Corintios II

2 Corintios 2

Capítulo 2

El gran interés de Pablo para los corintios

Existe cierta ligazón entre la primera y la segunda epístola a los Corintios. En la primera, los corintios, bendecidos exteriormente y colmados de todos los dones espirituales, habían tomado confianza en sí mismos, se habían enorgullecido y esto no había tenido otro resultado que conducirlos a divisiones y toda especie de desórdenes. Existían en ellos muchas cosas que reprender, pero aquí sólo insisto en las divisiones. Estaban desunidos para el bien y unidos para el mal. Uno decía ser de Pablo, otro de Apolos y esto les dividía en diversas sectas. Después, cuando un mal escandaloso se presentó en la asamblea, como eran indiferentes a lo que deshonraba el nombre de Cristo, se mantuvieron unidos para dejarlo pasar en silencio. El apóstol había aprovechado la ocasión para mostrar que en la casa de Dios hay un orden que no se puede transgredir. Si todos los hijos de Dios comprendieran esto, en lo que concierne a la Iglesia o Asamblea, ¡cuán poderoso sería el testimonio de esta última en el mundo!

Cuando recibieron la exhortación, los corintios perdieron la confianza que tenían en sí mismos. Una tristeza según Dios llenó sus corazones y los condujo al arrepentimiento. El apóstol les muestra entonces que él no tiene ninguna confianza en sí mismo, y se sirve de sus propias experiencias para la edificación de ellos. Él conocía la tristeza, conocía el poder de Satanás en este mundo. Como no tenía ninguna confianza en sí mismo, podía dar a los corintios –quienes ya no estaban exaltados por el valor de sus dones– las consolaciones que él mismo había recibido.

Pero no olvidemos que, cuando alguien ha superado ciertos peligros, como en el caso de los corintios, se presentan otros riesgos. Satanás no se da nunca por vencido. Si no ha conseguido vencemos por un lado, nos atacará por otro y tendremos que enfrentarlo nuevamente. ¿Cuál era el peligro que corrían ahora los corintios? Habían sido conducidos a una justa apreciación del pensamiento de Dios en cuanto a la disciplina; como lo vemos en el capítulo 7 de nuestra epístola, estaban llenos de celo para juzgar el mal entre ellos y siguieron las enseñanzas del apóstol a este respecto. La partida parecía ganada, pues ahora estaban unánimes para ejercer una acción judicial contra el malo. Lo habían hecho comparecer ante su tribunal y lo habían excluido de entre ellos. Pero, en lugar de alabarlos por haber cumplido su deber perfectamente, el apóstol les dice: No lo es todo estar unidos en el juicio; es preciso que estéis unidos también en el ejercicio del amor (v. 8). Dios no quería que permanecieran en una acción judicial. Con la expulsión del malo no se había terminado todo. Los corintios lo habían quitado de entre ellos, pero el apóstol tenía conocimiento de que este hombre estaba agobiado por la tristeza (v. 7). La asamblea le dejaba en tal estado. ¿Dónde estaba el amor? El apóstol aprovecha esa circunstancia para mostrarles lo que habían de hacer con un hombre arrepentido y humillado. Ante todo se refiere a ellos; les había escrito su primera carta en medio de “mucha tribulación y angustia del corazón, con muchas lágrimas, no para que fueseis contristados, sino para que supieseis cuan grande es el amor que os tengo” (v. 4). La causa de estas lágrimas era en parte, sin duda, el pecado que había sido cometido en la asamblea de Corinto, tan cara a su corazón. El apóstol ocupaba su lugar, mientras que ellos aún no sabían llorar con él. Lloraba en lugar de ellos por aquel que, habiendo deshonrado el nombre del Señor, había traído oprobio sobre Él y empañado su gloria en medio de la asamblea. Pero lloraba también por los corintios y, notadlo bien, en un momento en el cual ellos no lloraban en absoluto. El cuidado de las asambleas asediaba continuamente al apóstol. Sentía profundamente la dureza de corazón que había vuelto a los corintios indiferentes al mal y que había deshonrado el nombre de Cristo entre ellos. Ahora no le bastaba verlos unidos para enjuiciar, quería verlos unidos también en el amor, y entonces les dice: Si he llorado, no ha sido para entristeceros, sino a fin de que veáis el amor que tan fuertemente siento por vosotros. Quería que comprendieran que le había afligido tener que reprenderlos, tener que dirigirse a ellos con autoridad apostólica para hablarles de su pecado en su primera carta tan severa y que los corintios habrían podido estimar fría y dura. El pensamiento de que sus corazones estuvieran heridos no le dejaba ni un momento de respiro; deseaba saber cuál sería el efecto que les causaría su carta. ¿Se rebelarían o aceptarían la reprensión? ¡Pablo había llegado casi a dolerse de haber escrito esa carta inspirada! (cap. 7:8). ¡Qué cuadro conmovedor del amor que llenaba su corazón! Como estaba demasiado angustiado para esperar la respuesta a su carta, envía a Tito para que le informe acerca del estado en que ellos se encontraban. Aguarda su regreso en Troas, donde la puerta está ampliamente abierta para el Evangelio; pero ¡una cosa es aun más importante para su corazón que esta obra que Dios le ha confiado! La abandona, va al encuentro de Tito en Macedonia y no tiene reposo hasta que le halla.

Esto habla a nuestros propios corazones. Nada más bendito y más gozoso para nosotros que el Evangelio. ¡Qué alegría cuando lo vemos penetrar en las conciencias y conducir las almas al Señor por medio de la conversión! Sin embargo, en este momento una cosa tenía más importancia para Pablo que la misma puerta abierta para el Evangelio. Deseaba ver una verdadera restauración en sus muy amados hijos en la fe; una asamblea que, por medio de un completo arrepentimiento, a través del juicio de sí misma, retomara el camino en el cual el Señor pudiera ser glorificado. He aquí lo que llenaba su corazón. Su gozo consistía en que los hermanos de la asamblea de Corinto anduviesen juntos fielmente, humildemente, despojados de toda confianza en sí mismos, prontos a juzgar el mal, prontos a perdonar al malo arrepentido. Dice: “Si alguno me ha causado tristeza” (v. 5). Como este hombre no estaba aún restaurado, el apóstol no lo llama hermano, ni aun lo nombra, ya que es solamente “alguno”. Podemos sacar una útil instrucción para la conducta de la Asamblea hacia aquellos que son expulsados. “Si alguno me ha causado tristeza, no me la ha causado a mí solo, sino en cierto modo (por no exagerar) a todos vosotros”. Se había visto obligado a imponerles una carga en su primera epístola; pero, ahora que los ve entristecidos, renuncia a escribirles severamente. Tenía aun, como lo veremos más tarde, muchas más cosas que reprender, las que hubiese podido plantearles desde el principio de su epístola, pero no los quería abrumar. Aprendemos así de qué manera hemos de comportarnos con nuestros hermanos cuando estamos obligados a reprenderlos. A veces llegamos a ser más rigurosos con ellos cuando vemos que la reprensión no ha producido el efecto deseado, y entonces agravamos el peso con que están agobiados. El apóstol no obraba de esta manera. Al ver a los corintios restaurados en cierta medida, no pretende añadir más abatimiento. Entonces les dice: Lo que deseo es el gozo y el amor. Por ello les aconseja que perdonen al tal hombre, por temor a que el mismo fuera abatido por una tristeza demasiado grande. Después de verlos arrepentidos, les dice: Ahora podéis gozaros, consolaros y fortificaros con mi ministerio y, sin embargo, dejáis que este hombre, en quien el arrepentimiento se ha producido, sea presa del abatimiento (v. 8-9). Habían sido obedientes para ejercer el juicio; ahora precisaban ser obedientes para perdonar. Pablo deseaba saber si eran obedientes en todo (v. 10). La diferencia entre esta segunda epístola y la primera es muy sorprendente. Si se trataba de juzgar el mal, el apóstol había decidido dejar librado a este hombre a Satanás, pero había suspendido su veredicto. En la segunda epístola se apresura a perdonar en la persona de Cristo. En lugar de pronunciar la sentencia que había retardado, acuerda el perdón, a fin de que fuera concedido por el poder y la autoridad de Cristo al hombre que había pecado. Al tener lugar tal perdón, el Enemigo no podía alcanzar sus propósitos (v. 11). Satanás habría querido sembrar otra vez la desunión, causar separación entre la asamblea y el apóstol, pues así aquélla hubiese sido unánime para juzgar y éste habría estado solo para perdonar. Cuando el Enemigo de nuestras almas puede impedir que andemos según un mismo parecer, un mismo sentimiento, estemos seguros de que no dejará escapar la ocasión.

En el versículo 14, el apóstol concluye diciendo: He abandonado la obra por amor a vosotros, pero puedo remitirme a la gracia de Dios1 . “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús”. Cuando un emperador o un general obtenía victorias y sometía pueblos, celebraba un triunfo. Su carro de guerra iba acompañado por un cortejo portador de incensarios. El humo del incienso envolvía al triunfador. De los cautivos que conducía tras él, unos estaban destinados a morir, otros a alcanzar gracia. Como Cristo había alcanzado el triunfo en la cruz, el apóstol acompañaba su triunfo como turiferario (como incensador) (v. 14). El perfume, olor del conocimiento de Cristo por el Evangelio, subía en tomo a Él para proclamar el valor de Su obra.

Pablo añade:

Porque para Dios somos grato olor de Cristo.

Aquí se presenta, en segundo lugar, él mismo como un perfume de Cristo que sube ante Dios. Perseguido, destinado a morir humillado, sin ninguna confianza en sí mismo, necesitado de continuo consuelo, era el buen olor de Cristo. Se podía ver, en la persona de aquel que acompañaba a su Señor, lo que este Señor, ahora vencedor y triunfante, había sido aquí abajo. Queridos amigos: ¿somos, a los ojos de Dios, el perfume de Cristo, o hacemos subir ante Él el mal olor del mundo y sus concupiscencias? Me parece que esto habla a nuestras conciencias. Pablo podía decir: “Porque para Dios somos grato olor de Cristo”. Dios estimaba como precioso este perfume y quería derramarlo para glorificar a su Hijo. Era un olor de vida para aquellos que creían, pues la victoria de Cristo les anunciaba la liberación; pero era un olor de muerte para los que rehusaban la salvación, pues era su condenación. Los hombres siguen hoy, quiéranlo o no, el triunfo de Cristo, pero su actitud en relación con el Evangelio es lo que decide su suerte: la vida si aceptan las buenas nuevas; la muerte si las rechazan.

En este país, donde el Evangelio es conocido por todos2 , ¿cuál es la condición de los que siguen el triunfo de Cristo? Es ésta una pregunta seria para los que no han recibido al Salvador para tener la vida.

¡Qué hermoso cuadro de toda la actividad del apóstol vemos en el versículo 17! Ella venía de parte de Dios para este mundo; estaba puesta ante Dios, con sinceridad, sin fraude, y él hablaba en Cristo! Todas las ambiciones de Pablo se concentraban en este punto: obrar para Dios con un corazón sincero, obrar ante Dios con un corazón recto; obrar en Cristo de manera tal que ya no estuviera nunca más separado de Él ¡ni en pensamiento ni en la realidad! Roguemos que Dios nos permita poder apreciar la victoria de Cristo, el valor de su obra y de su persona y poder decir, como Pablo: “Con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”.

  • 1Esta obra en Troas la retomó Pablo después de su segunda visita a Corinto (Hechos 20:2-6).
  • 2El original de esta obra fue escrito en Suiza.