Filipenses

Filipenses 4:8-23

Capítulo 4:8-23

Los dos primeros de estos versículos terminan la exhortación de esta epístola.

Ya hemos visto cómo el cristiano debe andar con un sentimiento de completa superioridad sobre todas las circunstancias. Este carácter del poder del Espíritu de Dios aparece a todo lo largo de la epístola. El versículo 8 nos muestra el efecto de lo que hablamos anteriormente: “Regocijaos en el Señor siempre”; “vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres”; “por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”. El corazón es liberado, pues la paz de Dios –que es inmutable– guarda el corazón y los sentimientos. No hay nada nuevo o desconocido para Dios. Él siempre está en paz, haciéndolo todo según el consejo de su voluntad. De ahí que el corazón deba permanecer tranquilo, y entonces él está libre para ser ocupado por todo lo que es amable y excelente.

Juzgar el mal

Es muy importante para el cristiano vivir habitualmente en lo que es bueno en este mundo, en el cual necesariamente tenemos que enfrentarnos con lo malo. Nosotros mismos antes fuimos malos y solo moraba el mal en nuestros corazones, en nuestra mente y en nuestro espíritu. Y aún ahora hay mal, no solo en el mundo, sino también en nuestro corazón, por lo que tenemos que juzgarlo allí donde ha sido dejado en libertad de obrar. Pero no podemos permanecer siempre atareados con el mal, pues él nos mancha incluso cuando lo juzgamos. En el capítulo 19 de los Números vemos que así le ocurría al hombre que se encargaba de las cenizas de la vaca alazana. Él servía realmente al recoger las cenizas y llevarlas fuera del campamento, a un lugar apartado; sin embargo, quedaba inmundo hasta la noche, condición también compartida por quien hacía la aspersión del agua de la purificación. Incluso el juicio del mal es algo que mancha nuestros espíritus. En ciertos corazones hay una tendencia a estar ocupados con el mal, pero no es posible vivir así. Al decir esto no hablo, por supuesto, de vivir en el mal, sino de juzgarlo, aun con el pensamiento.

Ocuparse del bien

Es algo de suma importancia tener el corazón adecuado y formado para hallar placer en las cosas en las que Dios se place. Incluso con el sentimiento de que Él juzga el mal como mal, el corazón no se siente feliz. Nosotros somos exhortados a vivir ahora como con Dios en el cielo, Y ¿acaso Dios tiene que juzgar algún mal cometido en el cielo? Bien sabemos que no, por lo cual es muy importante para nuestras almas estar con el Señor en el cielo, no solamente hacer las cosas que le agradan, sino también estar en un estado de alma que le plazca. Repase usted alguno de sus días y pregúntese luego si su espíritu ha vivido en las cosas que son “amables” y “de buen nombre”. De ello habla el apóstol aquí. ¿Es habitual que su espíritu esté ocupado en lo que es bueno? El mal nos estrecha por todos los costados en estos días, pero uno no puede vivir ocupándose siempre en lo que atañe al mal. El alma se debilita, no halla ninguna fuerza en tal preocupación. El mal puede despertar disgusto cuando el alma se encuentra en un estado espiritual; pero, aun cuando lo juzguemos, nuestro juicio será insuficiente, a menos que nuestro corazón esté ocupado con lo que es bueno. Seríamos capaces de hacer descender fuego del cielo mientras que Cristo tan solo se iría a otra ciudad (ver Lucas 9:54-56).

Cristo anduvo aquí abajo, con todo el poder de la comunión, en lo que era bueno en medio del mal, aunque haya tenido que enfrentar al mal. Tuvo que decir: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos…!” (Mateo 23:13). Nosotros también tenemos que enfrentar al mal, pero nunca obraremos correctamente a su respecto, a menos que vivamos en lo que es bueno. Nunca seríamos “dulces” (hablo de la dulzura de la gracia y no, por supuesto, de dulzura hacia el mal1 , pues a este último lo tenemos que juzgar perentoriamente, es decir, en forma terminante y urgente. Pablo tuvo que decir: “¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!” (Gálatas 5:12). No hay en esa expresión ninguna dulzura, y, sin embargo, fue dicha por amor. Si se presentara el caso de tener que juzgar el mal, sería preciso que lo hiciéramos con el poder del bien que está en nosotros. La senda en que deben andar nuestras almas está trazada así:

Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad (v. 8).

Quiera el Señor ayudarnos a recordar estas cosas, amados hermanos. Dios puede estar obligado a juzgar, pero persiste en lo que es bueno.

  • 1En la versión francesa de J. N. Darby, en el v. 5 se usa la palabra “dulzura” en lugar de “gentileza”.

Muerto en la carne y liberado del pecado

El apóstol añade (¡y qué bendición es para un hombre poder hablar así!): “Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros” (v. 9). Así –destaquémoslo bien– el Dios de paz estará con nosotros. Cuando echamos nuestras preocupaciones sobre Dios, el apóstol dice: “La paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”, pero lo que tenemos en el versículo 9 va más lejos. Pablo tenía su lugar; era un vaso escogido que estaba lleno del Espíritu de Dios aunque fuera el primero de los pecadores; pero, sin embargo, “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús”, “la muerte” –dice él– “actúa en nosotros, y en vosotros la vida” (2 Corintios 4:7-12). Eso era mucho decir. Fue preciso que tuviera un aguijón en la carne para ser hecho apto para tal servicio, pues naturalmente su carne de ninguna manera era mejor que la suya. Pablo no solo decía que estaba muerto, sino que llevaba por todas partes la muerte en la carne, de manera que la carne no actuaba más (era, como lo sabemos, un vaso elegido), y él lo hacía por la gracia y el poder de Cristo, pero lo hacía. Por eso, como lo destacamos al comienzo de este estudio, nunca se menciona el pecado en la epístola a los Filipenses –pues ella nos presenta la verdadera experiencia de la vida cristiana– y apenas si hay algo de doctrina. Pablo habla, de un extremo al otro, con el sentimiento de su experiencia.

Si procuro andar tras Cristo, es necesario que yo mismo me tenga por muerto. Nunca digo que es preciso que yo muera, lo que supondría que la carne está pronta y en actividad. La carne está, sin duda; pero digo: Ella está muerta. Comprendo perfectamente a una persona que pasa por un estado mediante el cual aprende lo que es la carne; y este trabajo puede ser más o menos largo; pero cuando un alma está profundamente humillada, para decir:

Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien
(Romanos 7:18),

entonces Dios puede decir: «Tente a ti mismo por muerto y no permitas que el pecado te domine». El principio que es la fuente de todo poder es que estamos muertos. Esta es la verdad fundamental para la liberación. La liberación viene cuando, por el poder del Espíritu de Dios, nos tenemos por muertos. Esto solo puede ser hecho por la fe. Cristo entró en la muerte con poder y, si yo me tengo por muerto con Él, puedo obrar con poder. “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11). Pero ¿no hay nada más? Seguramente, pues, suponiendo que yo tenga la vida y que la vieja naturaleza esté siempre viva, las dos naturalezas se encontrarían necesariamente en lucha continua entre sí y, a menos que yo tenga el poder del Espíritu de Dios, no habrá liberación del pecado; y si lo hay, la lucha, sin embargo, continúa. Solo si digo que estoy realmente muerto, mi liberación de la actividad de la carne está plenamente realizada. El apóstol dice, con el poder y la posesión de esta vida: Estoy muerto; y, cuando lo realiza prácticamente, dice: “Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús”. He recibido a Cristo como justicia ante Dios y como vida en mí, y yo tengo al viejo hombre por muerto. No solo tengo la vida, sino que estoy muerto; de manera que hay otra cosa más que una igualdad de posibilidades con el que tenga la preeminencia entre el viejo hombre y el nuevo. Siempre soy esclavo, en el sentido práctico, hasta que sea conducido a descubrir que no hay nada bueno en la carne y que estoy muerto en Cristo. Es preciso que yo aprenda que no solo he hecho cosas malas sino que todo el viejo hombre –el árbol en sí mismo– es malo y que Cristo –quien es nuestra vida– murió al pecado y no solo por los pecados (véase Romanos 6:10; 4:25). Y cuando tengo por muerto al viejo hombre, entonces hallo la libertad.

No digo que encuentro el perdón, sino la liberación:

la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado
(Romanos 8:2).

Sin duda que puedo fallar y ser llevado a estar bajo el poder del pecado por un momento, pero ya no soy deudor en absoluto. ¿Cómo condenó Dios a la carne? Con la muerte. Por tanto, soy libre, mediante el acto de vida que trata al viejo hombre como muerto. Nosotros somos exhortados a manifestar siempre esta vida de Jesús. Al sostener con firmeza, por medio de la fe, esta muerte de Jesús, he hallado la cruz para la carne. El apóstol dice: «La muerte de Cristo obra en mí, el viejo Pablo; y así no hay nada más que la vida de Cristo que esté en actividad para vosotros. Y añade: Id y haced como yo, “lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz estará con vosotros”. Dios mismo estará entonces presente con vosotros».

Disfrutar una paz soberana

¡Qué cosa maravillosa es, queridos hermanos, el don de la vida de Cristo, la carne tenida por muerta y nosotros andando en consecuencia! ¿Se mantendrá Dios lejos de ustedes en este camino? No, “el Dios de paz estará con vosotros”.

Resulta notable ver cuán a menudo Dios es llamado “Dios de paz” y nunca «Dios de gozo». El gozo es algo desigual. Una buena nueva puede deparar gozo y, al mismo tiempo, puede verse mezclada con la aflicción. Hay verdadero gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, pues es una buena noticia para el cielo; pero el gozo no es la naturaleza de Dios, como lo es la paz; es tan solo una emoción del corazón. El hombre es una pobre y débil criatura: oye buenas noticias y se goza; oye malas nuevas y se entristece. Son los altibajos de la naturaleza humana. Pero Dios es el “Dios de paz”, y la paz es algo más profundo que el gozo. Observen el mundo y el corazón del hombre: ¿ven en ellos la paz? El gozo lo vemos hasta en una naturaleza animal, como sucede cuando ponemos en libertad a un animal. También podemos ver en el mundo cierta clase de gozo, pero no hallaremos nada de paz.

Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto
(Isaías 57:20).

El hombre se fatiga incesantemente corriendo tras el placer, y a eso se le llama gozo. El mundo es un mundo agitado y sin reposo, y si no halla descanso en la búsqueda de lo que necesita, es porque no puede encontrar lo que busca. Nunca encontraremos la paz en este mundo, a menos que Dios nos la dé.

Si andamos al impulso del poder de la vida de Cristo, el Dios de paz está con nosotros; tenemos conciencia de su presencia; nuestro corazón está en reposo, pues no corremos tras algo que no hemos hallado. Incluso entre los cristianos vemos personas que no tienen paz porque corren tras lo que no han hallado, y eso no es la paz. Pero gozar de lo que está en Él, procurando por cierto conocerle mejor, es un bienaventurado reposo para el corazón, es la paz. ¡Y qué bendición es tener semejante santuario en este mundo: el “Dios de paz” con nosotros!

Cristo en nosotros

Vemos ahora cómo Pablo es superior a todas las circunstancias. Había pasado por necesidad, aunque en una especie de prisión libre, y su corazón lo sentía. “En gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí” (v. 10). Dice “ya al fin”, como si los filipenses hubieran sido algo negligentes a su respecto; pero habla con una delicadeza llena de gracia, ya que, al agregar inmediatamente “de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad”, retira de alguna manera lo que había dicho previamente. La superioridad del cristiano nunca es insensibilidad. De otra forma, no sería superioridad. En todas las circunstancias su corazón está en libertad para obrar según la gracia del Señor Jesucristo, quien jamás fue insensible. Nosotros nos endurecemos contra las circunstancias, pues nuestros pobres y egoístas corazones desean sustraerse a los sufrimientos, pero Él era el mismo en todas las circunstancias, de manera que se pudo decir que no había carácter en Cristo.

La gracia y el amor del Modelo

Él era sencillamente siempre el mismo, perfectamente sensible a todas las cosas, pero nunca gobernado por ellas, siempre en medio de ellas con el poder de su propia gracia. Nunca le vemos insensible. Cuando vio a las multitudes, fue movido a compasión hacia ellas, y, cuando vio el ataúd en el que era llevado el hijo único de la mujer viuda, “se compadeció de cella” (Lucas 7:13). Ante la tumba de Lázaro “se estremeció en espíritu y se conmovió” (¡qué expresión tan fuerte esta de Juan 11:33!). Se conmovió interiormente, pues el poder de la muerte, bajo el cual veía a aquellos que le rodeaban, pesaba sobre su espíritu. En todo lugar al que iba, nunca se mostraba insensible, sino que siempre era el mismo en gracia, la que siempre vibraba en su corazón. En la cruz, sabía qué palabras le hacían falta al malhechor. Incluso cuando se ve obligado a decir: “¿Hasta cuándo he de estar con vosotros y os he de soportar?”, agrega inmediatamente: “Trae acá a tu hijo” (Lucas 9:41). Él era perfectamente sensible, como no lo somos nosotros. En su gracia siempre estaba dispuesto a responder a todo llamado. Eso que se manifiesta en Cristo es lo que debemos procurar ser: perfectamente sensibles a todas las circunstancias, pero de tal manera que ellas hallen a Cristo en nosotros, a fin de que Él sea manifestado.

Hemos visto cómo Pablo corrige lo que había dicho (“ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí”) al agregar: “de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad”. El Señor nunca tuvo que corregirse. Pablo era un hombre con las mismas pasiones que nosotros. No se detuvo en Troas, pese a habérsele abierto una gran puerta para la predicación del Evangelio, pues no hallaba reposo en su espíritu al no hallar a Tito. Tampoco en Macedonia su carne tuvo reposo; y él nos dice de la epístola en la cual nos da directivas inspiradas para la asamblea, sin las cuales no sabríamos cómo conducirnos (1 Corintios), que no le pesaba haberla escrito, si bien había sentido pesar al escribirla; y, sin embargo, había sido inspirado para escribirla, pero su corazón había caído por debajo de la posición en la cual se hallaba, como consecuencia de pensar que todos los corintios se habían vuelto contra él. En cierto sentido, para nosotros es precioso ver que, si bien él fue un apóstol, era semejante a nosotros; pero en el Señor Jesús no se ve nada parecido, pues era perfectamente sensible a todo, y siempre le vemos en todo sentido perfecto en sensibilidad, mientras que al apóstol le vemos como un hombre, si bien es interesante verle sintiendo como lo hizo.

La confianza de Pablo

Ahora Pablo nos muestra cómo era superior a todas las circunstancias por las que atravesaba: “No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación… Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (v. 11-13). Se oye decir que todo lo podemos en Cristo, como una especie de verdad absoluta. Pero pregunto: ¿Lo puede usted todo? No, no lo puede. Me dirá que se puede, lo que es muy cierto como declaración absoluta, pero no es lo que el apóstol entendía. Él quería decir que él lo podía todo. Lo había aprendido, era un estado real para él, no una proposición abstracta. “En todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre”. Si estoy saciado, Él me guarda de la despreocupación, de la indiferencia y de la autosatisfacción; si tengo hambre, Él me guarda del abatimiento y del descontento. Para Pablo no se trataba solo de se puede, sino de yo he hallado a Cristo tan suficiente para todo, en cualquier circunstancia, que no soy dominado por ninguna. Pablo había sido azotado con varas, había recibido de los judíos cuarenta azotes menos uno, había sido apedreado, había atravesado por toda clase de circunstancias, pero siempre había hallado a Cristo suficiente en todas las circunstancias.

No diga: Sí, pero Pablo era un cristiano que había llegado a la edad madura, y se puede muy bien hablar así al término de la vida. Si Pablo no hubiera hallado suficiente a Cristo para todo desde el principio hasta el fin, no habría podido hablar como lo hace al final de su carrera. La fe confía en Cristo desde el punto de partida de la vida cristiana. Es el principio que hallamos en el Salmo 23. Cuando el salmista hubo pasado por todo, dijo:

Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días.

En la abundancia o en las privaciones, comprobaré siempre que Él basta; pero, para ser capaz de hacer esta experiencia al final de la carrera, es preciso hacerla a todo lo largo del camino.

La escuela de la humildad

No diga: Pablo era un apóstol, era un hombre extraordinario, un vaso elegido que estaba muy por encima del mal que me atormenta. No, Pablo tenía un aguijón en la carne mientras escribía y, si bien el aguijón no fue el poder, le infundía el sentimiento de su nulidad cuando la potencia podía actuar. El Señor no quiso quitar el aguijón cuando Pablo le suplicó que lo hiciera. Él le respondió: “Bástate mi gracia”. El aguijón parecía un obstáculo, pero, cuando el apóstol predicaba, se veía el poder de Cristo y no el de Pablo. Recuerdo todo esto a fin de que no diga que Pablo no estaba expuesto a las dificultades y a las trampas de la carne. Dios le había arrebatado al tercer cielo y este privilegio extraordinario del que Él le había hecho gozar le exponía a enaltecerse sobremanera; por eso Dios le envía un aguijón que le hiciera experimentar a Pablo el sentimiento de su nulidad; entonces el poder del Señor se perfeccionaba en la debilidad. El poder divino no puede estar donde está el poder humano. De haber obrado el poder humano, aquellos que hubieran sido convertidos por medio del apóstol no habrían valido nada, pero aquellos a quienes Dios convertía eran dignos de la vida eterna. Es una gran cosa que seamos reducidos a nada; y si no sabemos cómo no ser nada, es preciso que Dios nos lo haga sentir. Un hombre humilde no tiene necesidad de ser humillado.

Pablo era dependiente de Cristo, absolutamente dependiente de Él, y vemos la infalible fidelidad de Cristo para con él; pero –lo repito– Pablo no habría podido decir al final de su carrera: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”, si no hubiera hecho la experiencia a lo largo de su camino. Es un glorioso testimonio. Cristo es suficiente para nosotros allí donde estemos; pero es necesario que Él nos ayude a ser rectos; es preciso que nuestra alma conozca su verdadero estado ante Dios. Hasta que mi conciencia sea conducida adonde realmente me encuentro, hasta que llegue a sentir lo lejos que me encuentro de Dios y mi infidelidad hacia Él, mi conciencia no será recta; pero, en cuanto ella llega a saberlo, Dios dice: Te he llevado adonde debías estar; no hay más fraude; puedo acudir en tu ayuda. Job dice: “Los oídos que me oían me llamaban bienaventurado; y los ojos que me veían me daban testimonio, porque yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que carecía de ayudador” (Job 29:11-12). Esto equivalía a decir: Hago esto y aquello. Pero Dios dice: Esto no puede seguir así. Siempre yo, yo, yo; y Dios entrega a Job en manos de Satanás hasta que Job maldice el día de su nacimiento y dice-6). –Has llegado adonde tenías que llegar; ahora te puedo bendecir. Y Él lo bendice.

Dios no quiere que tengamos nuestras cabezas apenas fuera del agua, sino que andemos con el poder de su gracia.

“Y sabéis también vosotros, oh filipenses, que al principio de la predicación del evangelio, cuando partí de Macedonia, ninguna iglesia participó conmigo en razón de dar y recibir, sino vosotros solos; pues aun a Tesalónica me enviasteis una y otra vez para mis necesidades” (v. 15 y siguientes). El amor nunca es olvidadizo, sino que fija el precio a los actos de servicio y los registra. Por eso el apóstol recuerda muy bien todo aquello con lo cual se le ayudó. Dios se agrada del servicio prestado a sus santos y también se agrada de lo que es hecho a favor del mundo.

Dios honra la confianza total

“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (v. 19). Noten la intimidad que revela ese “mi Dios”. Es una frase de gran alcance. Es como si Pablo dijera: Le conozco, puedo responder por Él. He pasado a través de toda clase de cosas y puedo garantizar que Él jamás me falló. Conozco cómo obra, incluso en las pequeñas cosas de la vida de todos los días.

Es una gran cosa tener confianza en Dios, diariamente y a toda hora, no pensando que podemos salir de un apuro por nosotros mismos y cobijarnos en el mal, sino confiando en Dios completamente. ¿Cuál es la medida en que Dios suplirá nuestras necesidades? Nada menos que “sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”. Es necesario que Él se glorifique a sí mismo, incluso cuando un pajarillo cae a tierra, pues para Dios nada hay que sea grande o pequeño. Él piensa en aquellos en quienes es preciso que su amor sea glorificado.

“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta”. ¿Cómo Pablo podía decir eso? Lo repito: conocía a Aquel a quien llama: “mi Dios”. No que haya dejado de pasar por necesidades, sino que había experimentado el valor de encontrar en ellas a Dios y sus cuidados. Las circunstancias pueden parecer muy sombrías, pero siempre hemos comprobado que, si Él nos conducía a través del desierto en el que no había nada de agua, hacía brotar para nosotros el agua de la roca. Dios siempre ejercita a la fe, pero siempre responde: “Yo os he traído cuarenta años en el desierto; vuestros vestidos no se han envejecido sobre vosotros, ni vuestro calzado se ha envejecido sobre vuestro pie” (Deuteronomio 29:5). Este es un precioso resultado.

“Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta”. El apóstol confiaba en la bendición para los demás. ¡Qué consuelo! En lugar de andar por vista, atravesar este mundo con el precioso sentimiento de que Dios está a nuestro favor y así poder contar con Él a favor de otros. A veces casi tememos impulsar a las almas por el camino de la fe, pero no deberíamos temer, sino confiar en que la gracia está a favor de ellas. La fe siempre es victoriosa.

Quiera el Señor ayudarnos a contar siempre con Él, y entonces diremos: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.