Mateo

Mateo 24

Capítulo 24

La pregunta referente al templo

Jesús salió del templo y se fue, cumpliendo lo que había dicho a los judíos en el versículo 38 del capítulo precedente: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta”. Lo dejó para no volver más. ¡Momento solemne para el pueblo, de haber podido comprenderlo! Si los discípulos no captaron el verdadero significado de estas palabras, por lo menos tenían la impresión de que un juicio había sido pronunciado sobre ese magnífico templo, porque hicieron notar a Jesús el aspecto imponente que los edificios presentaban a quien salía de Jerusalén. Los discípulos, como todo judío, sentían afecto por esta casa, con un orgullo legítimo, ya que había sido construida para servir de morada al Dios único y verdadero. Pero, puesto que Dios era rechazado en la persona de su Hijo, el templo no tenía más razón de ser. El Señor les respondió: “¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (v. 2).

Estando el Señor sentado en el monte de los Olivos, situado frente a Jerusalén, al otro lado del Cedrón, de donde se ve toda la ciudad, los discípulos vinieron a él y le dijeron: “Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?” (v. 3). Deseaban saber, pues, cuándo serían destruidos Jerusalén y el templo, y cómo se podría conocer el momento de la venida de Cristo y del fin del siglo que precedía al reinado milenario. La respuesta del Señor fue dada por partes, con enseñanzas diversas y exhortaciones útiles a los fieles que atravesarían los tiempos precedentes a su venida. Estas enseñanzas abarcan, además, todo el capítulo 25.

En el evangelio según Mateo, Jesús no responde directamente a la primera pregunta de los discípulos acerca de la destrucción del templo; esta respuesta corresponde más bien al relato de Lucas. La hallamos textualmente en el capítulo 21, versículos 20 a 24, donde se predice la destrucción de Jerusalén por el emperador romano Tito, que tuvo lugar en el año 70 d. C. Mateo se refiere especialmente a los tiempos del fin y al establecimiento del reinado de Cristo, que reemplazará la situación de ese entonces.

La respuesta del Señor a la pregunta: ¿Qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?, se puede dividir en tres partes:

1. los versículos 4 a 14;
2. los versículos 15 a 28;
3. los versículos 29 a 31.

La primera parte de la respuesta de Jesús

El Señor dio a los discípulos las instrucciones necesarias para los tiempos difíciles que transcurrirían entre su partida y su regreso en gloria. Sin embargo, como ya lo hemos visto, en las revelaciones proféticas de las Escrituras se hace caso omiso del tiempo actual de la gracia, durante el cual se forma la Iglesia; es un intervalo del cual no se habla. En su respuesta, el Señor se dirigió a los que lo rodeaban como si ellos mismos debieran atravesar todo este tiempo y encontrarse presentes a su regreso. Prescindiendo del tiempo actual de la gracia, uno puede pensar que, entre la partida de Jesús y su regreso, no transcurrirá más tiempo que el de una vida humana. Pero Jesús habló del carácter y las circunstancias del testimonio durante aquel tiempo, iguales a su regreso como a su partida, así como habló del carácter de la generación que lo rechazó, que permanecería el mismo: “No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca” (v. 34). El judío incrédulo persistiría en su oposición a Cristo durante toda su ausencia. Comprendemos ahora por qué el Señor, dirigiéndose a los discípulos, siempre decía “vosotros” aunque sabía que todos los que lo rodeaban en aquel momento morirían antes de su regreso. Además, cuando ellos murieron, ya no pertenecían al remanente de Israel, al que representaban en los días del Señor, sino que formaban parte de la Iglesia que ha reemplazado a Israel por un tiempo. Resucitarán para acompañar al Señor cuando venga en gloria, a fin de liberar al remanente doliente que les habrá sucedido en los últimos tiempos.

El tiempo que transcurre entre el rechazamiento de Cristo y su regreso se caracteriza por pruebas de toda clase para los discípulos del Mesías rechazado. Se presentarán falsos cristos con el fin de apartar su mirada de la espera del verdadero Cristo; este tiempo de espera estará acompañado de muchos dolores. Se oirá hablar de guerras y rumores de guerras. Tuvieron lugar varias después de la partida del Señor, pero aumentarán antes de su regreso. Es necesario comprender que, en estos pasajes, se trata del regreso del Señor para reinar y no de aquel que nosotros esperamos ahora para transmutar a los vivos y resucitar a aquellos que duermen en él; dicho acontecimiento tendrá lugar antes de que empiecen los sucesos predichos en el capítulo que nos ocupa. Entonces, entre las naciones que se hallan a los cuatro extremos de Palestina, se producirán guerras incesantes cuya causa directa o indirecta será casi siempre este país. Hambres, pestes y terremotos causarán estragos en diferentes lugares. Se dirá, quizá, que estos fenómenos se manifiestan en todos los tiempos; es cierto, no obstante, aquí serán el preludio de los juicios del fin y revestirán un carácter de gravedad tal, que los hombres percibirán sin comprender; los creyentes, en cambio, advertidos por la Palabra del Señor, lo sabrán discernir. Por lo demás, nos acercamos a ese momento. Los sucesos de esta clase, que se repiten a menudo en nuestro tiempo, producen en general cierto temor, porque los hombres sienten que van hacia una crisis. ¿Cuál? Si ellos recibieran las enseñanzas de la Palabra, lo sabrían y buscarían el medio de ponerse a salvo. Este temor podría ser saludable, como lo es para algunos; pero el enemigo trata de calmar a los espíritus inquietos, asegurándoles después de cada catástrofe o cataclismo, que hechos muy parecidos y hasta mucho más considerables y terroríficos ocurrieron en siglos pasados; que no hay nada extraordinario en lo que sucede; que solo hay que ver en estos acontecimientos circunstancias muy naturales, etcétera. Las almas así impresionadas se calman, se vuelven indiferentes, se endurecen y van ciegamente hacia la perdición.

Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende
(Job 33:14).

En los tiempos venideros, sin ninguna duda serán dadas teorías muy plausibles a la razón humana para explicar los hechos de manera científica e histórica; pero los discípulos, enseñados por el Señor, sin desviarse, comprenderán que esto no es sino principio de dolores (v. 8). Las cosas externas no será lo peor por lo que tendrán que pasar. Serán entregados a la aflicción; algunos serán matados; serán aborrecidos por todos a causa del nombre del Señor. Tales aflicciones fueron experimentadas por los discípulos inmediatamente después de la partida del Señor. Por eso él les impartió estas enseñanzas, útiles y provechosas tanto para ellos, como para los de esa época futura.

Pasarán también por una prueba aún más dolorosa, la que provendrá del mismo núcleo de los discípulos. Algunos que se unieron a ellos por algún tiempo, se tornarán infieles, serán motivo de caída. Se entregarán uno al otro, se aborrecerán. Falsos profetas se levantarán y engañarán a las almas con su habilidad para imitar las declaraciones divinas. El mal será tan posesivo que ganará incluso a los discípulos: “El amor de muchos se enfriará” (v. 12). Hará falta una energía extraordinaria para permanecer firme: “Mas el que persevere hasta el fin, este será salvo”, es decir, será hallado en pie, fiel, cuando el Señor aparezca en gloria para poner fin a todas estas aflicciones.

Entonces llegará el turno a los que hicieron sufrir a los fieles; el juicio los alcanzará, como se ve en un gran número de Salmos, donde el castigo de los malos está presentado en relación con la liberación de los justos.

A pesar de la fuerte oposición de Satanás, “será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (v. 14). Todas las naciones que no tuvieron el privilegio de oír el Evangelio de la gracia, podrán aprovechar el Evangelio del reino, que anuncia la llegada de Jesús como rey, viniendo del cielo.

La primera parte de la respuesta del Señor tiene como objetivo infundir ánimo a los discípulos, describiéndoles las dificultades que enfrentarán al querer dar testimonio hasta el fin.

La segunda parte de la respuesta de Jesús

Antes del fin de este horrible período, transcurrirá un tiempo de angustia espantosa, que abarca los tres años y medio que lo terminan (ver Apocalipsis 12:14; 13:5; Daniel 12:11; etc.).

El Señor, en su solicitud para con sus muy amados, les da aquí enseñanzas especiales para ese tiempo. Les revela cómo discernirán el comienzo y les dice qué deberán hacer. “Por tanto, cuando veáis en el lugar santo la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel (el que lee, entienda), entonces los que estén en Judea, huyan a los montes. El que esté en la azotea, no descienda para tomar algo de su casa; y el que esté en el campo, no vuelva atrás para tomar su capa” (v. 15-18).

“La abominación” designa el ídolo que será colocado en el templo, impuesto como objeto de culto por el falso rey de los judíos, el Anticristo, y aceptado como Dios por los judíos incrédulos y apóstatas. Esta idolatría, sin igual, traerá sobre la nación los juicios de Dios por medio del rey del Norte o el asirio (véase Isaías 8:7-8; 10:5-6; Daniel 9:27; 11:41 y otros), quien derramará la “desolación” en todo el país. Pero el Señor no se ocupa aquí de este suceso. Solo menciona el hecho en relación con el establecimiento del ídolo en el templo de Jerusalén, lo que acarrea el juicio de Dios. El Señor quería advertir a los discípulos que a partir de ese momento tendrían que huir de Judea, porque el reinado del Anticristo con el jefe del imperio romano sería intolerable para los fieles. Porque sin la marca de la bestia no se podrá vender ni comprar, y aquellos que no se prosternen delante de su imagen, serán matados (Apocalipsis 13:13-18). “Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería salvo; mas, por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados”, es decir, que solo durarán tres años y medio, tiempo suficientemente largo.

La ira persecutoria del Anticristo empeorará de una manera tan súbita en el acto de colocar al ídolo en el templo, que los que estén en las azoteas deberán huir, sin descender a la casa1 . El que esté en el campo, y se quite la capa para trabajar, ni siquiera tendrá tiempo para correr a buscarla. El Señor piensa en todo lo que pueda ser un obstáculo para la huida. Tendrán que orar para que “no tenga lugar en invierno”, a fin de que los fugitivos no se vean impedidos a causa de las inclemencias del tiempo, “ni en día de sábado”, porque estos judíos piadosos, al no querer traspasar el camino permitido por la ley en el día de reposo, hallarían la muerte. Fue precisamente lo que aconteció durante el reinado de Antíoco Epífanes (Daniel 8:8-9). A fin de saquear la ciudad de Jerusalén y degollar a cuanto habitante hallara, su general esperó el sábado para atacar la ciudad, y produjo así una gran matanza.

Los discípulos esperarán, con comprensible ardor, la llegada de Cristo que dará fin a todos sus males. Esta espera los expondrá a escuchar a seductores que les dirán: “Aquí está el Cristo”, “allí está”, porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas que harán señales y prodigios (Apocalipsis 13:14). Pero no deberán escucharlos. La venida del Hijo del Hombre será tan súbita que no tendrán tiempo de prevenirse uno al otro. Además, mal podrían los apóstatas advertir a los fieles, porque, como cuerpo muerto de Israel, ellos serán el objeto del juicio a la llegada del Hijo del Hombre, quien vendrá sobre ellos como águila sobre el cadáver que yace en tierra. Es lo que quiere decir el versículo 28: “Porque dondequiera que estuviere el cuerpo muerto, allí se juntarán las águilas”.

Estas enseñanzas del Señor serán realmente apreciadas por los discípulos de ese tiempo futuro; al darlas, él pensaba en ellos, pues sabía que los que estaban presentes con él no estarían en la tierra durante las persecuciones. La Palabra de Dios está completa, contiene todo lo que es útil para el presente y para el futuro. Todos, en todos los tiempos, tienen la responsabilidad de conocerla y de actuar consecuentemente.

  • 1N. del Ed.: En el Oriente, las casas tienen un tejado llano que se alcanza por una escalera exterior.

La venida del Hijo del Hombre

La tercera parte de la respuesta del Señor responde a la pregunta: “¿Qué señal habrá de tu venida?”. Les dice que después de la tribulación de los días terribles que acaba de mencionar, “el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas” (v. 29). En el lenguaje simbólico de las Escrituras, el sol representa la autoridad suprema confiada al hombre, la luna y las estrellas, autoridades subalternas. Dios confió el poder a las naciones, en la persona de Nabucodonosor y de sus sucesores, después de que Israel perdió el privilegio de ser su sede en la tierra (Daniel 2:26-45). Pero en vez de depender de Dios para actuar según él en el ejercicio de este poder, siendo este una luz para dirigir a los pueblos, aquellos que estaban revestidos de esta dignidad se apartaron de Dios. Actuaron según sus propios pensamientos y se pusieron en las manos de Satanás, el príncipe de las tinieblas, de modo que al fin este gobierno es absolutamente tenebroso.

Como el hombre no supo gobernar según Dios, el reino y la dominación universal serán confiados al Hijo del Hombre; así lo vemos en Daniel 7:26-27. Por lo tanto, en el momento en que aparezca, todas las potestades terrestres serán presentadas habiendo perdido su carácter. En vez de derramar la luz, se sumen en las tinieblas, rebelándose contra Dios; hacen la guerra a los santos. Son como un sol oscurecido, una luna sin luz, y las estrellas ya no ocupan el lugar que les fue dado para brillar en la noche. ¡Terrible estado moral de aquellos a quienes Dios había confiado el poder!

Pero de repente, cuando ninguno de los que forman parte de un mundo sin Dios lo espera, aparece “la señal del Hijo del Hombre”; esta es el mismo Hijo del Hombre, viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria. ¡Qué liberación para los justos perseguidos y tan cruelmente atormentados! Pero, ¡qué momento tan terrible para aquellos que recibieron al Anticristo!, para la generación que exclamó: “No tenemos más rey que César” (Juan 19:15), y “no queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14).

Todos los linajes de la tierra harán lamentación por él.

Verán entonces “a quien traspasaron” (Apocalipsis 1:7; Zacarías 12:10). ¡Verán en las nubes a aquel que despreciaron, viniendo con poder y gran gloria, ya no manso y humilde de corazón como cuando traía la salvación a los pecadores! Vendrá en gloria, Rey de reyes y Señor de señores, para ejecutar la ira divina sobre los que lo rechazaron. Aunque tuvieron tiempo para arrepentirse, no quisieron, sino que colmaron la medida de su pecado aceptando al Anticristo y persiguiendo a los que esperaban a Jesús como Rey. ¡Cuán grave es, en todos los tiempos, despreciar a Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo! Llegará el momento en que no habrá ninguna posibilidad de arrepentimiento. El juicio será la porción de todos.

A su regreso el Señor hallará en Palestina solamente al residuo del antiguo reino de Judá, soportando esta terrible prueba a causa de su responsabilidad en el rechazamiento de Cristo. Pero todo Israel, es decir, las diez tribus dispersas en el mundo y confundidas con las naciones desde su deportación a Asiria, debe volver para gozar del reinado glorioso del Hijo del Hombre. El Hijo del Hombre “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro”. La trompeta representa el medio por el que Dios hace oír su voz para juntar a su pueblo (véase Números 10:1-8). La fiesta de las trompetas (Levítico 23:23-25; Números 29:1-6) es precisamente una figura de lo que Dios cumplirá a la venida del Hijo del Hombre para juntar a su pueblo, para que disfrute de las bendiciones milenarias.

Jesús, pues, con su respuesta muestra los caracteres del tiempo en que los discípulos judíos tendrán que dar testimonio, entre su partida y su regreso. Da enseñanzas especiales para los tres años y medio del final, tiempo sin igual en la historia, durante el cual el ídolo será establecido en el templo, en lugar de Dios. Si los discípulos no tuviesen estas instrucciones, al querer ser fieles en Judea, podrían ser asesinados por no querer infringir la ley del sábado. Además, el Señor anuncia cuál será la señal de su venida, es decir, él mismo viniendo en gloria, de qué manera los presentes disfrutarán de su reinado, y cómo todo Israel –las diez tribus dispersas– será congregado por su potente voz.

¿Qué permitirá conocer la proximidad de la venida del Hijo del Hombre?

Después de todas estas enseñanzas acerca de su regreso y los sucesos que la precederán, Jesús presenta, desde el versículo 32 de este capítulo 24 hasta el versículo 30 del capítulo 25, lo que debe caracterizar a los fieles y su servicio en el intervalo que va desde su partida de este mundo hasta su retorno, rasgos que, por consiguiente, nos conciernen a todos hoy en día. Estas exhortaciones pueden dividirse así:

    v. 32-44 – Exhortación a la vigilancia para esperar el regreso del Señor.
    v. 45-51 – Responsabilidad de aquel que recibió un servicio del Señor en medio de los suyos, lo que ocurre particularmente en la Iglesia por medio de la Palabra.
    cap. 25:1-13 – Parábola de las diez vírgenes: hay que velar para manifestar la luz en la noche de este mundo, hasta el regreso de Cristo.
    v. 14-30 – La parábola de los talentos: el uso de los bienes que el Señor confió a sus siervos.
    v. 31-35 – Cuando los discípulos vean cumplirse lo descrito hasta el versículo 31, sabrán que la liberación está cerca, como cuando en la primavera vemos brotar la higuera, sabemos que el verano está próximo. En efecto, el reinado de Cristo puede ser comparado con el verano para el pueblo judío, como para toda la creación, después del largo y frío invierno caracterizado por la maldad del hombre y las consecuencias del pecado bajo todas sus formas. Por lo tanto, ¡con qué anhelo y vigilancia los fieles deberían esperar la salida del “sol de justicia” (Malaquías 4:2), que introducirá la “mañana sin nubes”! (2 Samuel 23:4). La generación incrédula de los judíos no pasará, su carácter de enemistad y de oposición a Cristo no cambiará, hasta que estas cosas se cumplan. Pero hay algo más que tampoco pasará: las palabras pronunciadas por Jesús. Podemos despreciarlo, desconocerlo, incluso rechazarlo durante su ausencia en la tierra, hechos que se cumplen constantemente a nuestro alrededor. Sin embargo, ninguna de las palabras de Jesús, ni de las demás Escrituras pasarán; en cambio, el cielo y la tierra sí pasarán, a pesar de su aparente estabilidad.

¡Qué seguridad da poseer esta Palabra y creerla! Encontramos en ella el perdón y la paz, y además, es nuestra luz en la noche moral en la que se halla el mundo. La palabra profética es como

Una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca
(2 Pedro 1:19).

Ella nos ilumina en cuanto al tiempo actual y nos informa exactamente sobre el porvenir. Todo lo que ella dice respecto a este mundo se cumplirá al pie de la letra, tal como todas las bendiciones que brinda a la fe; y la realidad de lo que anuncia –para felicidad de unos y desgracia de otros– sobrepasará infinitamente lo que nuestra concepción humana, tan limitada, es capaz de comprender.

Nunca será suficiente recomendar a nuestros lectores que permanezcan firmemente unidos a la Palabra de Dios y absolutamente seguros de su inspiración divina. Es la única manera por la que Dios hace conocer la verdad acerca de todas las cosas, sus pensamientos de gracia para con los hombres y los juicios que atraerán sobre sí al despreciar la salvación que Dios les ofrece. Hoy en día Satanás hace todo lo que puede para aminorar o negar la palabra divina, reemplazándola por los razonamientos del hombre, cuya vida no es más que “neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Santiago 4:14). El profeta Isaías dice: “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?” (cap. 2:22). Porque el hombre orgulloso, que se vale de la inteligencia con que Dios lo dotó para echar a un lado la Palabra de su Creador, debe, no obstante, descender al polvo de donde su cuerpo fue sacado: “Volveos a la tierra, hijos de Adán” (Salmo 90:3; V. M.). Hasta ahora nadie ha podido resistir a esta orden aterradora, a pesar de las angustias que suscita. Ni una salud fuerte, ni las fortunas puestas a disposición de las facultades de la medicina, pudieron sustraer al hombre de la obligación de obedecer a esta orden temible; y después de la muerte sigue el juicio (véase Hebreos 9:28). Tal es la suerte del que razona con Dios, de quien decide que la Palabra de Dios no tiene ningún valor en presencia de los adelantos de la ciencia. Esta juzga todo a su propia luz, que es tinieblas frente a la revelación de Dios. Más valdría ignorar todo lo interesante que las diversas ciencias presentan a la inteligencia humana, que servirse de ellas para juzgar a Dios y a su Palabra y perder así su propia alma para siempre.

Exhortaciones a la vigilancia

Si el regreso glorioso de Cristo es un hecho cierto, cuya proximidad indican varios acontecimientos, todos desconocemos el día y la hora, excepto Dios el Padre. Intencionadamente Dios nos deja en la ignorancia respecto a esto, a fin de que los que esperamos este acontecimiento glorioso permanezcamos en vigilia constante. Si no velamos, nos dormimos. Dormirse espiritualmente es hacer como el mundo, al que el día sorprenderá como un ladrón, y es privar al Señor del testimonio que se le debe.

En el tiempo actual los hombres, aunque tienen la verdad entre sus manos, no se preocupan por el rechazo que Cristo sufrió cuando vino en gracia, ni por su regreso en juicio. Por lo tanto, el Señor los compara con los contemporáneos del diluvio quienes, por la predicación de Noé durante la construcción del arca, estaban enterados de los juicios que se precipitarían sobre ellos. Pero, en vez de arrepentirse, solo se preocupaban por comer, beber, casarse y dar en casamiento. A pesar de las advertencias de Noé, ellos no entendieron nada “hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos”. Obsérvense estas palabras. El único medio de conocer lo que uno no ve, es creer, es tener fe. Uno se salva solamente por la fe. Durante el día de la gracia, todos los que esperan a que vean para creer, estarán perdidos. Por más que se explique claramente la Palabra de Dios, no entienden nada, porque no creen. Pero llegará el día en que ellos verán; entonces conocerán. ¿Qué conocieron los hombres del tiempo de Noé aquel día? El diluvio que los llevó a todos. Lo mismo sucederá en el día del Hijo del Hombre, porque si la generación judía no ha cambiado desde que Jesús estuvo en la tierra, el corazón del hombre tampoco lo ha hecho desde la caída.

Observemos que para denunciar la indiferencia de los hombres respecto a los juicios venideros, Jesús no recuerda los pecados que caracterizaban al mundo antediluviano (Génesis 6:11-13). Habla de hechos absolutamente naturales y legítimos: comer, beber, casarse y dar en casamiento, cosas que pueden ser efectuadas sin culpabilidad, pero que eran la única preocupación de los hombres, a pesar de las advertencias de Dios a través de Noé. Equivalía a decir a Dios: «No tomamos en cuenta lo que tú nos dices; queremos, al contrario, continuar viviendo bien y perpetuando nuestra raza». ¡Qué indiferencia a las advertencias de Dios! ¿No sucede lo mismo en nuestros días? El mundo se encuentra nuevamente en vísperas de juicios, juicios anunciados, no ciento veinte años antes, como en los días de Noé, sino pronunciados hace unos dos mil años. Se come y se bebe mejor que nunca; se alegra, se divierte, el mundo se organiza como si todo debiera permanecer igual. Construyen edificios suntuosos, de una solidez que permite, según se asegura, resistir a los terremotos; y cuando uno habla de la venida del Señor, la voz de los burlones se levanta por todas partes, diciendo: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación” (2 Pedro 3:4-7). Como en los días de Noé, ellos “ignoran voluntariamente”. ¡Qué desgracia!, se acerca el día en que lo conocerán todo. Verán de lejos la gracia despreciada, y los juicios, de los cuales se burlaron, los alcanzarán para siempre.

Hasta el momento en que el Hijo del Hombre venga, el curso de este mundo continuará como hoy en día. El arrebatamiento de la Iglesia y los juicios preliminares a la gran tribulación no cambiarán los pensamientos de los hombres. Al contrario, creerán estar en una situación estable, fruto de su propio poder y del de Satanás. “Cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:3).

Los judíos vueltos a Palestina gozarán, durante algún tiempo, de los dichosos efectos del regreso, porque ya no estarán diseminados entre las naciones; hombres y mujeres estarán dedicados a sus respectivas tareas, unos en sus campos, otros en el molino. Pero de dos hombres que estén ocupados en el mismo trabajo, uno, creyendo en el regreso del Rey rechazado en otro tiempo, lo espera; el otro, que no cree nada de esto, seguirá al gran número de los apóstatas lo más cómodo, por supuesto. Mas, de repente, como un relámpago, aparecerá el Hijo del Hombre, y el pobre desgraciado, indiferente e incrédulo, será tomado para sufrir la pena de eterna perdición, excluido “de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tesalonicenses 1:7-10). El otro será dejado para disfrutar del reinado glorioso que el Hijo del Hombre establecerá al quitar a todos los malos de su reino.

Contrariamente a lo que ocurrirá cuando la Iglesia sea arrebatada, el que sea tomado, lo será para el juicio, y el que sea dejado, lo será para gozar del reinado. Si el Señor viniese hoy (en la dispensación actual de la gracia), de dos hombres, el que fuera tomado iría al cielo con el Señor, y el que fuera dejado lo sería para sufrir los juicios que el Señor ejecutará cuando vuelva más tarde con todos aquellos que fueron llevados en el arrebatamiento de la Iglesia, según 1 Tesalonicenses 4:16-17.

Todas estas enseñanzas del Señor tienen como objeto mostrar la necesidad de estar preparado y de velar continuamente, pues el siervo no sabe cuándo viene su Señor. Es la actitud que debe caracterizar al creyente, hoy día como entonces, y que implica la devoción, el afecto y la obediencia debidos a Aquel a quien se espera. Debe manifestar el mismo interés que un padre de familia que vela a fin de impedir que los ladrones violen su domicilio (v. 43). Hay que velar como un siervo que espera a su amo, como si fuera el mismo dueño, con la decidida intención de no dejarse robar lo que se posee. El hecho de ignorar por completo el momento de la llegada de un ladrón, exige una vigilancia constante. Cualquiera sea la posición del que espera, debe estar preparado.

¿Está usted preparado? Para estar listos, como siervos, debemos resolver la cuestión del pecado. Debemos ser lavados de nuestros pecados; esto se logra por la fe, creyendo en el sacrificio de Cristo en la cruz. De parte de Dios todo está cumplido; solo hay que aceptarlo. Entonces uno puede velar con el deseo ardiente de ver llegar a Aquel que murió en la cruz a fin de hacernos aptos para entrar con él en la casa del Padre.

El siervo puesto sobre los de la casa

En estos versículos el Señor señala un aspecto especial del servicio que hay que cumplir mientras se espera su regreso: aquel que se cumple a favor de “los de la casa” (N. T. interlineal griego-español), a los cuales el siervo debe dar el alimento en el momento oportuno. Esto corresponde al ministerio de la Palabra en medio de los cristianos, Palabra que es el alimento espiritual de los de la casa del Señor. A aquel que recibió este servicio incumbe desempeñarlo con fidelidad, pensando siempre en el momento en que su Señor vuelva. Está escrito:

Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así. De cierto os digo que sobre todos sus bienes le pondrá (v. 46-47).

Para ser hallado fiel cuando el Señor venga, es necesario serlo cada día. Las consecuencias de la fidelidad son infinitas. El que actúa fielmente en su servicio con respecto a los criados de la casa del Señor, será establecido sobre todos los bienes de este en el día de su reinado glorioso.

Si el siervo pierde de vista el regreso de su señor y dice en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, actuará en absoluta oposición al pensamiento del Señor. En vez de dar alimento a sus consiervos, les dará golpes. Utilizará su posición para maltratarlos; se juntará con aquellos que gozan desmedidamente de este mundo y con los borrachos. Hallará satisfacción en su compañía, sin pensar más en el retorno de su Señor. “Vendrá el señor de aquel siervo en día que este no espera, y a la hora que no sabe, y lo castigará duramente, y pondrá su parte con los hipócritas; allí será el lloro y el crujir de dientes” (v. 50-51). ¡Solemne advertencia para todos los que el Señor capacitó para que cuidasen de los suyos durante su ausencia! Para ser guardados en el fiel cumplimiento de su servicio, esperemos constantemente la venida del Señor. Haciéndolo, nos hallará tales como lo desea (cuando venga). Para esperarlo hay que amarlo, ocuparse de él, gozar de su gracia y de todas las riquezas de su persona.

El siervo castigado severamente y destinado a la desgracia eterna, tratado como hipócrita porque quiso aparentar lo que no era, representa a aquellos que, por sí mismos, tomaron este sitio en la casa de Dios, sin tener la vida de Dios. Su corazón no está ligado a Aquel a quien profesan servir. No tienen amor, ni para con él ni para con los suyos. Tan solo están allí para gozar de las diversas ventajas que esa posición les otorga, ejerciendo una tiranía que llega a ser abominable, como se ha visto, sobre todo, en la iglesia romana. Su castigo será terrible. Aunque el Señor no les confió este ministerio, los juzgará según la posición que ellos mismos ocuparon.

Cada uno debe velar para luchar contra los principios que inducen a obrar de esta forma, cuando el corazón no está cautivado por el pensamiento continuo de la venida del Señor.