Testificar en su propia familia

Vete a tu casa, a los tuyos
(Marcos 5:19).

Después de haber recobrado la vista, Bartimeo, el mendigo ciego de Jericó, siguió a Jesús (Lucas 18:43). En el Nazareno menospreciado había discernido al Rey, al Hijo de David y al Salvador. Entonces fijó sus ojos exclusivamente en Jesús (Hebreos 12:2).

El endemoniado de la región de los gadarenos, una vez curado, también deseaba seguir a Jesús. Este hombre, terror de los suyos, había vivido en los sepulcros y, rompiendo sus cadenas, era llevado por el demonio a los desiertos. Ahora le encontramos sentado a los pies de Jesús, “vestido y en su juicio cabal”, suplicando a su Salvador que le permita ir con él. “Mas Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho contigo, y cómo ha tenido misericordia de ti” (Marcos 5:19). Cada miembro de su familia pudo ver las maravillas de la gracia, la victoria sobre Satanás, y escuchar la historia de la misericordia divina. “Un hombre llamado Jesús… ”. Las palabras pronunciadas por el que había tenido el demonio, que brotaban de su corazón, eran mucho más persuasivas para los de su familia que para quienes no lo habían conocido antes de su curación. Ahora conocía a Jesús, y el primer servicio que recibió fue testificar a sus seres queridos, para que conocieran a este poderoso Salvador.

Este sentimiento es natural. Si recibo una felicidad perfecta, una gran bendición, deseo que mis seres queridos también puedan disfrutarlas. El primer pensamiento de Rahab, después de haber atado el cordón de grana a su ventana (su propia seguridad), fue reunir a sus padres, a sus hermanos y a toda su parentela en su casa (Josué 2:18). Sus persuasivas palabras fueron escuchadas. Ella fue el instrumento empleado para la salvación de toda su familia (Josué 6:23, 25).

En la historia de Lot encontramos todo lo contrario: “Mas pareció a sus yernos como que se burlaba”, cuando les decía: “Levantaos, salid de este lugar; porque el Señor va a destruir esta ciudad” (Génesis 19:14). ¿Cómo podían creerle a un hombre que había sido seducido por las riquezas de la llanura del Jordán, regada como el país de Egipto? Lot había adquirido su fortuna al lado de Abraham; no obstante, había preferido escoger su parte antes que su tío. La palabra de aquel que había mudado sus tiendas hasta Sodoma no tenía ningún peso, ya que después habitó en la misma Sodoma, cuyos hombres eran malvados y grandes pecadores ante Dios. Si la gracia de Dios pudo discernir en Lot a un justo (2 Pedro 2:7), los miembros de su familia, en cambio, pensaban que sus advertencias solo eran burlas (Génesis 19:14), y los de su ciudad solo podían ver en él a un individuo que jugaba a ser juez (Génesis 19:9). Como consecuencia, todos ellos perecieron en esas ciudades de la llanura. ¡Qué confusión y dolor para Lot!

Escudriñemos nuestros corazones a la luz de estos ejemplos. Indudablemente muchos pueblos lejanos esperan aún el mensaje de las Buenas Nuevas. También es claro que a lo largo del camino debemos aprovechar las oportunidades para anunciar las Buenas Nuevas. Pero si el gozo habita en nuestros corazones, debemos anunciar estas cosas primeramente a los nuestros. Tener a Jesús como nuestro Salvador, sabiendo que nuestro hermano o hermana, a quienes amamos con amor verdadero, solo se deleitan en las cosas de este mundo, sin preocuparnos por el juicio que caerá sobre ellos, son dos cosas inconciliables. Por supuesto que nuestros parientes cercanos ven nuestras vidas cotidianas. No faltarán las críticas acerca de nuestro testimonio: burla, bromas y desprecio. Razón de más para juzgar nuestros caminos. Así la palabra a propósito, “sazonada con sal” (Colosenses 4:6), será mejor escuchada y llevará fruto. En la vida diaria, los hijos de Dios, cualquiera que sea su carácter, su autoestima o los medios de que dispongan, deben aprender “primero a ser piadosos para con su propia familia… porque esto es lo bueno y agradable delante de Dios” (1 Timoteo 5:4). “El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4:21).

El primer testimonio del creyente debe ser ante sus padres y hermanos, en su casa paterna. Y si es un padre que ha fundado un hogar, su primera responsabilidad, antes del servicio hacia los de afuera, debe ser hacia su esposa e hijos, a quienes Dios le ha confiado. “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales…”.

(Adaptado) H. Al.

Ejemplo del carcelero en Filipos (Hechos 16:11-40)

El apóstol Pablo y Silas fueron echados en la cárcel. Pero sobrevino un gran terremoto y “se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron”.

Al ver las puertas abiertas, el carcelero quería matarse, porque creía que los prisioneros habían huido (v. 27). “Mas Pablo clamó a gran voz, diciendo: No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí” (v. 28). Dios, que no desea la muerte del pecador, sino su conversión y su vida, quería precisamente que el carcelero se convirtiese, y sin duda también los prisioneros. ¡Ojalá que por lo menos algunos se hayan salvado! El carcelero se precipitó al interior de la cárcel y se echó a los pies de Pablo y Silas (v. 29). Se sentía convicto de pecado. “Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa” (v. 30-32).

Luego, “llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios” (v. 34). El texto dice: de haber creído a Dios y no en Dios. Creer a Dios significa creer lo que dice y apropiárselo. Los que creen a Dios son salvos. Creer en Dios es simplemente creer que él existe. Pero se puede creer en alguien, sin creer lo que dice.

Desde entonces, el carcelero y su familia poseían el mismo gozo que Pablo y Silas en la cárcel. “Y se regocijó con toda su casa” (v. 34).

S. Prod’hom