Poniendo aparte toda malicia, y todo engaño, e hipocresías, y envidias, y toda suerte de maledicencias
(1 Pedro 2:1, V. M.).
La maledicencia siempre tiende a arruinar la reputación del prójimo; esta puede ser provocada por algún motivo, o simplemente se habla mal de alguien sin ninguna razón.
Pero, incluso en el primer caso, es necesario pensar siempre en el bien de la persona que ha cometido alguna falta. Cuando los miembros de la familia de Cloé contaron al apóstol Pablo el mal que había invadido la asamblea de Corinto (1 Corintios 1:11), tenían en vista una restauración; no se trataba de maledicencia, ni de chisme, pues estos hermanos no pretendían difamar a nadie. Lo que sí constituye una maldad es referir las palabras de alguien, por verdaderas que sean, ocultando o alterando el sentido y la intención del que las pronunció. A continuación presentamos unos ejemplos de maledicencia:
- Siba calumnió a Mefi-Boset cuando refirió sus palabras al rey David: “He aquí él se ha quedado en Jerusalén, porque ha dicho: Hoy me devolverá la casa de Israel el reino de mi padre” (2 Samuel 16:3; 19:24-27).
- Maldiciendo a David, Simei pronunció calumnias injuriosas e injustificadas (cap. 16:7-8).
- Las injurias de los fariseos, proferidas contra el ciego de nacimiento en Juan 9:28-29, contenían por lo menos alguna verdad.
La maledicencia no es solo el hecho de expresar palabras malas en sí mismas; también pueden ser palabras verdaderas, pero dichas con mala intención. Aunque digamos la verdad, no sirve de nada si nuestro propósito es malo. El solo hecho de que la Palabra de Dios nos amoneste seriamente contra la maledicencia debería bastar para apartarnos de ella, sobre todo sabiendo que vivimos en un mundo donde prolifera la calumnia. En efecto, Dios es blasfemado (1 Pedro 4:14); el camino de la verdad es blasfemado (2 Pedro 2:2); la potestad y las dignidades son injuriadas (v. 10); los creyentes también son ultrajados (1 Pedro 4:4). “No sea, pues, vituperado vuestro bien” (Romanos 14:16). “Estos, hablando mal de cosas que no entienden…” (2 Pedro 2:12). No tengamos, pues, nada en común con este mundo injurioso y blasfemo. Antes bien, purifiquémonos del ojo que solo ve el mal, de malvadas suposiciones, de la mala lengua, de las obras malas y del corazón malo e incrédulo.
No en vano la Palabra de Dios nos pone insistentemente en guardia contra la malísima costumbre –tan divulgada, por desgracia– de hablar mal de los demás. Los escándalos, la falta de amor, el desprecio, el odio y las divisiones son las tristes consecuencias de tan funesto hábito. Cuando un hermano o hermana ha cometido una falta, deberíamos hablarle cara a cara con un espíritu de gracia; no debemos hacer pública la falta cometida. Por otra parte, no olvidemos la seria advertencia de Mateo 7:3-5 en cuanto a la viga en el ojo.
El rol de la lengua en la maledicencia
La lengua es un pequeño miembro, pero ¡cuánta influencia ejerce! “He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad” (Santiago 3:5-6). “La muerte y la vida están en poder de la lengua” (Proverbios 18:21). Las palabras dichas o escritas son como una simiente que lleva fruto, sea para vida o para muerte. La maledicencia es un mal uso que hacemos de nuestra lengua, no hablando con amor para el bien y el provecho de nuestro prójimo, sino para satisfacer nuestras inclinaciones y nuestra vanidad, incluso con miras a nuestro propio provecho. Si viviéramos más en la luz de Dios, si sondeásemos con más rectitud nuestros corazones, sabiendo que “es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo” (2 Corintios 5:10), de cierto vigilaríamos mucho más sobre lo que sale de nuestros labios.
¡Cuántos sufrimientos y lágrimas ha causado la maledicencia! Es uno de los medios más poderosos utilizados por el enemigo de nuestras almas para quebrantar el corazón, para dividir a los hijos de Dios, para arruinar familias enteras y grupos de creyentes. ¡Con cuánta facilidad los creyentes caen en esta trampa! (Proverbios 12:13). Con qué ligereza se pasan por alto estas transgresiones de labios, como si no significase nada manchar la reputación de un hermano o hermana, olvidando que “el amor edifica”. El amor al Señor, a su obra y a los hermanos nos guarda de la maledicencia; obremos, pues, con santidad y con toda fidelidad; no toleremos que en nuestros corazones se introduzca ninguna clase de inmundicia. Así evitaremos muchos disgustos y seremos una ayuda para aquellos que tienen la tendencia a hablar mal de los demás. Si la persona que va de un lado a otro llevando chismes no encuentra eco, sino más bien una reprensión hecha con amor, quizá su conciencia sea tocada; y si no, por lo menos no hallará en nosotros con qué alimentar el fuego de la calumnia.
Además, la maledicencia no es solo una forma de hablar de nuestro prójimo, a través de la cual su reputación es envilecida, sino que a menudo juzga y habla de los demás con desdén, sin ningún amor. ¡Cuántos corazones son envenenados por esta ponzoña! ¡Cuántas familias y amigos han sido divididos! Cuando se ha sembrado la desconfianza, el resultado es la desunión, y el lazo del amor se rompe. A veces el fuego encendido por la calumnia no puede ser apagado hasta la misma muerte.
Pero, gracias al Señor, hay un medio seguro para combatir este mal: humillarnos ante nuestro Dios y reconocer sinceramente nuestras equivocaciones ante aquellos contra quienes hemos pecado. “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13). No olvidemos que nosotros también necesitamos cada día la paciencia de Dios y la de nuestros semejantes. Así encontraremos las fuerzas necesarias para vencer este pecado. Y si en nuestro entorno alguien debe ser reprendido, que podamos servirnos los unos a los otros con una fiel palabra de exhortación, en el amor de Cristo.