Estudio sobre el libro del Levítico

Purificación de la mujer que da a luz

El hombre concebido y nacido en pecado

Esta corta sección nos da la doble lección de la ruina del hombre y del remedio de Dios. Aunque la forma sea particular, la lección es muy clara e impresionante. Es, a la vez, humillante y consoladora. El efecto de todo pasaje de la Escritura, directamente explicado y aplicado a nuestra alma por el poder del Espíritu Santo, es conducirnos, fuera de nosotros mismos, a Cristo. Doquiera veamos nuestra naturaleza caída, considerada desde cualquier punto histórico, –sea en su concepción, en su nacimiento o en cualquier otra fase de su recorrido desde la cuna a la tumba– lleva el doble sello de debilidad y mancha. Esto se olvida a veces en medio del brillo, de las riquezas y de los esplendores de la vida humana. El corazón humano es fértil en medios para cubrir su humillación. Busca de diversas maneras cómo adornarla y cómo revestirse con apariencias de fuerza y de gloria; pero todo esto no es más que vanidad. Basta verle a su entrada en el mundo, pobre y débil criatura, o cuando sale de él a fin de volver a la tierra, para tener la prueba más convincente de la nada de su orgullo, de la vanidad de su gloria. Aquellos cuyo camino a través de este mundo ha sido iluminado por lo que el hombre llama la gloria, entraron en él en desnudez y debilidad; salieron de él por muerte.

Y esto no es todo. La condición del hombre, lo que le caracteriza a su entrada en la vida, no solo es la debilidad, sino también el pecado. Dice el salmista: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5) y

¿Cómo será limpio el que nace de mujer?
(Job 25:4).

En el capítulo que tenemos a la vista, vemos que la concepción y el nacimiento de un “hijo” ocasionaba “siete días” de inmundicia ceremonial para la madre, con treinta y tres días de exclusión del santuario. Estos períodos eran dobles en el caso de ser “hija”. Esto ¿no nos enseña algo? ¿No podemos sacar de ello una lección humillante? ¿No se nos declara, con un lenguaje fácil de comprender, que el hombre es una “cosa impura” y que necesita la sangre de la expiación para purificarlo? El hombre se imagina que puede hacerse una justicia propia. Ensalza orgullosamente la dignidad de la naturaleza humana. Al recorrer la escena de la vida puede tomar un aire altanero. Mas si quisiera tomarse el trabajo de volver en sí y meditar sobre el corto capítulo del libro que nos ocupa, su orgullo, vanidad, dignidad y su propia justicia se desvanecerían prontamente. En su lugar encontraría la sólida base de toda verdadera dignidad, como así también el fundamento de la divina justicia, en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.

La mancha perfectamente lavada

En este capítulo, la sombra de la cruz pasa ante nosotros bajo un doble aspecto: primero, en la circuncisión del hijo varón, por la cual entraba como miembro en el Israel de Dios. Después, en el holocausto y el sacrificio por el pecado, por los cuales la madre quedaba limpia de toda mancha, reintegrada a la congregación y hecha nuevamente digna de acercarse al santuario y de tocar las cosas santas. “Cuando los días de su purificación fueren cumplidos, por hijo o por hija, traerá un cordero de un año para holocausto, y un palomino o una tórtola para expiación, a la puerta del tabernáculo de reunión, al sacerdote; y él los ofrecerá delante de Jehová, y hará expiación por ella, y será limpia del flujo de su sangre. Esta es la ley para la que diere a luz hijo o hija” (v. 6-7). La muerte de Cristo, en sus dos grandes aspectos, se presenta aquí a nuestro pensamiento como la única cosa que podía responder a la necesidad de lavar perfectamente la mancha que el nacimiento natural del hombre producía. El holocausto representa la muerte de Cristo según la apreciación divina; el sacrificio para expiación, por otra parte, representa la muerte de Cristo en relación con las necesidades del pecador.

La sangre expiatoria de Cristo a disposición del más humilde

“Y si no tiene lo suficiente para un cordero, tomará entonces dos tórtolas o dos palominos, uno para holocausto y otro para expiación; y el sacerdote hará expiación por ella, y será limpia” (v. 8). Solo el derramamiento de sangre podía purificar. La cruz es el único remedio para la debilidad y la impureza del hombre. Dondequiera que esta obra gloriosa sea comprendida por la fe, se goza de una purificación completa. Esta comprensión puede ser débil, la fe puede ser vacilante, las experiencias pobres. No obstante, para regocijo y consolación de nuestra alma, podemos recordar que no es la profundidad de nuestras experiencias, la estabilidad de nuestra fe o la fuerza de nuestra comprensión lo que nos purifica, sino únicamente el valor divino y la inmutable eficacia de la sangre de Jesús. Esto proporciona gran reposo al alma. El sacrificio de la cruz es el mismo para cada miembro del pueblo de Israel, cualquiera que sea su posición en la asamblea. Los tiernos cuidados del Dios de misericordia se ven en el hecho de que la sangre de una tórtola era tan eficaz para el pobre como la del cordero para el rico. El pleno valor de la obra expiatoria era demostrado de igual manera por las dos ofrendas. De lo contrario, el israelita humilde, estando en alguno de los casos de contaminación, habría podido exclamar, al considerar los numerosos rebaños de algún rico vecino: «¿Qué haré? ¿Cómo me purificaré? ¿Cómo podré recobrar mi lugar y mis privilegios en la congregación? No tengo ganado; soy pobre y menesteroso». Gracias a Dios, este caso estaba previsto: un palomino o una tórtola era completamente suficiente. La misma gracia perfecta y admirable se encuentra en el caso del leproso, en el capítulo 14 de nuestro libro. “Mas si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará… Asimismo ofrecerá una de las tórtolas o uno de los palominos, según pueda… Esta es la ley para el que hubiere tenido plaga de lepra, y no tuviere más para su purificación” (v. 21, 30-32).

La gracia sale al encuentro del menesteroso en cualquier lugar donde esté y tal como es. La sangre expiatoria está puesta al alcance del más humilde, pobre y débil. Todos los que la necesitan pueden poseerla. “Si fuere pobre” ¿sería rechazado? ¡No! el Dios de Israel no podía obrar de esta manera para con los pobres e indigentes. Hay gran consuelo para estos últimos en la bella expresión “si no tiene lo suficiente” (v. 8; 5:7)… “no tuviere para tanto” (cap. 14:21)… ¡Qué gracia más perfecta! “A los pobres es anunciado el Evangelio” (Mateo 11:5). Nadie puede decir: «La sangre de Cristo no está a mi alcance». A cada uno se le acerca: “Haré que se acerque mi justicia; no se alejará”, dice el Señor (Isaías 46:13). ¿Hasta qué punto está cerca? Tan cerca, que puede asirse de ella el

Que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío
(Romanos 4:5).

Y aun “cerca de ti está la palabra”. Tan cerca que “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:8-9). Lo mismo dice esta bella y conmovedora invitación: “A todos los sedientos: Venid a las aguas, y los que no tienen dinero” (Isaías 55:1).

¡Qué gracia incomparable brilla en estas expresiones: “al que no obra” y “los que no tienen dinero”. Son tan conformes a la naturaleza de Dios, como opuestas a la del hombre. La salvación es tan gratuita como el aire que respiramos, y ¿hemos creado nosotros el aire? ¿Acaso hemos combinado los elementos que lo componen? No, pero gozamos de él, y gozándolo podemos vivir y obrar para Aquel que lo ha creado. Lo mismo ocurre en el asunto de la salvación. La recibimos sin haber hecho nada. Gozamos de las riquezas de otro; descansamos sobre la obra cumplida por otro; haciendo esto, somos capacitados para servirle. Esta es la gran paradoja del Evangelio, inexplicable para el legalismo, pero admirablemente sencilla para la fe. La gracia divina se deleita proveyendo a las necesidades de quienes no tienen medios para satisfacerlas por sí mismos.

José y María eran pobres

Encontramos aún otra lección preciosa en este capítulo. No solamente vemos en él la gracia de Dios hacia los pobres, sino que, comparando los últimos versículos con Lucas 2:24, vemos hasta qué asombrosa profundidad se baja Dios para manifestar esta gracia. Nuestro Señor Jesucristo, Dios manifestado en carne, el Cordero puro y sin defecto, el Santo, quien no conoció pecado, nació “de mujer” (Gálatas 4:4); y esta mujer –¡maravilloso misterio!– después de haber llevado en su seno y puesto en el mundo ese cuerpo humano, puro, perfecto, santo y sin defecto, debió someterse a las ceremonias ordinarias y cumplir los días de su purificación, según la ley de Moisés. No solo vemos la gracia divina en el hecho de que ella debiera purificarse, sino también en la forma en que esto se cumplió.

Y para ofrecer conforme a lo que se dice en la ley del Señor: un par de tórtolas, o dos palominos
(Lucas 2:24).

Esta sencilla circunstancia nos enseña que los padres del Señor Jesús eran pobres hasta el punto de verse obligados a aprovechar el bondadoso permiso dado a los que no tenían medio de ofrecer “un cordero para holocausto”. El Señor de gloria, el Dios Todopoderoso, poseedor del cielo y de la tierra, Aquel a quien pertenecen “los millares de animales en los collados” (Salmo 50:10) y todas las riquezas del universo, apareció en este mundo, –el cual sus manos habían creado– en las difíciles circunstancias que acompañan a una vida muy humilde. La economía levítica hacía concesiones a los pobres, y la madre de Jesús se prevalió de ellas. Hay en esto una profunda lección para el corazón humano. El Señor Jesús no hizo su entrada en el mundo en medio de los grandes y los nobles. Por nosotros se hizo pobre y tomó su lugar entre los pobres. “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Corintios 8:9).

¡Que podamos alimentarnos siempre con alegría de esta preciosa gracia de nuestro Señor Jesucristo, por la cual hemos sido enriquecidos actualmente y por la eternidad! Él se despojó de todo lo que el amor puede dar, para que fuésemos llenos. Se desnudó para que fuésemos vestidos; murió para que viviésemos. En la grandeza de su gracia, descendió desde la gloria divina hasta las profundidades de la humana pobreza, para que pudiéramos ser elevados del estiércol de la ruina natural y tomar nuestro lugar entre los príncipes de su pueblo para siempre (1 Samuel 2:8). ¡Que el sentimiento de esta gracia, producido en nuestros corazones por el poder del Espíritu Santo, nos constriña a abandonarnos completamente a Aquel a quien debemos nuestra felicidad presente y eterna, nuestras riquezas, nuestra vida, nuestro todo!