Estudio sobre el libro del Deuteronomio II

Segunda parte

Cuarto discurso de Moisés

La alianza en el país de Moab

Con el versículo 1 se termina la segunda de las grandes secciones de nuestro libro. En él tenemos un muy solemne llamado a la conciencia de la congregación. Es el resumen y aplicación práctica de todo lo que precede en este profundo, práctico y estimulante libro.

“Estas son las palabras del pacto que Jehová mandó a Moisés que celebrase con los hijos de Israel en la tierra de Moab, además del pacto que concertó con ellos en Horeb” (v. 1). Ya hicimos referencia a este pasaje como una de las muchas pruebas de la diferencia que hay entre el libro de Deuteronomio y los restantes del Pentateuco. Pero reclama la atención del lector desde otro punto de vista. Habla de un pacto especial hecho con los hijos de Israel en tierra de Moab, en virtud del cual debían ser introducidos en tierra de Canaán. Este pacto era tan distinto del pacto hecho en Sinaí, como lo era del pacto hecho con Abraham, Isaac y Jacob. En otras palabras, no era la ley pura, ni la pura gracia, sino el gobierno ejercido en soberana misericordia.

Es obvio que Israel no podía entrar en Canaán en virtud del pacto de Sinaí u Horeb, puesto que había fracasado completamente al hacer el becerro de oro. Había perdido todo derecho y título a la posesión de la tierra. Solo pudieron ser salvos de una destrucción repentina por la soberana misericordia de Dios ejercitada para con ellos como consecuencia de la intercesión de Moisés. También es evidente que no podían entrar en aquella tierra por el pacto de gracia hecho con Abraham, pues si hubiera sido así, no podrían haber sido expulsados de ella. Ni la extensión de la tierra que poseyeron, ni el tiempo que en ella estuvieron, correspondían a los términos de la alianza hecha con sus padres. Fue con base a las condiciones del pacto hecho en Moab que entraron en posesión temporal y limitada de la tierra de Canaán. Pero fracasarían tanto bajo el pacto de Moab como habían fracasado bajo el de Horeb, es decir, fracasaron bajo el gobierno como bajo la ley. Por eso fueron expulsados y esparcidos por toda la tierra según las vías gubernamentales de Dios.

Pero no será para siempre. ¡Bendito sea el Dios de toda gracia! La descendencia de Abraham, su amigo, un día poseerá la tierra de Canaán, según los términos del pacto original.

Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios
(Romanos 11:29).

Los dones y el llamamiento no deben confundirse con la ley y el gobierno. El Monte de Sion no se puede considerar bajo el mismo aspecto que el de Horeb y Moab. El nuevo y perpetuo pacto de gracia, ratificado por la preciosa sangre del Cordero de Dios, será cumplido gloriosamente a pesar de todos los poderes de la tierra y del infierno. “He aquí vienen días, dice el Señor, en que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades. Al decir: Nuevo Pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer” (Hebreos 8:8-13).

El lector debe cuidarse de no aplicar estos preciosos pasajes a la Iglesia. Si se los aplicara, perjudicaría la verdad de Dios, a la Iglesia y a Israel. Debido a su inmensa importancia hemos advertido sobre este punto una y otra vez en el transcurso de nuestro estudio sobre el Pentateuco. Estamos profundamente convencidos de que nadie que confunda a Israel con la Iglesia puede entender y menos exponer la Palabra de Dios. Los dos son tan distintos como el cielo y la tierra. Si queremos aplicar a la Iglesia lo que Dios dice de Israel, de Jerusalén o de Sion, el resultado será una completa confusión. Esta interpretación de la Palabra de Dios destruye toda precisión y quita a la Escritura la santa precisión y divina certidumbre que ella debería producir. Echa a perder la integridad de la verdad, daña a las almas de los santos e impide su progreso en la vida divina y en la comprensión espiritual. Nunca insistiremos demasiado sobre la necesidad de estar prevenidos contra ese falso y fatal sistema de interpretar las Santas Escrituras.

Debemos evitar perjudicar el designio de la profecía y a la verdadera aplicación de las promesas de Dios. No tenemos ninguna autorización para intervenir en la esfera de los pactos señalada divinamente. El apóstol nos dice claramente, en Romanos capítulo 9, que aquellos pertenecen a Israel; si intentamos quitarlos a los padres del Antiguo Testamento y traspasarlos a la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, podemos estar seguros de que estamos haciendo lo que Jehová Elohim jamás aprobará. La Iglesia no forma parte de los designios de Dios para con Israel y con la tierra. Su lugar, su porción, sus privilegios, y perspectiva son celestiales. Fue formada durante el tiempo del rechazo de Cristo, para que fuera asociada a él donde él está ahora, escondido en los cielos, y para compartir su gloria en el día futuro. Si el lector alcanza a entender esta grande y gloriosa verdad, le ayudará a poner cada cosa en su lugar.

Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho

Volvamos ahora nuestra atención sobre la aplicación práctica de estas verdades a la conciencia de cada miembro de la congregación.

“Moisés, pues, llamó a todo Israel, y les dijo: Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho delante de vuestros ojos en la tierra de Egipto a Faraón y a todos sus siervos, y a toda su tierra, las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas. Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír” (v. 2-4).

Esto es eminentemente solemne. Los más asombrosos milagros y señales pueden realizarse ante nosotros y no tocar nuestro corazón en lo más mínimo. Estos hechos pueden producir un efecto transitorio sobre la mente y los sentimientos naturales. Pero si la conciencia no es llevada a la luz de la divina presencia y el corazón expuesto a la inmediata acción de la verdad por el poder del Espíritu de Dios, no se alcanza resultado duradero. Debido a los milagros del Señor, Nicodemo concluyó que Cristo era un maestro venido de Dios; pero eso no era suficiente. Debía aprender el profundo y maravilloso significado de esta verdad: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). Una fe fundada en milagros puede dejar al alma sin poseer la salvación, sin conversión y sin ninguna bendición, pero con una terrible responsabilidad. Leemos, al final del segundo capítulo del evangelio de Juan, que muchos profesaron creer en Cristo cuando vieron sus milagros, “pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos” (v. 24). Allí no había obra divina, nada en que confiar. Debe haber una nueva vida, una nueva naturaleza, y esto es lo que los milagros y las señales no pueden comunicar. Nos es necesario nacer de nuevo, nacer de la Palabra y del Espíritu de Dios.

La nueva vida es comunicada por la semilla incorruptible del evangelio de Dios e implantada en el corazón por el poder del Espíritu Santo. No es una fe intelectual fundada en los milagros, sino una fe profunda, que nace del corazón, una fe en el Hijo de Dios. Es algo que no podía ser conocido bajo la ley o el gobierno. “La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). ¡Precioso don! ¡Glorioso manantial! ¡Bendito conducto! ¡Universal y sempiterna alabanza a la Eterna Trinidad!

“Y yo os he traído cuarenta años en el desierto; vuestros vestidos no se han envejecido sobre vosotros, ni vuestro calzado se ha envejecido sobre vuestro pie. No habéis comido pan, ni bebisteis vino ni sidra; para que supierais que yo soy Jehová vuestro Dios” (v. 5-6). ¡Maravillosos cuidados! La misma mano de Dios los vestía y los alimentaba. “Pan de nobles comió…” (Salmo 78:25). No tuvieron ninguna necesidad de vino, ni de bebidas fuertes y estimulantes.

Bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo
(1 Corintios 10:4).

Esa fuente pura los refrescaba en las sequedades del desierto, y el maná celestial los sostenía día tras día. Todo lo que necesitaban era poder gozar de esas provisiones divinas.

¡Ah, pero aquí, así como nosotros, ellos fracasaron! Se cansaron de la comida celestial y desearon otras cosas. ¡Tristemente, somos muy parecidos a ellos! ¡Cuán humillante es ver el poco aprecio que manifestamos hacia Aquel que debería sernos tan precioso, ese Jesús que Dios nos ha dado para que sea nuestra vida, nuestra porción, nuestro objeto, nuestro todo en todo! ¡Cuán terrible es descubrir que nuestros corazones desean las miserables vanidades y locuras de este pobre mundo pasajero: sus riquezas, sus honores, sus distinciones, sus placeres, cosas perecederas, y que, incluso si duraran, no podrían compararse con “las inescrutables riquezas de Cristo”! (Efesios 3:8). Quiera Dios darnos, en su infinita bondad, “conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:16-19). ¡Oh, que esta bendita oración pueda encontrar una respuesta profunda en la experiencia del lector y del escritor!

“Y llegasteis a este lugar, y salieron Sehón rey de Hesbón y Og rey de Basán” –enemigos formidables y temibles– “delante de nosotros para pelear, y los derrotamos; y tomamos su tierra, y la dimos por heredad a Rubén y a Gad y a la media tribu de Manasés” (v. 7-8). ¿Habrá alguien que se atreva a comparar esto con lo que la historia relata respecto a la invasión de América del Sur por los españoles? Se equivocaría terriblemente, porque Israel tenía la autorización directa de Dios para obrar como lo hizo con Sehón y Og, pero los españoles no estaban autorizados para hacer lo que hicieron con los infelices nativos de Sudamérica. Esta es la gran diferencia que hay entre los dos casos. La introducción de Dios y de su autoridad es la única respuesta perfecta a toda cuestión, la divina solución a toda dificultad. ¡Que siempre podamos tener esto presente como divino antídoto a las sugestiones de la incredulidad!

Guardaréis las palabras de este pacto

“Guardaréis, pues, las palabras de este pacto (el de Moab) y las pondréis por obra, para que prosperéis en todo lo que hiciereis” (v. 9). La simple obediencia a la Palabra de Dios ha sido, es y será el profundo y real secreto de toda verdadera prosperidad. Para el cristiano, la prosperidad no se halla en las cosas materiales o terrenales, sino en las celestiales y espirituales. No debemos olvidar nunca que sería el colmo de la locura pensar en prosperar o progresar en la vida divina si no obedecemos los mandamientos de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos. Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:7-10). He aquí la verdadera prosperidad cristiana. ¡Deseémosla ardientemente y prosigamos con diligencia el método apropiado para alcanzarla!

“Vosotros todos estáis hoy en presencia de Jehová vuestro Dios; los cabezas de vuestras tribus, vuestros ancianos y vuestros oficiales, todos los varones de Israel; vuestros niños”, – ¡dato conmovedor e interesante!– “vuestras mujeres, y tus extranjeros que habitan en medio de tu campamento”. ¡Cuán profundamente conmovedora y exquisita es la frase “tus extranjeros”! ¡Qué poderoso llamamiento al corazón de Israel en favor del extranjero! “Desde el que corta tu leña hasta el que saca tu agua; para que entres en el pacto de Jehová tu Dios, y en su juramento, que Jehová tu Dios concierta hoy contigo, para confirmarte hoy como su pueblo, y para que él te sea a ti por Dios, de la manera que él te ha dicho, y como lo juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob. Y no solamente con vosotros hago yo este pacto y este juramento, sino con los que están aquí presentes hoy con nosotros delante de Jehová nuestro Dios, y con los que no están aquí hoy con nosotros. Porque vosotros sabéis cómo habitamos en la tierra de Egipto, y cómo hemos pasado por en medio de las naciones por las cuales habéis pasado; y habéis visto sus abominaciones (esto es, los objetos de su culto, sus falsos dioses) y sus ídolos de madera y piedra, de plata y oro, que tienen consigo” (v. 10-17).

Este serio llamamiento, además de general, es también individual. Esta observación es muy importante. Siempre somos propensos a generalizar, y así dejar de aplicar la verdad a nuestra conciencia individual. Pero es un grave error y una pérdida para nuestras almas. Cada uno de nosotros es responsable de obedecer los preciosos mandamientos de nuestro Señor. Así es como entramos en el verdadero gozo de nuestra relación, de acuerdo con lo que Moisés dijo al pueblo, “para confirmarte hoy como su pueblo, y para que él te sea a ti por Dios”.

Nada puede ser más precioso y sencillo a la vez. No hay confusión, oscuridad o misticismo en ello. Es sencillamente atesorar sus preciosos mandamientos en nuestros corazones, dejarlos obrar sobre nuestras conciencias y ponerlos en práctica en nuestras vidas. Tal es el verdadero secreto para estar en una feliz relación con nuestro Padre y con nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Quien crea poder gozar de esta íntima relación, mientras descuida los mandamientos de nuestro Señor, abriga una ilusión mezquina y dolorosa. “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Juan 15:10). Este es el punto magno, considerémoslo atentamente. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos
(Mateo 7:21).

“Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y hermana, y madre” (Mateo 12:50). “La circuncisión nada es, y la incircuncisión nada es, sino el guardar los mandamientos de Dios” (1 Corintios 7:19).

¡Qué palabras tan oportunas en estos días de cristianismo holgado, descuidado y mundano! ¡Ojalá penetren en nuestros corazones, tomen completa posesión de nuestro ser moral y produzcan fruto en nuestra vida individual! Esta consideración práctica es muy importante. Estamos en inminente peligro de que, mientras tratamos de evitar todo lo que pueda parecerse a legalismo, caigamos en el extremo opuesto: la relajación carnal. Los pasajes de la Santa Escritura que acabamos de citar (y hay otros muchos) proporcionan una divina salvaguardia contra esos dos perniciosos y mortales errores. Hemos sido puestos en la santa relación de hijos por la soberana gracia de Dios, por el poder de su Palabra y de su Espíritu. Este único hecho ya arranca de raíz la nociva hierba del legalismo.

Pero esta relación tiene sus propios afectos, deberes y responsabilidades cuyo debido reconocimiento proporciona el verdadero remedio para el terrible mal de la relajación carnal tan preponderante en todas partes. Si somos libertados de las obras de la ley –gracias a Dios lo estamos en calidad de cristianos–, no es para no hacer nada, ni para agradarnos a nosotros mismos, sino para que las obras de la fe se manifiesten en nosotros para la gloria de Aquel cuyo nombre llevamos, a quien pertenecemos y estamos obligados a amar, obedecer y servir.

Procuremos aplicar nuestros corazones a estas consideraciones prácticas. Se nos ha llamado a hacerlo así, y para ello podemos contar con la abundante gracia de nuestro Señor Jesucristo, capacitándonos para responder a su llamamiento a pesar de las mil dificultades y obstáculos que yacen en nuestro camino. ¡Ah, anhelemos que la obra de gracia sea más profunda en nuestras almas y suspiremos por un andar más íntimo con Dios, por reflejar más el carácter de verdadero discípulo!

La raíz produce hiel y ajenjo

Oigamos ahora el solemne llamamiento de Moisés. Amonesta al pueblo a que tenga cuidado, “no sea que haya entre vosotros varón o mujer, o familia o tribu, cuyo corazón se aparte hoy de Jehová nuestro Dios, para ir a servir a los dioses de esas naciones; no sea que haya en medio de vosotros raíz que produzca hiel y ajenjo” (v. 18).

El escritor inspirado de la epístola a los Hebreos hace referencia a estas palabras del modo más enfático. “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Hebreos 12:15).

¡Cuán saludables son estas palabras! ¡Están llenas de amonestación y advertencia! Exponen la solemne responsabilidad de todo cristiano. Todos somos llamados a ejercer un celoso y piadoso cuidado hacia los demás, cuidado que tristemente es poco entendido y reconocido. No es que todos seamos llamados a ser pastores o maestros, y el pasaje citado no se dirige especialmente a estos. Se refiere a todos los cristianos, y debemos prestarle atención. Por todas partes se oyen quejas de la falta de cuidados pastorales. En efecto, existe gran deficiencia de verdaderos pastores en la Iglesia de Dios, como de todos los demás dones. No podemos esperar otra cosa. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Cómo podemos esperar una abundancia de dones espirituales en el estado miserable en que nos encontramos actualmente? El Espíritu está entristecido y apagado a causa de nuestras lamentables divisiones, mundanalidad e infidelidad. ¿Podemos asombrarnos de nuestra deplorable indigencia?

Pero en medio de tal ruina y desolación espiritual, nuestro bendito Señor rebosa de profunda y tierna compasión para con nosotros. Con solo humillarnos bajo su mano poderosa, nos levantará bondadosamente y nos capacitará de diversas maneras para subsanar la deficiencia de dones pastorales entre nosotros. Por su preciosa gracia, podríamos velar con más diligencia y amor los unos por los otros, y procurar el progreso espiritual y la prosperidad de todos.

Ni por un momento crea el lector que pretendemos motivar el entremetimiento entre los cristianos. ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Consideramos tales cosas como insoportables en la Iglesia de Dios. Son diametralmente opuestas a aquel diligente cuidado pastoral del cual hemos hablado y por el cual suspiramos.

Pero, ¿no cree el lector que manteniéndonos lo más alejados posible de los males ya citados, podríamos interesarnos los unos por los otros y con oración ejercer vigilancia y cuidado? Eso evitaría la aparición de muchas raíces de amargura. Por una parte, no todos somos llamados a ser pastores, pero por otra parte, hay una lamentable carencia de pastores en la Iglesia de Dios. Obviamente hablamos de verdaderos pastores, puestos por la Cabeza de la Iglesia, hombres dotados con un poder y un corazón realmente pastorales. Todo esto debería mover los corazones del amado pueblo del Señor a pedirle que les haga capaces de ejercer un apacible cuidado y solicitud fraternal. Esto podría suplir la escasez de pastores entre nosotros. Lo evidente es que en el pasaje de Hebreos 12 no se dice nada respecto a los pastores. Es sencillamente una conmovedora exhortación dirigida a todos los cristianos para que ejerzan un mutuo cuidado y velen a fin de que no aparezca alguna raíz de amargura.

¡Cuán necesario es esto! ¡Qué terribles son tales raíces! ¡Cuán amargas son! ¡Cuán lejos llegan sus perniciosos zarcillos! ¡Cuán irreparables daños ocasionan! ¡Cuántos cristianos se han contaminado con ellos! ¡Cuántos preciosos lazos de fraternidad han roto! ¡Muchos corazones han sido desgarrados por ellos! Sí, lector, y en cuántas ocasiones un poco de cuidado pastoral o fraternal, un consejo piadoso y afectuoso, hubiese destruido el mal en su raíz y habría evitado incalculables daños y pesares. ¡Ojalá que todos tuviéramos esto bien presente en el corazón y deseáramos con más ardor la gracia necesaria para hacer lo que esté a nuestro alcance, a fin de evitar la aparición de raíces de amargura y la difusión de su influencia corruptora!

Si tal raíz brota

Pero volvamos a las serias palabras del amado autor. Traza un cuadro muy solemne del fin de aquel que causó el brote de la raíz de amargura.

“Y suceda que al oír las palabras de esta maldición, él se bendiga en su corazón, diciendo: Tendré paz, aunque ande en la dureza de mi corazón, a fin de que con la embriaguez quite la sed. No querrá Jehová perdonarlo, sino que entonces humeará la ira de Jehová y su celo sobre el tal hombre, y se asentará sobre él toda maldición escrita en este libro, y Jehová borrará su nombre de debajo del cielo; y lo apartará Jehová de todas las tribus de Israel para mal, conforme a todas las maldiciones del pacto escrito en este libro de la ley. Y dirán las generaciones venideras, vuestros hijos que se levanten después de vosotros, y el extranjero que vendrá de lejanas tierras, cuando vieren las plagas de aquella tierra, y sus enfermedades de que Jehová la habrá hecho enfermar, (azufre y sal, abrasada toda su tierra; no será sembrada, ni producirá, ni crecerá en ella hierba alguna, como sucedió en la destrucción de Sodoma y de Gomorra, de Adma y de Zeboim, las cuales Jehová destruyó en su furor y en su ira)” (v. 19-23). ¡Aterradores ejemplos de los tratos gubernamentales del Dios vivo! Hablan con voz de trueno a oídos de todos cuantos convierten la gracia de Dios en libertinaje y niegan a ¡Dios, el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo! (Judas 4). “Más aun, todas las naciones dirán: ¿Por qué hizo esto Jehová a esta tierra? ¿Qué significa el ardor de esta gran ira? Y responderán: Por cuanto dejaron el pacto de Jehová el Dios de sus padres, que él concertó con ellos cuando los sacó de la tierra de Egipto, y fueron y sirvieron a dioses ajenos, y se inclinaron a ellos, dioses que no conocían, y que ninguna cosa les habían dado. Por tanto, se encendió la ira de Jehová contra esta tierra, para traer sobre ella todas las maldiciones escritas en este libro; y Jehová los desarraigó de su tierra con ira, con furor y con grande indignación, y los arrojó a otra tierra, como hoy se ve” (v. 24-28).

Lector, ¡qué solemnes son estas palabras! Con qué poder ilustran las palabras del apóstol:

¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!
(Hebreos 10:31).

Y también: “Nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29). Son serias advertencias para la Iglesia. ¡Cuánto puede aprender de los tratos de Dios con su pueblo Israel! El capítulo 11 de Romanos es perfectamente claro y concluyente en cuanto a esto. Pablo, hablando del juicio divino contra las ramas incrédulas del olivo, hace el siguiente llamamiento a la cristiandad: “Pues si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo, no te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti. Pues las ramas, dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado. Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará. Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esa bondad; pues de otra manera tú también serás cortado” (v. 17-22).

Desgraciadamente la iglesia profesante no ha perseverado en la bondad de Dios. Es imposible leer su historia a la luz de la Escritura y no ver esto. Dolorosamente se ha apartado y para ella solo queda la ira del Dios Todopoderoso. Los amados miembros del cuerpo de Cristo que tristemente andan mezclados con la masa de la corrupta cristiandad profesante serán sacados de ella y puestos en el lugar preparado para ellos en la casa del Padre. Entonces reconocerán, si no lo han hecho antes, cuán culpables eran al permanecer relacionados con lo que estaba en oposición a la mente de Cristo, según está revelada con divina claridad y sencillez en las Santas Escrituras.

Mas en cuanto a la gran entidad conocida con el nombre de cristiandad, será “cortada” y vomitada. Le será enviado “un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12).

¡Terribles palabras! Quiera Dios que resuenen en los oídos y penetren en los corazones de los millares de almas que viven día tras día, semana tras semana y año tras año satisfechas con una apariencia de piedad, pero negando la eficacia de ella, “amadores de los deleites más que de Dios” (2 Timoteo 3:4).

¡Cuán aterrador es el estado y destino de los millones de almas que van en busca de placeres y se arrojan ciegamente en el precipicio que conduce a una desesperada y eterna miseria! ¡Quiera Dios en su infinita bondad, por el poder de su Espíritu y a través de la potente acción de su Palabra, despertar los corazones de su pueblo para que tengan un sentido más profundo e influyente de tales cosas!

Las cosas secretas y las cosas reveladas

Antes de cerrar esta sección, dirijamos brevemente nuestra atención al último versículo de este capítulo. Es uno de aquellos versículos de la Escritura mal comprendidos y mal aplicados. “Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley” (v. 29). Este versículo se emplea constantemente para impedir el progreso de las almas en el conocimiento de “lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:10); pero su significado es sencillamente este: las cosas “reveladas” son las que tenemos en el capítulo anterior de este libro. En cambio, las cosas “secretas” son aquellos recursos de gracia que Dios tenía reservados para ser desplegados cuando el pueblo hubiese fracasado completamente en cumplir “todas las palabras de esta ley”. Las cosas reveladas son las que Israel debió haber hecho, y que no hizo. Las cosas secretas son las que Dios quiere hacer, a pesar de la ruina de Israel. Estas son presentadas como consejos de la gracia divina y provisiones de soberana misericordia. Debían desplegarse una vez que Israel hubiera aprendido la lección de su fracaso total bajo los dos pactos, el de Moab y el de Horeb.

Así, este pasaje comprendido correctamente nos anima a investigar estas cosas que, aunque “secretas” para Israel en los llanos de Moab, nos son plena y claramente “reveladas” para nuestro provecho, consolación y edificación. 1 El Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés para guiar a los discípulos a toda la verdad. El canon de la Escritura está completo; todos los propósitos y consejos de Dios están plenamente revelados. El misterio de la Iglesia completa el círculo de la divina verdad. El apóstol Juan pudo decir a todos los hijos de Dios:

Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas
(1 Juan 2:20).

El Nuevo Testamento abunda en evidencias para probar el uso errado de Deuteronomio 29:29. Hemos insistido en este argumento porque sabemos que la inexacta interpretación de él frena el progreso del amado pueblo del Señor en el conocimiento divino. El enemigo siempre procura mantener a las almas en la oscuridad, cuando deberían andar en la clara luz de la divina revelación. Procura mantenerlas como niños alimentados con leche, cuando deberían, al igual que los que “han alcanzado madurez”, ser alimentadas con el “alimento sólido” de que tan libremente se ha provisto a la Iglesia de Dios. Apenas alcanzamos a imaginarnos cómo el Espíritu de Dios se entristece y Cristo es deshonrado por el bajo nivel que existe entre nosotros en cuanto a las cosas de Dios. ¡Cuán pocos conocen en realidad las cosas que nos son dadas liberalmente por Dios! ¿Dónde son comprendidos, creídos y llevados a la práctica los privilegios propios al cristiano? ¡Cuán débil es nuestra percepción de las cosas divinas! ¡Cuán desmedrado nuestro crecimiento! ¡Cuán tenue nuestra exposición práctica de la verdad de Dios! ¡Qué carta de Cristo más manchada presentamos!

Amado lector cristiano, consideremos seriamente estas cosas en la presencia divina. Escudriñemos la raíz de todo este lamentable fracaso. Juzguémosla y desarraiguémosla para que podamos declarar más fielmente de quién somos y a quién servimos. ¡Que sea Cristo nuestro único objeto!

  • 11 Corintios 2:9 es otro de los pasajes mal entendidos y aplicados. “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”. Aquí muchos se detienen deduciendo que no podemos saber nada de las cosas preciosas que Dios tiene reservadas para nosotros. Pero el texto que sigue demuestra que esta conclusión es errónea: “Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros –el pueblo del Señor– no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (v. 10-12). De manera que tanto este pasaje como el de Deuteronomio 29:29 enseñan precisamente lo contrario de lo que tan constantemente se deduce de ellos. ¡Cuán importante es examinar y pesar el contexto de los pasajes que se citan!