Mateo

Mateo 21

Capítulo 21

La entrada real en Jerusalén

Jesús se acercaba a Jerusalén; se hallaba con sus discípulos en Betfagé, cerca del monte de los Olivos, frente a una aldea cuyo nombre no se menciona. Envió allá a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea que está enfrente de vosotros, y luego hallaréis una asna atada, y un pollino con ella; desatadla y traédmelos. Y si alguien os dijere algo, decid: El Señor los necesita; y luego los enviará” (v. 2-3). Jesús se dirigía hacia Jerusalén, no para recibir allí el reino, sino para morir. Aunque rechazado, Jesús era el Rey, el Hijo de David; por lo tanto era presentado como tal a su pueblo, a fin de que no tuvieran excusa (Juan 15:22) por haberlo rechazado. En Zacarías 9:9 leemos: “Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y Salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”. A pesar de la mansedumbre y humildad que lo caracterizaban, Jesús obraba con la autoridad que le pertenecía como Señor. A su orden, los discípulos trajeron el asna y el pollino, sin que nadie se opusiera. Colocaron sus mantos sobre ellos a modo de silla de montar, y Jesús se sentó encima. Una gran multitud extendía sus ropas en el camino. Otros cortaban ramas de árboles, según las costumbres orientales, para alfombrar con ellas la vía real que conducía al Hijo de David a la ciudad del gran rey. A fin de que un testimonio público fuese rendido a Jesús como rey, las multitudes que iban delante de él, como las que le seguían, hallándose momentáneamente bajo la acción de la potestad divina, proclamaban:

¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! (v. 9).

Aclamaban así al Mesías con el clamor que lanzará de nuevo el remanente judío en un tiempo venidero, cuando exprese el ardiente deseo de la liberación; porque en ese momento sufrirá bajo el poder diabólico del falso rey, el Anticristo, y dicho clamor estará acompañado por el sentimiento doloroso de haber rechazado al Mesías cuando le fue presentado. Así lo leemos en el Salmo 118:25-26. “Hosanna” quiere decir “Sálvanos, te lo ruego”. En el capítulo 23:38-39 de Mateo, Jesús dice a los judíos: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Los judíos no volvieron a ver más al Señor, excepto en la cruz, y no lo volverán a ver hasta el momento en que aparezca en gloria para liberar al remanente preparado a recibirlo después de haber pasado por la gran tribulación.

“Cuando entró él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: ¿Quién es este? Y la gente decía: Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea” (v. 10-11). En Jerusalén nadie esperaba tal manifestación, porque se acercaba el momento en que tomarían medidas para matar a Jesús. La conmoción causada por la llegada del Mesías recuerda aquella ocasionada más de treinta años antes, en la misma ciudad, por los magos de Oriente, cuando preguntaron dónde estaba el rey de los judíos que había nacido. Herodes se turbó al oír esto, y toda Jerusalén con él (cap. 2-3). ¡Cómo denota eso el estado miserable del pueblo, turbado por lo que debía ser un objeto de gozo! Cuando Jesús vuelva, ocurrirá igual con el mundo. Cristo “aparecerá… para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28). Pero esto será motivo de turbación y de angustia para los que no quisieron saber nada de él, “un día ardiente como un horno” (Malaquías 4:1-2). Durante un momento podrán decir: “Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:3). Se puede observar que, cuando Jesús entró en Jerusalén, las multitudes, respondiendo a la pregunta “¿Quién es este?”, no dijeron: «Es el Hijo de David». Lo calificaron como “el profeta de Nazaret de Galilea”, lo que verdaderamente era, pero momentos antes no lo aclamaban como tal. Parece que en presencia de los judíos de Jerusalén, muy opuestos a Cristo, no se atrevían a dar testimonio de él como el Hijo de David. Era menos comprometedor llamarlo “Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea”. Para confesar verdaderamente a Jesús rechazado, se necesita fe. Es inútil hallarse bajo una impresión pasajera, por justa que sea. Más adelante veremos quiénes se atrevieron a dar testimonio de Jesús en presencia de sus enemigos.

¡Que Dios nos guarde de avergonzarnos de confesar al Señor Jesús! Siempre tengamos presente que Aquel que hoy en día es despreciado es el mismo ante el cual toda rodilla deberá doblarse.

Jesús en el templo

El Señor hizo uso de su autoridad para purificar el templo de todo lo que era extraño a su finalidad, porque estaba escrito: “Mi casa será llamada casa de oración” (Isaías 56:7). Lo será muy particularmente cuando el Señor la haya purificado en su segunda venida y establezca la bendición de la cual habla Isaías 56. En vez de una casa de oración, los judíos habían hecho de ella una cueva de ladrones; Dios ya había dirigido el mismo reproche en Jeremías 7:11: “¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa sobre la cual es invocado mi nombre?”. Pero aquí, Jesús afirmó: “Vosotros la habéis hecho cueva de ladrones”. En efecto, era un verdadero lugar de comercio donde estaban los cambistas de dinero y donde se vendía ganado y palomas a los que venían de lejos para ofrecer sacrificio a Jehová. Podemos comprender cómo, con las disposiciones comerciales de los hijos de Jacob, y la falta de conciencia que acompaña muchas veces el amor al dinero, se había hecho de este lugar sagrado una cueva de ladrones. ¡Ay!, ¿no es precisamente lo que el Señor dice, en otros términos, de la hoy en día llamada “casa de Dios” en la tierra, la que también será el objeto de sus terribles juicios? (Apocalipsis 18:11-19). En lugar de conducirse de una manera digna de la casa de Dios, el hombre introdujo en ella al mundo con todos sus caracteres de maldad.

Si el Señor obraba contra el mal en la casa de su Padre, con la autoridad que le pertenecía como rey, su corazón seguía siendo el mismo para socorrer a los que, sintiendo su estado, tenían necesidad de él. Ciegos y cojos venían a Jesús en el templo, y él los sanaba. La fe supo aprovechar esta potestad en gracia, mientras que los que lo rechazaron tenían que soportarla en juicio. Esto tendrá lugar también cuando Cristo venga como rey: el remanente creyente será recibido en gracia, en tanto que los incrédulos serán el objeto del juicio.

Los niños clamaban en el templo lo que oyeron en el exterior, porque ellos no dudaban de que Jesús fuese el Hijo de David. “Pero los principales sacerdotes y los escribas, viendo las maravillas que hacía, y a los muchachos aclamando en el templo y diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! se indignaron, y le dijeron: ¿Oyes lo que estos dicen? Y Jesús les dijo: Sí; ¿nunca leísteis: De la boca de los niños y de los que maman perfeccionaste la alabanza?” (v. 15-16). El endurecimiento como el odio de estos hombres habían llegado a tal extremo que las maravillas hechas por Jesús y el testimonio de los niños los indignaban. Por lo tanto, Jesús “dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí”. No se podía hacer nada más por ellos. Eran abandonados a su terrible suerte.

En los ciegos, los cojos y los niños hallamos los caracteres de aquellos que quieren aprovechar la gracia y la potestad de Jesús. Los ciegos y los cojos representan dos rasgos del estado natural del hombre, quien se halla sin capacidad para ver y para andar según Dios. Pero los que se reconocen como tales, vienen a Jesús y son sanados. Como ya lo hemos visto, los niños representan a aquellos que tienen la fe simple, necesaria para recibir lo que Dios dice en su Palabra, a fin de que cualquiera que cree, tenga vida eterna. Observemos cómo la verdad hace valer su autoridad en el corazón de los sencillos, de los niños. Estos oyeron aclamar a Jesús como Hijo de David, y no pidieron explicaciones. Lo que oían era lo que la Palabra de Dios decía. Eso era suficiente a su fe simple, que es la verdadera fe. Es importante recordar que la fe cree a Dios sin explicaciones cuando oye su Palabra.

La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios
(Romanos 10:17).

La higuera estéril

Jesús pasó la noche en Betania; al otro día por la mañana, cuando volvía a Jerusalén, tuvo hambre, “y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto. Y luego se secó la higuera” (v. 19). Esta higuera representa tanto al pueblo de Israel, como al hombre en su estado natural. Dios esperaba fruto de ella, y había hecho lo necesario para que lo produjera (véase Lucas 13:6-9). Pero no halló ningún fruto, a pesar de la bella apariencia del follaje, símbolo de lo que se profesa. El Señor condenó semejante estado. Dios no esperaría más fruto de ese árbol. El hombre en Adán estaba juzgado, la higuera se secó. Dios mismo obraría para obtener fruto.

Los discípulos se maravillaron al ver que la higuera se secó en un instante. Ellos podían pensar que era un acto de poder del que solamente el Señor era capaz. Pero Jesús les dijo: “De cierto os digo, que si tuviereis fe, y no dudareis, no solo haréis esto de la higuera, sino que si a este monte dijereis: Quítate y échate en el mar, será hecho. Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (v. 21-22). Un monte representa un gran poder, y por consiguiente, una gran dificultad a vencer. Pero la fe dispone de la potestad de Dios, y así, puede hacer todo lo que es según Su voluntad. La conexión entre esta exhortación y la sentencia de Jesús a la higuera se halla en el hecho de que, tras la partida de Jesús, los discípulos tendrían que vérselas con un Israel juzgado y condenado; entonces encontrarían grandes dificultades, mucha oposición por parte del pueblo, pero la fe triunfaría sobre ello. Durante la destrucción de Jerusalén, Israel, como pueblo incrédulo, fue realmente similar a un monte echado en el mar de las naciones. Pero la exhortación del Señor se aplica a todas las dificultades que encontramos, y en las cuales, por la fe, podemos hacer uso de la potestad divina.

Todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis (v. 22).

Huelga decir que Dios solo responde a las oraciones que se hacen conforme a su voluntad.

Jesús y los jefes del pueblo

De nuevo los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo preguntaron a Jesús con qué derecho echaba fuera del templo a los vendedores y a los compradores, volcando las mesas de los cambistas. No podían soportar la autoridad de Jesús, porque tenían la pretensión de poseerla solo ellos y de ser los conductores del pueblo. El Señor, en su sabiduría perfecta, respondió haciéndoles una pregunta a la que no pudieron replicar sin comprometerse: “Yo también os haré una pregunta, y si me la contestáis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del cielo, o de los hombres? Ellos entonces discutían entre sí, diciendo: Si decimos, del cielo, nos dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Y si decimos, de los hombres, tememos al pueblo; porque todos tienen a Juan por profeta. Y respondiendo a Jesús, dijeron: No sabemos. Y él también les dijo: Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas” (v. 24-27).

Dios había enviado a Juan como precursor del Mesías que acababa de entrar triunfalmente en Jerusalén. Si ellos confesaban que su ministerio venía de Dios, lo que sabían muy bien, no solamente debían aceptarlo a él, sino también al Cristo que Juan les había anunciado; además tenían la responsabilidad de enseñar al pueblo a recibir a su Mesías.

Estos hombres presuntuosos prefirieron pasar por ignorantes antes de confesar una verdad que los condenaba ante Dios, o bien, una mentira que los habría expuesto a la cólera de la multitud. En consecuencia, el Señor les respondió: “Tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas”. ¿Para qué habría servido eso? Habían decidido no creer en él.

En lugar de responder a su pregunta, el Señor les hizo considerar su estado miserable por medio de una parábola: “Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Y acercándose al otro, le dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Sí, señor, voy. Y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su Padre? Dijeron ellos: El primero. Jesús les dijo: De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle” (v. 28-32).

El sentido de esta parábola se capta fácilmente por la explicación que Jesús da de ella. El primer hijo representa, en Israel, la clase de aquellos que pecaron grandemente, los publicanos y la gente de mala vida que no se inquietaban por la ley. Pero a la voz de Juan el Bautista, que los llamaba al arrepentimiento, tuvieron remordimientos. Ellos no cumplieron con la ley de Moisés, es cierto; no obstante, creyeron a Juan. Se convirtieron en aquellos hijos de la sabiduría de los cuales Jesús habló en el versículo 19 del capítulo 11. Los judíos religiosos, los jefes del pueblo, que llevaban exteriormente una conducta honorable, podían dar gracias como el fariseo (Lucas 18) por no ser semejantes al resto de los hombres, ni al publicano, quien se golpeaba el pecho, al darse cuenta de que la verdadera manera de obedecer a Dios es creer. Sin embargo, no quisieron imitar a los pecadores arrepentidos, de modo que, aunque pretendían trabajar en la viña de Dios, no hicieron nada. Por lo tanto, fueron puestos de lado y se hallaban en vísperas del juicio.

La gracia brilla dondequiera que se manifieste. Cuando el hombre hizo todo lo que era necesario para perecer eternamente lejos de Dios, Dios no vino presentándole algo que hacer. Los judíos, cualesquiera que fuesen, debían creer lo que Juan el Bautista les decía de parte de Dios. Aquellos que creyeron a Juan, creyeron al Señor. Hoy en día, de la misma manera, si creemos la Palabra que trae a la conciencia la luz de Dios en cuanto al pecado, también creemos en el Señor Jesús, quien vino para responder, en la cruz, por todos los pecados que abruman la conciencia, y entonces somos salvos. La gracia otorga la salvación y no pide nada; solo hay que aceptarla.

La parábola de los viñadores

En esta parábola, Jesús hace una exposición de la historia de Israel, responsable de llevar fruto para Dios. Israel se hallaba en una posición privilegiada para ello. Dios es comparado con un padre de familia que plantó una viña, la cercó de vallado, cavó un lagar y edificó una torre. Ya en el Antiguo Testamento, Israel se compara a una viña (Salmo 80:8-17; Isaías 5:1-7). La viña plantada y cultivada cada año debe producir fruto; es la muestra fiel de la naturaleza humana de la cual Dios, en Israel, se ocupó en vano. El dueño había hecho todo lo necesario para proteger esta viña, para que los cultivadores pudiesen entregarle los frutos que le debían. “Y cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores, para que recibiesen sus frutos. Mas los labradores, tomando a los siervos, a uno golpearon, a otro mataron, y a otro apedrearon. Envió de nuevo otros siervos, más que los primeros; e hicieron con ellos de la misma manera” (v. 34-36). Estos siervos son los profetas que Dios enviaba a los judíos cuando se apartaban de Él para servir a los ídolos, con el fin de hacerlos volver a la ley que abandonaban tan fácilmente. Pero, en vez de escucharlos, los maltrataron y los mataron. Mucho tiempo después, Dios envió a su Hijo, diciendo:

Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron (v. 38-39).

El corazón del pueblo, y muy particularmente el de los jefes, debería haberse conmovido por la venida del Hijo de Dios. Pero esta venida demostró su estado irremediablemente malo, y, por ende, el estado del hombre en la carne. No solamente rehusaban dar a Dios lo que se le debía, sino que deseaban, además, adueñarse de la heredad. El hombre no quiere tener nada que ver con Dios. Habiéndolo echado de este mundo, cree ser su dueño. Es lo que ocurre hoy día en la cristiandad: no se acepta más a Cristo ahora que cuando se presentó a Israel.

Jesús les dijo: “Cuando venga, pues, el señor de la viña, ¿qué hará a aquellos labradores? Le dijeron: A los malos destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores, que le paguen el fruto a su tiempo” (v. 40-41). Ellos pronunciaron su propia sentencia. Y lo que dijeron les ocurrió: estos desgraciados judíos perecieron miserablemente durante la destrucción de Jerusalén por los romanos. La viña fue arrendada a otros, es decir, Dios actuó de una manera muy diferente con los hombres para obtener fruto. Como vimos en la parábola del sembrador (cap. 13), en lugar de reclamar fruto del hombre natural, Dios obra en el corazón, por su Palabra, para producir una vida nueva que lo haga capaz de servir al Señor.

La cabeza del ángulo

Por sus propias Escrituras, el Señor señaló a los judíos lo que les ocurriría si lo rechazaban:

La piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos
(v. 42; véase también Salmo 118:22-23).

Y añadió: “Por tanto os digo, que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él. Y el que cayere sobre esta piedra será quebrantado; y sobre quien ella cayere, le desmenuzará” (v. 43-44).

Los edificadores eran particularmente los jefes, los que tenían una responsabilidad en medio del pueblo. Si la bendición no los alcanzó a causa de su desobediencia, sin embargo, Dios tenía a Aquel que es la piedra angular, sobre la cual todo reposaba para el cumplimiento de las promesas. Los jefes, que asumieron la responsabilidad de edificadores, debían haber actuado conforme al pensamiento de Dios respecto a esta piedra, elegida, preciosa, escogida por Dios (Isaías 28:16; 1 Pedro 2:6). Pero como hombres inexpertos, incapaces de reconocer el valor de una piedra calificada para ocupar el ángulo de una construcción, la rechazaron. Comprobamos una vez más cómo los pensamientos del hombre se oponen a los de Dios. Nada lo ha demostrado tanto como la venida de su Hijo a la tierra.

Como esta piedra no fue utilizada por los edificadores, cayeron sobre ella y fueron quebrantados, es decir, la caída y la destrucción del pueblo fue causada por el rechazamiento de Cristo. Concluido el tiempo de la gracia, que comenzó después de la muerte de Jesús, el Señor será presentado nuevamente a la nación judía. Aquellos que no lo reciban, sufrirán juicios más terribles aún que los que sufrieron de parte de los romanos, como lo anuncia el capítulo 24. Los judíos no caerán sobre la piedra, sino que esta, Cristo viniendo del cielo, caerá sobre ellos y los desmenuzará con los juicios que se ejecutarán entonces. El Señor alude, sin duda, a la piedra de la cual habla Daniel (cap. 2:34). Cortada del monte, la piedra destruye a los imperios de las naciones y a los judíos que se hayan asociado con ellos.

Oyendo estas palabras los principales sacerdotes y los fariseos, conocieron que Jesús se refería a ellos. En vez de recibir a Jesús, evitando así la desgracia que se habían echado encima, se esforzaron en apoderarse de él. Sin embargo, desistieron porque temían a las multitudes que lo consideraban como un profeta.