Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón

Salmos 139:23

Dios tiene un conocimiento perfecto no solo de cuanto decimos o hacemos, sino también de nuestros pensamientos más secretos. Discierne todo lo que nuestro corazón encierra, aun cuando nosotros mismos no alcancemos a percibirlo en la mayoría de los casos. Si, por ejemplo, nos vemos envueltos en determinadas circunstancias o dificultades y se nos exhorta a juzgar en nosotros lo que no puede tener la aprobación de Dios, en seguida nos indignamos, pues creemos que en nosotros todo está bien, y que la causa de dicha turbación se debe buscar fuera de nosotros. ¡Cuán poco nos conocemos! A menudo se necesitan muchas experiencias para aprender que siempre, y ante todo, nos conviene examinar el estado de nuestro corazón. Cuando comprendemos bien esto, podemos pedir, como el salmista: Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24, comparar con los versículos 2-4).

Dejémonos “examinar” por Dios, por “la Palabra de Dios… viva y eficaz”; ella es “más cortante que toda espada de dos filos… y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón… Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:12-13). ¡No intentemos, pues, desviar el filo de la Palabra, si deseamos mantenernos en una buena condición moral!

Hasta en nuestras mejores actividades, ¡qué mezcla podríamos hacer, la mayoría de las veces, de sentimientos de satisfacción propia o de orgullo, quizá! Y si aún, en verdad, pudiésemos decir: “De nada tengo mala conciencia”, sin embargo, tendríamos que añadir: “no por eso soy justificado; pero el que me juzga es el Señor” (1 Corintios 4:4).

Ya que no sabemos discernir bien nuestro propio estado, es preciso que Dios mismo nos revele lo que debemos juzgar en nuestro corazón. Por ello permite, o nos envía, pruebas que manifiesten lo que hay en el fondo de nuestro corazón (comp. con Deuteronomio 8:2). A veces solo basta algo insignificante –¡un grano de arena!– para que el verdadero estado de nuestro corazón salga a la luz. Cuando algo sin importancia produce una gran turbación es una señal de que no hay un buen estado moral; de no ser así, para llegar a esta turbación, se hubiese necesitado una causa mayor: cuanto más pequeño es el hecho que revela un mal estado moral, tanto peor es este. Generalmente discernimos por nosotros mismos las causas secundarias. ¿Cómo es posible que circunstancias tan insignificantes produjeran semejantes resultados? Si no se hubiese hecho o dicho esto, todo lo que siguió seguramente no se hubiera producido. ¡Y cuántos reproches nos hacemos o hacemos a quienes provocaron lo que reveló el mal estado de nuestro corazón! ¡Cómo perdemos de vista que fue Dios quien permitió todo esto para que nuestro estado interior se manifestara! En la mayoría de los casos, lo que desencadenó esta situación tiene muy poca importancia. Dios había discernido lo que debía ser juzgado cuando nosotros aún lo ignorábamos y pensábamos que todo iba bien. Por eso, para no dejarnos en semejante estado, Dios permitió o envió lo necesario para abrirnos los ojos sobre un estado de cosas no confesado e incluso no reconocido. ¡Qué gracia amorosa la de Dios al obrar así!

Si esto es verdad para un creyente, también lo es para una asamblea. ¿Cómo es posible que un hecho sin importancia produzca en ella tanta turbación y discordia? Sin duda alguna, Dios se sirvió de él o lo “mandó” (comp. con Lam. de Jeremías 3:37-38) para descubrir el estado moral de la asamblea. Así que no sería de ningún provecho detenernos en los mismos hechos buscando, so pretexto de paz, un «arreglo» que tal vez salvaría la apariencia, pero que no sería el verdadero remedio. Es necesario ir al origen, de los efectos hasta las causas, e inclinarnos bajo la poderosa mano de Dios. Se debe juzgar el estado de los corazones, y esto solo puede hacerse en la presencia de Dios. Por eso es sumamente importante llevar las almas ANTE DIOS. Solo así se obtiene la restauración del estado moral de un creyente o de una asamblea, de la paz entre los hermanos, de la comunión y la prosperidad espiritual. Desconocerlo sería obstaculizar el trabajo de Dios.

Si el estado de un creyente o de una asamblea es bueno, las circunstancias permitidas u ordenadas por Dios nunca traerán nada malo; al contrario, manifestarán el orden y la comunión con él. Pero si su estado es malo, la “prueba” revelará el estado del corazón y permitirá juzgar lo que debe ser juzgado.

Un alma en mal estado rehúye la presencia de Dios (Salmo 139:7-12; comp. con Génesis 3:8-10), cuando Su deseo es que gocemos siempre de Su bendita comunión. Por eso Dios obra para que nada en nuestros corazones pueda impedirlo: manifiesta lo que no discernimos a fin de que no haya obstáculo alguno para gozar de su comunión. Cuando un creyente ha comprendido bien el valor y la necesidad de ese trabajo de Dios, y en cierto modo ha apreciado sus resultados, desea que prosiga: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos”.

Jamás olvidemos que las dificultades producidas por el adversario (y permitidas por Dios, comp. con Job 1:12 y 2:6), o enviadas directamente por Dios, son para probarnos, para nuestro bien, trátese de la vida de un individuo o de la vida de la asamblea. ¡Cuán importante es, pues, velar sobre el estado de nuestro corazón y de la asamblea! Vigilemos y supliquemos como el salmista (Salmo 139:23-24). El enemigo multiplica sus ataques, pero carece de poder ante un creyente que tiene un buen estado espiritual, que supo vestirse de “toda la armadura de Dios” (Efesios 6:10-18), armadura que no consiste en un conocimiento teórico o intelectual de ciertas verdades, sino en el buen estado práctico del alma y de una asamblea que no muestra ninguna grieta, donde todo está en orden, en obediencia al Señor, en la dependencia del Espíritu y el temor de Dios.

Si no es así, el adversario conseguirá victorias y éxitos seguros, y nosotros sufriremos dolorosas experiencias. Sin embargo, por humillantes que estas sean, nunca dudemos de la fidelidad del Señor, ni de sus inquebrantables promesas; tampoco nos desanimemos, aunque a veces las circunstancias parezcan propicias para turbar a todo el que solo mira hacia abajo. Creyentes débiles, que hasta ahora no han comprendido bien su posición y sus privilegios, serán fortalecidos a través de combates que tendrán que sostener, como lo fueron los combatientes de la fe; por lo débiles que eran, se nos dice: “se hicieron fuertes en batallas” (Hebreos 11:34). Por otra parte, el Señor manifestará a aquellos cuyo corazón es recto y en quienes él ha obrado. A pesar de todo lo que los SUYOS le hayan deshonrado, mantengamos nuestra confianza: ¡Él sabrá glorificarse!

¡Que este pensamiento fortalezca nuestra fe y nos anime! Pero vigilemos también el estado de nuestro corazón, acordándonos de las exhortaciones de Proverbios 4:23-26:

Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida… Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal.

Y para realizarlas, repitamos continuamente la oración de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”.

¡Dichoso aquel que verdaderamente pueda exclamar: ¡“Oh Señor, tú me has examinado y conocido”! (Salmo 139:1).