencia misma del Señor. El apóstol Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, dijo: “Y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17). Mientras estemos en la tierra, él estará con nosotros. Cuando pisemos el suelo de la casa del Padre, será para estar con el Señor. Juan 14:1-3 nos lo confirma:

No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.

Ya no es él quien viene a acompañarnos en las circunstancias dolorosas de la vida, somos nosotros quienes vamos a él. “Os tomaré a mí mismo” (v. 3). Qué dulzura en esta declaración que constituye ciertamente el punto culminante de la bienaventurada esperanza puesta por gracia en nuestros corazones. Es sorprendente el hecho de que este capítulo 14 comience por la expresión: “No se turbe vuestro corazón...”, mientras en los tres capítulos precedentes el Señor estuvo turbado en su alma. Leamos en Juan 11 el relato sobre la muerte de lázaro. Nos es dicho dos veces que “se estremeció en espíritu y se conmovió” (v. 33). También se repite en el versículo 38: “profundamente conmovido otra vez”. En el capítulo 12:27: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?”, y en el capítulo 13:21: “Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu”. La primera vez, se conmovió a causa de las consecuencias del pecado, Lázaro había muerto y ya hedía. Pecado y corrupción. Aquel que es la Vida y la divina Santidad se hallaba ante un cuerpo muerto. El Señor se conmovió. La segunda vez, en el capítulo 12:27, fue frente a su propia muerte. Dijo: “Ahora está turbada mi alma”. En ese combate anticipado, en el cual no podemos entrar, y que hace el objeto de su triple requerimiento, lo aterrorizaba la realidad de ser hecho pecado delante de un Dios santo. Y la tercera vez, fue a causa de Judas, en cuyo corazón Satanás entró, quien luego iba a retirarse de la mesa (Juan 13:30). Se nota el poder del enemigo que toma posesión de un corazón que ya había preparado para habitar allí, aunque Judas había andado durante tres años al lado del Señor. ¡Esto es solemne! Después de esto, Jesús mismo nos dice: “No se turbe vuestro corazón”. Después del combate en el huerto de Getsemaní, el Señor fue detenido, interrogado, golpeado. Al final lo llevaron al Gólgota, donde cumplió esa obra maravillosa que evocamos en el culto, y que hace que no tengamos más razón para estar turbados. ¿Cuál es, pues, la perspectiva que acompaña esta certitud? “Os tomaré a mí mismo”. En su oración de Juan 17, el Señor puede decir: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria” (v. 24). ¡Qué certeza maravillosa es: estar siempre con el Señor! Que él nos conceda gozar anticipadamente de su presencia, y que el conocimiento de estar constantemente bajo su mirada nos haga vigilantes y deseosos de andar de una manera que agrade y honre al Señor. También nos conceda gozar de su presencia allí donde él la ha prometido, en medio de sus redimidos. Que su presencia personal, sentida en medio de los suyos congregados en su nombre, haga crecer en nuestros corazones y produzca siempre una alabanza frente a la preciosa certeza puesta ante nosotros. Pronto llegará el día en que él recogerá, cual fruto maduro y perfecto, el trabajo de su alma. Él se presentará a los suyos para el eterno gozo de su corazón; entonces estaremos para siempre con él, viéndolo como él es, y siendo semejantes a él.

P. Combe