La paz

Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros. Y cuando les hubo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío
(Juan 20:19-21).

En estos versículos hallamos la palabra “paz” en dos sentidos: primero, aplicado a la vida interior del discípulo cristiano, y, en segundo lugar, a su vida exterior.

En la primera ocurrencia: “Paz a vosotros”, la paz se aplica a la vida interior. Todo estaba terminado. La batalla había sido librada y la victoria obtenida por el Señor Jesús. El Vencedor estaba en medio de ellos –el verdadero David con la cabeza del filisteo en la mano– (leer 1 Samuel 17:51). Todo motivo de ansiedad fue excluido para siempre. Se hizo la paz, y se estableció sobre un fundamento que jamás podría ser removido. Era absolutamente imposible que un poder de la tierra o del infierno pudiese alguna vez tocar el fundamento de aquella paz que el Salvador resucitado estaba ahora infundiendo en las almas de sus discípulos reunidos. Hizo la paz mediante la sangre de su cruz (Colosenses 1:20). Enfrentó a todos sus enemigos. Enfrentó a las huestes unidas del infierno, exhibiéndolas públicamente (cap. 2:15). Toda la corriente de la justa ira de Dios contra el pecado lo arrolló. Privó de su aguijón a la muerte y triunfó sobre el sepulcro. En una palabra, el triunfo fue gloriosamente completo; y el bendito Vencedor en seguida se presentó ante los ojos y los corazones de sus amados, haciendo sonar en sus oídos la preciosa palabra “paz”.

Notemos luego la significativa acción: “Les mostró las manos y el costado”. Pone a sus discípulos en inmediato contacto con él mismo. Revela Su Persona a sus almas, y les muestra las inequívocas señales de su cruz y sufrimientos, las señales maravillosas de una expiación cumplida. Es un Salvador resucitado, que lleva en su cuerpo las marcas de aquella muerte por la que tuvo que pasar por los suyos.

Este es el verdadero secreto de la paz. Es mucho más que saber que nuestros pecados son perdonados y que somos justificados de todas las cosas, por bendito que sea esta certeza. Es tener ante nuestras almas a la Persona de un Cristo resucitado, y recibir de sus propios labios el dulce mensaje de “paz”. Es tener en nuestros corazones ese sentido de liberación como resultado de que la Persona del Libertador es claramente presentada a nuestra fe. Nuestros corazones están vivamente ocupados con Aquel que lo ha cumplido todo, y contemplamos por la fe las marcas de Su obra consumada. Esta es la paz para la vida interior.

En la segunda ocurrencia leemos: “Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor. Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío” (v. 20-21). Aquí tenemos la vida exterior del cristiano. Él es enviado al mundo como Jesús fue enviado por el Padre. No es cuestión de lo que tiene que hacer o adonde tiene que ir. Es enviado por Jesús, así como Jesús fue enviado por el Padre; y antes de comenzar esta elevada misión, su Señor resucitado le asegura perfecta paz en todas las escenas y circunstancias de su carrera.

¡Qué cuadro de la vida de un creyente! Nadie vaya a suponer que todo esto se aplica únicamente a los apóstoles. Sería un grave error. El pasaje que estamos considerando no habla de apóstoles, sino de discípulos, un término que seguramente se aplica a todos los hijos de Dios. El discípulo más débil tiene el privilegio de saber que es uno de los enviados a este mundo así como Jesús fue enviado por el Padre. ¡Qué modelo para seguir! ¡Qué objeto por el cual vivir! ¡Cómo lo resuelve todo! No es una cuestión de puntos de vista –de opiniones, dogmas, estudios o principios–, de ordenanzas o ceremonias. No, gracias a Dios; es algo totalmente diferente. Se trata de vida y paz; vida en un Salvador resucitado, y paz para esa vida, tanto interior como exterior. Es necesario contemplar a un Salvador resucitado, y comenzar humildemente a servirlo en este mundo, como él sirvió al Padre.

Recordemos que todo esto tiene un efecto directo sobre el más joven discípulo de la Iglesia del Señor de todos los tiempos. Insistimos en este punto porque algunos sostienen que se trata de algo oficial, que se aplicó solo a los apóstoles. Los que impulsan esta idea se apoyan en el versículo 23. Pero los apóstoles nunca emprendieron la obra de perdonar pecados de manera oficial. Este pasaje se refiere a la disciplina que toma una asamblea de creyentes actuando por el Espíritu Santo en el nombre y con la autoridad del Señor Jesucristo. Por ejemplo, cuando la asamblea de Corinto quitó de entre ella al malvado (1 Corintios 5), estaba reteniendo los pecados. Y cuando ella lo recibió de nuevo (2 Corintios 2:5-11), sobre la base de su arrepentimiento, estaba remitiendo los pecados.

C. H. Mackintosh

¿Hacia dónde mira usted?

Estimado amigo, no se fíe de sus propios sentimientos, no fundamente su paz en ellos. ¿Cómo llegará a saber que tiene paz con Dios? Ciertamente no lo sabrá mirando dentro de sí. Nosotros, quienes por naturaleza somos pobres, miserables e indignos pecadores, nada poseemos que nos recomiende al favor de Dios. Pero… ¡fíjese bien! Es verdad que no podemos hacer la paz con Dios. Ni siquiera podemos ayudar a hacerla. Pero el Señor Jesús la hizo por la sangre de su cruz. Él resucitó de los muertos, la corona ciñe su frente y las Escrituras dicen: “Él es nuestra paz”.

No mire, pues, hacia adentro; mire hacia arriba; mire la cruz del Calvario. “Consumado es”, dijo Jesús. ¡Qué palabras más gratas y tan verdaderas hoy como en aquel tiempo! Y en la mañana de la resurrección, ¿cuál fue el nuevo saludo del Señor? “Paz a vosotros”. Que los ojos de su fe se eleven hasta la presencia de Dios y contemplen la faz de Cristo, el Inmutable, el que no cambia, el que ciñe victoriosa corona. Entonces podrá decir: «Cristo es mi paz; la cruz está desocupada; el sepulcro vacío, y él está sentado en el trono. ¡Él es mi paz!».

Tres cosas están íntimamente unidas:

  1. la obra de Cristo;
  2. la Palabra de Dios;
  3. su salvación.

“Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” (Hechos 16:31).

“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Esta es nuestra herencia mediante la fe.

Que Dios le guíe a depositar con sinceridad toda su confianza en la obra hecha por Cristo; a creer en Dios, quien le resucitó, y a saber que la paz desciende de aquel trono celestial hasta su corazón mediante Jesucristo, nuestro Señor.

(Extracto) A.-J. Pollock