Pasando Jesús viajando de Judea a Galilea, por una ciudad de Samaria llamada Sicar, y sintiéndose cansado, se sentó junto al pozo de Jacob que se hallaba a su paso. Era como la hora sexta cuando esto sucedió. Acongojado se sentía el tierno corazón de Aquel que, por amor a sus criaturas, vino al mundo para salvarlas de sus pecados, al verse despreciado por ellas.
Una mujer viene al pozo con su cántaro para sacar agua. Esta infeliz mujer es una de aquellas a quien el orgulloso fariseo hubiera desdeñado hablar; era una samaritana despreciable, y además, una criatura inmoral que vivía disolutamente. Poco sospechaba ella que iba a encontrarse delante de Aquel que lo sabe todo –sus hechos y sus más ocultos secretos. Al llegar al pozo, Jesús la habla; cómo se sorprendió de que siendo él judío le pidiese de beber. El divino Salvador le dice: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva” (Juan 4:10).
Jesús no le dijo, si no fueras tan pecadora; ni tampoco, si te enmiendas y te haces más santa, entonces te daré agua viva. No, lejos de tal cosa. El le da a entender que sabe todo lo que era y había sido. Su divino rostro manifestaba tal amor, gracia y compasión que ganó el corazón de la samaritana y convirtió a la vez su alma. Cristo le fue revelado y, abandonando su cántaro, se fue a la ciudad con el corazón tan lleno de él que, olvidándose de su propia vergüenza, se dirigió a sus compatriotas diciéndoles: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será este el Cristo?”.
Querido lector: ¿Podría usted, si hoy muriese, soportar la mirada de Aquel que conoce todos y cada uno de sus pensamientos, aún los que tuvo usted en su niñez; de Aquel a quien todos sus hechos le son perfectamente conocidos?
¿Se atreve usted, sabiendo esto, a decir que no es usted un pecador? ¿Por qué fue, piensa usted, que Jesús no rechazó esta miserable pecadora? ¿Y qué quieren decir las palabras: “Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y él te daría agua viva”? ¿Acaso es una cosa que necesita saber el pecador perdido? Sí, ciertamente, no puede haber cosa más verdadera y necesaria, puesto que Jesús lo dice. De cualquiera nación que sea usted, lector mío, sean los que fueren los pecados que usted haya cometido, la primera cosa, que necesita usted no son las aguas del Ganges, o la intercesión de los santos, no obras piadosas o trabajos de enmienda, –no– lo que usted necesita, es conocer el don de Dios. ¿Pregunta usted que es el don de Dios? Se lo diré; es aquel mismo ser que a las puertas de Samaria y junto al pozo de Jacob fue hallado por la pobre pecadora samaritana. Ese don es Jesús el Hijo de Dios, como también esta escrito: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. El don de Dios es vida eterna. “El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida”.
Querido lector, entiéndalo usted bien, es un don, un don, un don. ¡Oh, si usted lo comprendiera así! Usted no lo puede comprar, ni tampoco en nada merecerlo. Dios que sabe todo lo que usted es, lo que ha sido y lo que será, le presenta a Jesús crucificado, Jesús resucitado y Jesús glorificado. ¿Le reconoce usted a él, como el don de todos los dones?
Tal vez dice usted, “pero mis pecados son muy numerosos, ellos me agobian, ¿Qué debo hacer para verme libre de ellos? ¡Si usted conociera el don de Dios! En verdad, si usted solo hubiera cometido todos los pecados que han sido cometidos en este mundo de tinieblas, no obstante, esto, el don de Dios, “la redención por medio de su sangre”, sobrepasaría a todo y todo lo borraría —si usted aceptara de corazón por la fe en Dios que se lo presenta— este divino y precioso don suyo. Cristo murió para salvar a los pobres y culpables pecadores hijos de Adán.
La sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).
Su venida al mundo fue precisamente para salvar a los perdidos, a los trabajados y cargados, a los agobiados y afligidos pecadores como usted. ¡Loado sea para siempre jamás su santo nombre por ser su obra completa y acabada! Nada puede ser añadido a ella. El hacerlo sería deshonrar la consumada obra que a él solo fue confiada. Ningún otro que él pudo jamás ser ofrecido y aceptado de Dios en precio por nuestro rescate. ¡Precioso don de Dios, bienaventurados los que te conocen y te aceptan por su Salvador! Tú solo Señor, “fuiste hecho pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en ti” (2 Corintios 5:21).
Quiera Dios, querido lector, hablar a su alma y revelarle a Cristo Jesús. Ciertamente, si usted cree en él, se operará en usted un cambio real de vida y una santidad notable en la misma. Pero la primera y principalísima cosa es la de conocer –EL DON DE DIOS.