Las plagas del alma (2 meses)

1 Corintios 10:12

Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. 
(1 Corintios 10:11)

La incredulidad

En el creyente la incredulidad produce sequía, falta de gozo, pobreza espiritual, incapacidad de percibir los bienes celestiales; en otras palabras, es la condición del creyente que anda por vista y no por fe.

Teóricamente creemos que el Señor es suficiente para satisfacer las necesidades de nuestra alma, que el Padre nos cuida, que el Espíritu Santo nos guía a toda verdad, a las fuentes mismas del conocimiento divino, “porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10). Pero en la práctica nos dejamos dominar por la incredulidad y perdemos el gozo de entrar en el reposo de Dios, donde Cristo llena todas las cosas, donde el alma encuentra el descanso, porque lo buscamos por nuestros propios medios, sin confiar en las promesas de Dios...

En 2 Reyes 7:1 leemos: “Dijo entonces Eliseo: Oíd palabra de Jehová: Así ha dicho Jehová: Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un siclo, a la puerta de Samaria”. El hambre puede ser atroz (a causa del justo gobierno y disciplina de Dios) y los espíritus pueden desfallecer, pero la promesa de Dios, por gracia, está presente: “flor de harina”. ¡Qué bendición para la asamblea ser nutridos de Cristo en su perfección! ¡Qué triunfo para el testimonio! Pero he aquí la voz de la incredulidad: “Un príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba, respondió al varón de Dios, y dijo: Si Jehová hiciese ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?”. Pero, ¿qué respuesta recibió de parte de Dios? “He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello”. Leamos todo el capítulo y encontraremos una hermosa enseñanza. ¡Ojalá nos sea de provecho! Se podría decir que ese príncipe «no gustó de ello debido a su incredulidad». La voluntad de Dios es bendecirnos abundantemente en Cristo, en su gracia soberana.

Cuando el Señor Jesús fue a Nazaret y enseñó en la sinagoga, los judíos se maravillaron de él, y “decían: ¿De dónde tiene este esta sabiduría y estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero?” (Mateo 13:54-55). No supieron ver en él al “hombre pobre, sabio, el cual libra a la ciudad con su sabiduría” (Eclesiastés 9:15). La falta de fe siempre recibe la misma respuesta: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). Sin embargo, en presencia misma de la muerte, este “hijo del carpintero” (como lo llamaron sus paisanos) dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25). El Señor responde así a la fe: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40). La fe confiesa: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo” (Juan 11:27). ¡La fe triunfa!

El Señor saludó a sus discípulos con un “paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:26-29). En su paciencia infinita, el Señor desea quitar de nuestros corazones lo que nos impide recibir su bendición. Después de la confesión de Tomás: “¡Señor mío, y Dios mío!”, Jesús le dijo: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron”. Confiemos plenamente en sus promesas, y ¡vivamos para él!

Por medio del apóstol Pablo, el Espíritu Santo nos dice: “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos” (1 Timoteo 4:15). Llenémonos de Aquel “que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).

La desobediencia

Sus efectos son muy negativos, como los de la incredulidad. Dios dijo a Adán: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). Su voluntad soberana estableció este principio básico: en la obediencia está la vida, en la transgresión la muerte. Dios no puede permitir que su voluntad sea sustituida por la de su criatura.

Si le llamamos “Señor”, debemos reconocer su autoridad y obedecerle: “Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios...” (1 Samuel 15:22). Llamarle Señor y hacer nuestra propia voluntad nos acarrea serios problemas: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).

El caso de Saúl confirma esta enseñanza. Leyendo y meditando su triste fin (1 Crónicas 10:13), el Espíritu Santo nos presenta estas aleccionadoras palabras: “Así murió Saúl por su rebelión con que prevaricó contra Jehová, contra la palabra de Jehová, la cual no guardó” (1 Crónicas 10:13).

Nadab y Abiú muestran otro ejemplo de desobediencia. Dios había prohibido ofrecer fuego extraño sobre el altar del incienso (Éxodo 30:9). Ambos transgredieron dicho mandamiento y murieron (Levítico 10:1-2). Solo la perfección de la obra de Cristo, su andar, su fidelidad subieron al Padre como olor fragante. Mezclar nuestros sentimientos con lo expuesto en la Palabra de Dios, suplantarla o dirigirnos al Padre sin el espíritu de adopción, equivale a excluir a Cristo en nuestros sacrificios de alabanza, y eso es fuego extraño. Ofrezcamos “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). De lo contrario el Señor dirá: “Tienes nombre de que vives, y estás muerto” (Apocalipsis 3:1). Esto sería una confesión sin la vida divina.

La vida de una asamblea también depende de la obediencia individual. Un miembro desobediente puede afectar gravemente su crecimiento. Veamos el notable caso de Acán. Dios había prohibido al pueblo de Israel tomar del anatema, y Acán desobedeció. La Palabra es contundente; ella no dice: «Acán ha pecado», sino: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido...” (Josué 7:11). Esto es muy grave. Debido a la desobediencia de un hombre, toda la congregación de Israel fue turbada. Solo cuando se purificó del pecado, pudo avanzar victoriosa. ¡Solemne y seria advertencia para nosotros!

Las Escrituras dan testimonio de que “toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón” (1 Reyes 10:24). Lamentablemente más tarde, abandonando la Palabra de Dios, este rey sabio desobedeció (1 Reyes 11:1-11), y el resultado fue su caída: “Cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos” (v. 4).

Ni la vejez con su experiencia, ni la prudencia con que está adornada, son guías seguras cuando se deja de lado la Palabra de Dios. Si el rey Salomón, tan enaltecido, tan colmado de riquezas y sabiduría (pues excedió “a todos los reyes de la tierra en riqueza y en sabiduría”, 2 Crónicas 9:22), cayó de esa manera, cuánto más nosotros, si no vigilamos nuestro corazón tan “engañoso”, y pedimos al Señor que, en su gracia, nos guarde en obediencia a su Palabra.

La desobediencia es una de las peores semillas que se pueden arraigar en el alma. ¿“A quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron”? (Hebreos 3:18). Ahora bien, nuestro Dios y Padre no nos eligió para que escojamos nuestros propios caminos, ni para que escogiéndolos cosechemos sus amargas consecuencias. Fuimos “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). Imitemos a nuestro Modelo, quien, “aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionando, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9). No en vano la “voz desde la nube” dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:5).

Obedezcamos a Dios en todo. Esto es fundamental en la vida cristiana. A los padres, a los jefes, a las autoridades (Colosenses 3:20; 3:22; Romanos 13:1-5). En todas estas cosas tenemos el orden establecido por Dios en su soberanía.

“O es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (Hebreos 10:36-37).

La envidia

“Se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante…” (Génesis 4:3-8). La historia de Caín muestra lo que puede producir un alma dominada por la envidia. Aquí vemos que a Dios le agrada la fe, y le desagrada la religión de la carne. Podemos decir concretamente que la primera sangre que clamó a Dios desde la tierra fue derramada porque la envidia dominó el corazón del hombre.

La envidia es una obra de la carne (Gálatas 5:21) y ocupa un lugar destacado entre lo malo, en todas las manifestaciones de la vida: “He visto asimismo que todo trabajo y toda excelencia de obras despierta la envidia del hombre contra su prójimo...” (Eclesiastés 4:4). Dios la considera como una plaga de la peor especie: “¿Quién podrá sostenerse delante de la envidia?” (Proverbios 27:4). Mantengámonos lejos de su terrible influencia: No “tengas envidia de los que hacen iniquidad” (Salmo 37:1).

 El deseo de superación material puede hacer que nos fijemos en la prosperidad ajena, sin considerar su origen; por eso la Palabra nos exhorta: “No tenga tu corazón envidia de los pecadores” (Proverbios 23:17). “El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos” (Proverbios 14:30). ¡Qué contraste! Como el día y la noche, la luz y las tinieblas, lo bueno y lo malo, así es un corazón, según sea o no envidioso. Esta exhortación se hace porque en nuestra carne mora el germen de la envidia y otras enfermedades nocivas que debilitan el alma, alejándola de Dios.

La envidia puede arruinar una asamblea e impedir su progreso espiritual. Corinto no era un modelo de asamblea según el pensamiento de Dios. El apóstol tuvo que exhortarlos, y cuando se despidió de ellos temía no hallarlos tal como quería, y que entre ellos hubiera contiendas, envidias, iras… (2 Corintios 12:20).

Velemos en oración, para que no seamos alcanzados por esta plaga que destruye la actividad divina entre los santos. “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Pongamos en práctica estas verdades; la recompensa es el gozo de poseer la vida divina. “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Individualmente, porque nuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo (2 Corintios 6:16), y porque la dignidad de la persona divina que, por gracia, habita con nosotros y en nosotros lo requiere; colectivamente, porque la Asamblea es la “casa de Dios... la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15). Todo esto para que la gloria de Dios y el testimonio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo sea exaltado.

No imitemos la mala conducta de los hermanos de José, quienes “le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente” (Génesis 37:4).

La envidia es el motor que mueve toda oposición a la manifestación del amor. “Viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían... le tenían envidia” (Génesis 37:4-11), y conspiraron para deshacerse de él. La historia de Caín se repitió, mas la providencia de Dios nos muestra que “para preservación de vida” envió Dios a José delante de ellos (Génesis 45:5), “para daros vida por medio de gran liberación” (v. 7). ¡Hermosas sombras tras las cuales se vislumbran las refulgentes luces del amor de Dios, del evangelio de su gracia y de la gloria de Cristo, nuestro Salvador y Señor!

“A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén” (2 Pedro 3:18).

Un hijo que ama al Padre, y que cuando es llamado responde: “heme aquí” (Génesis 37:13), goza de su confianza. ¿Cuál debe ser nuestra conducta en este caso? Alabar y dar gracias a Dios cuando en medio de nosotros hay hombres calificados, llenos del Espíritu Santo, que nos enseñen sobre las glorias personales de Cristo, que disciernan las Escrituras. Si nuestro hermano manifiesta gran piedad, si en su andar reconocemos que nuestro Padre le honra, dándole sabiduría y discernimiento, si él quiere servirnos mediante los dones que ha recibido del Señor, honrémosle y amémosle, sujetémonos “a personas como ellos” (1 Corintios 16:16), pues el Señor está detrás de la escena, pesando lo que hay en nuestro espíritu (Proverbios 16:2).